Nada Sobra, Carlos Ingham. Red de alimentos
2003
Corría el mes de julio cuando Calú se dio cuenta de que no podía seguir solo en este proyecto; sus obligaciones al mando de JP Morgan en el Cono Sur le consumían el día a día. Decidió entonces contratar a alguien para que fuera su alter ego en las gestiones para la creación del primer banco de alimentos de Chile.
El elegido fue Gonzalo Aspillaga, un profesional joven que trabajaba en una compañía multinacional y del cual Calú había recibido buenas referencias. Su primera misión fue viajar a Argentina a familiarizarse con el funcionamiento del Banco de Alimentos de Buenos Aires. Estuvo una semana en la capital trasandina y a su regreso comenzó las gestiones para que el SII recogiera la idea de permitir que la entrega de alimentos por destruir no fuera considerada un gasto rechazado.
En otra vereda, Calú inició una serie de reuniones con el abogado tributario Francisco Lyon –del estudio Philippi– para ver si él lograba visualizar alguna otra línea de acción a fin de obtener el cambio normativo.
–Calú, si quieres que la norma cambie, vas a tener que hablar con autoridades del gobierno. El ministro de Hacienda sería el más indicado, pero Eyzaguirre no es fácil de convencer –le dijo Lyon.
–Tendré que intentar hablar con Lagos, entonces –dijo Calú.
–¡Pucha! Si logras hablar con él sería genial. Aunque algo más realista sería reunirse con el director del Servicio de Impuestos Internos. Quizás con ellos logres avanzar algo. No te digo que vayas a solucionar el problema, pero tal vez consigas luces sobre el camino a seguir –le recomendó el abogado.
–Gracias, Francisco. Buen consejo.
Y así Calú –a veces solo, a veces con Gonzalo– empezó a peregrinar por una serie de oficinas públicas del barrio cívico de Santiago. Consiguieron reuniones con diversas autoridades del mundo financiero: ministros y subsecretarios de Hacienda y Economía, y diferentes reguladores.
Pero doce meses más tarde, y luego de no haber conseguido el más mínimo avance, Calú decidió que no tenía sentido que Gonzalo siguiera en esto; le podía estar cortando las alas a su carrera y la falta de logros los estaba frustrando a ambos.
Llegó entonces a dos conclusiones: una, que no podía seguir botando plata de su bolsillo y, dos, que necesitaba nuevos aliados.
El primero que se sumó a sus esfuerzos fue el abogado Roberto Peralta, también del estudio Philippi, quien se entusiasmó de inmediato con el proyecto y se abocó a estudiar alternativas al tema tributario y a la búsqueda de una solución para involucrar a las organizaciones sin fines de lucro (OSFL).
Odisea 2004
Nada presagiaba una luz al final del túnel. Después de cada reunión, Calú salía indefectiblemente refunfuñando para sus adentros. “¿Cómo puede ser que en este país –que se supone es el más moderno de Sudamérica– no se pueda hacer un banco de alimentos?”.
En ese entonces, la sociedad chilena parecía no estar preparada para acoger acciones de apoyo social que ya eran norma en los países más desarrollados. De hecho, si uno mira las memorias anuales de las grandes empresas en Chile a comienzos del siglo XXI, muy pocas hablan de Responsabilidad Social Empresarial (RSE). Y cuando se mencionaba el tema era porque aparecía la fotografía de algún gerente junto a un(a) religioso(a) en un evento de beneficencia esporádico. El concepto aún no se entendía bien y, por esos años, su uso era casi cosmético. Incluso, algún empresario manifestaba abiertamente que su labor social era dar trabajo.
No fue hasta después del escándalo de corrupción en La Polar, la aparición del ranking de transparencia corporativa, el levantamiento de la sostenibilidad como tema social de cargo de las corporaciones y la presión de los jóvenes por el cambio climático y las problemáticas sociales, que la sensibilidad por estas materias hizo mayor eco en ejecutivos, directores y accionistas de las grandes empresas.
A pesar del diagnóstico poco auspicioso, Calú no se resignaba: ¿Cómo algo que es evidentemente beneficioso para los más necesitados –y además es de todo sentido– no se permite y ¡nadie hace nada al respecto!? Esto le molestaba, pero a la vez lo estimulaba a dar la pelea. La ética luterana-sueca que le inculcaron desde niño, aquella según la cual “lo que uno empieza, lo termina y bien”, se hacía presente en cada una de las células de su cuerpo. Así que, sin importar el tiempo ni los esfuerzos, sabía que necesitaba encontrar la manera de que se modificara la famosa norma tributaria.
Odisea 2005
Una luz de esperanza se abrió recién a fines de septiembre de 2005, cuando Calú recibió una llamada telefónica.
–¿Calú, te interesaría ir a Nueva York con el Presidente? Así le podrías presentar al presidente Lagos al CEO de JP Morgan –decía Karen Poniachik, vicepresidenta del Comité de Inversiones Extranjeras, quien estaba al otro lado del teléfono.
–Sí, claro, por supuesto, Karen. Decime cómo y cuándo, y ahí estaré –respondió Calú.
–Salimos el jueves 6 de madrugada, en el avión presidencial. No es nada fancy (te advierto), es como ir en turista. Y regresamos a la noche siguiente.
–Viajé mucho en turista. No tengo problema con eso.
–Estupendo. Al presidente Lagos le va a hacer un homenaje el Council of the Americas, en Nueva York. Ahí van a estar todos, entre otros, Rockefeller y tu CEO de JP Morgan para Latinoamérica.
–Ah, pero qué fantástico, ¡che! –dijo Calú, mientras pensaba “Lagos… esta es LA oportunidad”.
–¡Ah! Una cosa más. Tienes que llevar esmoquin –le dijo Karen–. La ceremonia es súper formal.
–Por supuesto, Karen. No hay problema –dijo Calú.
El día del viaje, cuando Calú se subió al avión, había poca gente: prensa acreditada, Karen Poniachik, el doctor de la presidencia José Miguel Puccio y el director de la Agencia de Cooperación Internacional Marcelo Rozas, una persona de seguridad, Luisa Durán y Ricardo Lagos. Calú buscó su asiento y se acomodó. De inmediato comenzaron las conversaciones de pasillo, nada importante.
Una vez que el avión se estabilizó en el aire, el presidente Lagos invitó a Calú a cenar.
Mientras disfrutaban la comida, y con ese desenfado propio de los argentinos, Calú le pidió permiso al mandatario para interrumpirlo con un tema importante. En un breve pero entusiasta discurso, le explicó el proyecto y los problemas que estaba enfrentando.
–Mire qué interesante lo que usted plantea, mi amigo. No sabía que se destruían los alimentos en Chile –dijo Lagos.
–Es terrible. Quizás usted podría gestionar un cambio, Presidente –le sugirió Calú.
–Algo hice una vez con el SII y unas obras de arte. Pero ahora, que en seis meses se acaba mi gobierno, no creo que alcancemos.
Calú lo miró sin saber muy bien qué decir. En eso alguien le hizo una pregunta al Presidente y el tema se fue para otro lado. La cena y la conversación se devoraron las siguientes dos horas, luego de lo cual la señora Luisa se disculpó y se fue a dormir. La sobremesa con Marcelo Rozas, José Miguel Puccio y el presidente Lagos fue más distendida gracias a las anécdotas y el acostumbrado buen humor del Ciudadano Lagos.
Después, todos se fueron a sus asientos y trataron de dormir. Por la mañana, el servicio secreto de EE. UU. había instalado tres camionetas en la losa de JFK junto al avión. De ahí salieron con escolta policial hacia NYC. Esa mañana, Ricardo Lagos fue –acompañado de Calú y Karen Poniachik– a conocer al CEO del banco de inversión de JP Morgan.
A las 18:00 horas en punto llegaron al 680 de Park Avenue, sede del Council of the Americas. La ceremonia transcurrió como cualquier otra gala para los estadounidenses, pero era algo muy especial para la delegación chilena. Lagos iba a recibir un reconocimiento de manos de David Rockefeller10. Incluso se leyó una carta enviada por Fernando Henrique Cardoso, expresidente de Brasil11.
Calú