Marginales y marginados. Gastón Soublette

Marginales y marginados - Gastón Soublette


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manifestada en un buen decir— posibilitaba que su inconsciente arcaico liberara un contenido igualmente arcaico —pero no menos verdadero— de la sabiduría fundamental de todos los pueblos que antes vivieron insertos en el orden natural.

      Cabe observar también que el CEJA algo debió saber de la cultura ilustrada para descalificarla tan radicalmente. La presencia del “señor profesor”, como antes se dijo, era la ocasión ideal para barrer con ella, y sugerir que nada aporta al mundo.

      Dos de los que enfrentamos al CEJA llegamos después a la conclusión de que no es por un simple azar que él se cruzó en nuestro camino. Nuestras deducciones al respecto avanzaron demoliendo prejuicios, sobre todo los concernientes al concepto que teníamos de nosotros mismos. Y dedujimos que el encuentro ocurrió a la manera de un hecho sincronístico, de modo que la presencia del CEJA pasó a ser una proyección de nuestra interioridad en el acontecer objetivo, en el entendido de que los fenómenos sincronísticos son posibles porque el acontecer objetivo, en algún sentido, es un correlato analógico del acontecer interior del sujeto.

      Pese a la apariencia de exageración que esta afirmación puede tener, el hecho es que para quien mira el suceso en el contexto de su propia existencia, que bien conoce, al menos en los hechos, nuestra incompatibilidad con el modelo de civilización vigente —en cuya estructura vivimos insertos todos—, es absoluta. Y, aunque mantengamos una apariencia de normalidad organizando nuestra vida y adaptándola a ese modelo, lo hacemos sobre la base de un desacuerdo fundamental que es nuestro mar de fondo, por el cual nuestra relación con el mundo —motivada por la obligación de cumplir con nuestro amargo compromiso— nos obliga a actuar siempre a contrapelo, hasta el extremo de que, por largos períodos del tiempo vivido, el mismo desvalimiento del CEJA nos domina irremediablemente, aunque seamos académicos, profesores “eméritos” y autores de una veintena de libros. Porque, aún en esas condiciones ventajosas de la vida burguesa, nuestro espejo interior nos refleja cobijándonos en una cueva abierta en el basural de Montedónico, o vestidos de harapos y poliomielíticos de ambas piernas, penando en la ruta pavimentada, expulsados del paraíso.

      Otro aspecto sincronístico de mi encuentro con el CEJA se relaciona con mis estudios y trabajos académicos de esa época. Por esos tiempos dictaba un curso de filosofía, cuya materia era precisamente el famoso Libro de las Mutaciones de Confucio, tratado de dialéctica natural de lo creativo y lo receptivo. Y en más de una ocasión había yo explicado a mis alumnos que el hombre psíquicamente íntegro es aquel que tiene bien equilibrado el espectro completo de las virtudes paternas y las maternas, y por eso sus impulsos proyectivos sobre las cosas y las personas se compensa bien con la receptividad de que es capaz frente a los hechos que le toca vivir y las personas con que interactúa.

      Desde hacía mucho tiempo que el conocimiento de este clásico confuciano, por una parte, y por otra, la teoría de Carl Gustav Jung sobre la sincronicidad y las coincidencias significativas, constituían el centro de mis investigaciones sobre las grandes tradiciones sapienciales de diferentes culturas, especialmente, del confucionismo, taoísmo y la sabiduría aborigen de Chile y Perú. Por eso, el hallar sorpresivamente a este ser surgido de la marginalidad absoluta, que lo primero que dijo en nuestra presencia haya sido una alusión a la dialéctica natural de lo paterno y lo materno; que enseguida haya extraído de esa dualidad la conclusión de que tal es la causa de que él poseía el poder de crear instituciones tales como la casa de monedas, el transporte ferroviario y los institutos armados, y el derecho de propiedad sobre la tierra y sus riquezas, hasta la misma inmortalidad (“yo no moriré…”), era un fenómeno de esos que Jung llama “coincidencias significativas”, tanto más si ese delirio mitológico —tan arcaico como la cultura paleolítica— procedía de un mendigo lisiado, coincidiendo en eso con las semblanzas que los textos sapienciales de todos los tiempos han hecho de la condición desmedrada de la sabiduría y el hombre sabio en un mundo insensato, hasta el extremo de que Cristo haya sido confundido con los malhechores, y al asumir como suyos todos los males y crímenes de la humanidad se haya transformado en un ser repugnante a los ojos de Dios, quien, según el profeta Isaías, apartó de él la mirada, lo que motivó el grito del crucificado que salió del fondo de su corazón: “Señor, ¿por qué me has abandonado?”.

      Después de mi experiencia de conocer al CEJA fui a Rungue con la intención de averiguar algo más sobre el personaje. En lo que se refiere a su edad, algunos parroquianos me dijeron que andaría en los 70 o más años. Es de suponer que para llegar a ser él lo que vimos y entendimos acerca de su persona, debía precederle un largo pasado de sucesos desgraciados que lo redujeron al estado en que se hallaba en esos años de la década del ochenta del siglo pasado. Aunque no todos esos sucesos debían ser necesariamente desgraciados, pues sin tener en cuenta su estado miserable extremo en lo material y en su lamentable estado físico, el hombre en su conversación demostraba tener una cierta cultura de base, lo cual se percibía en lo que antes califiqué como un “buen decir”, y revelaba poseer un desarrollado sentido estético y poético con no poco ingenio y gracia.

      Lo que pude averiguar por el testimonio de algunas personas del poblado es que el CEJA en su pasado fue un buen ebanista que fabricaba muebles de calidad en Santiago. Y, a juzgar por lo que decían los informantes sobre este aspecto de su vida, todas sus desgracias comenzaron desde que descubrió que el componente alcohólico del barniz que él aplicaba a la madera de sus muebles le resultó ser una bebida de su agrado. Se trata de ese ingrediente que los de su oficio llaman “pájaro verde”. Y no pasó mucho tiempo antes que sucumbiera al hábito de ingerir este brebaje diariamente, lo que fue la causa determinante de su locura.

      No pude averiguar entonces si la poliomielitis de sus dos piernas era una discapacidad que padecía desde la infancia o que la contrajo siendo mayor, porque conozco el caso de un adulto que contrajo esa enfermedad a los cuarenta y tantos años, y no sería improbable suponer que si la poliomielitis lo afectó siendo un adulto, volviéndolo un discapacitado, esa haya sido la causa de haber caído en el vicio de beberse el “pájaro verde”, lo que habría desencadenado el proceso de su decadencia total hasta la miseria extrema y la locura. Lo cual, sin embargo, no anuló en él lo que había de más profundo, esto es, la clara intuición de cuáles son los fundamentos más remotos de la sabiduría humana, y el buen uso del lenguaje para expresar su pensamiento en el diálogo con otros.

      Es probable que algunos informantes me hayan explicado por qué el talentoso ebanista don Carlos Ernesto Jorquera Aceituno terminó viviendo y muriendo “su corta muerte diaria” en el pequeño poblado de Rungue, pero la causa de este hecho, si es que la conocí, hoy no logro hallarla en la bodega de mi memoria.

      La mayor parte de esa información sobre el pasado profesional del CEJA me la dio la hija de un anciano a quien llamaban don Ernesto, y quien entonces era el cuidador de un fundo que se extiende frente a Rungue hacia el oriente, el cual, en aquellos años, pertenecía a una señora de nombre María Trivelli, cuya casa patronal —situada en la calle principal de Rungue— ella habitaba. Ese fundo fue adquirido después por Codelco, pero la casa de doña María aún está en su lugar, abandonada.

      Por ella supe que el CEJA había estado muy enfermo algunos años atrás y que ella lo hizo internar en una posta, donde permaneció un tiempo hasta su recuperación. Pero acerca de este insignificante episodio, la hija de don Ernesto agregó un relato que arroja una nueva luz sobre la inspirada personalidad de este personaje.

      Según lo que me informó, el CEJA, mientras permaneció internado en la posta, fue atendido diariamente por una enfermera llamada la “Vero” (Verónica), quien parece que era una bella muchacha, y además muy caritativa. El CEJA, por primera vez en el proceso de decadencia de su vida, se sintió tratado con afecto y consideración, por lo que se alumbró en él un sentimiento de verdadero amor por esta joven. Pero a él no le bastó con vivir esa experiencia en el silencio de su corazón, quiso dejar un testimonio público de su sentimiento y en una hoja de cuaderno escolar, con un lápiz azul, cuando volvió a Rungue y dejó de ver a su amada, redactó una carta dirigida a ella, la cual no envió, obviamente, pero dejó en la repisa de un teléfono público que había entonces en Rungue para que la leyera el primero que llegara.

      La carta parece haber circulado por varias manos, porque la hija de don Ernesto dijo haberla leído cuando se la mostró otro sujeto


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