Marginales y marginados. Gastón Soublette
ese puerto—, había trabado amistad con muchas personas, especialmente con habitantes del costado poniente, esto es los cerros Alegre, Cordillera, Toro, y Santo Domingo. Entre esas amistades había no pocos jóvenes expertos en el arte de robar, aunque yo no tenía inconveniente alguno en juntarme con ellos a comer y tomar en alegre compañía.
Entre esos “lanzas” escogí a cinco de mi confianza, a quienes pagué por anticipado, para que me acompañaran a visitar el gran botadero que hay detrás de las colinas de más al poniente de Valparaíso, en una zona llamada Montedónico.
Se trata de un lugar muy antiguo en el que se ha acumulado basura desde fines del siglo XIX, lo cual puede apreciarse en ciertos cortes verticales de la materia acumulada —a modo de farellones—, en los que se distinguen franjas de diferentes niveles según las épocas de la acumulación. Conforme a la explicación que me dieron mis acompañantes, en ese basural vivían más de cien personas, algunas en cuevas abiertas en la pared de los cortes verticales, o en casuchas construidas con materiales encontrados en el mismo botadero.
Lo que motiva a los habitantes de este basural a permanecer en él es el hallazgo de materiales utilizables —que llegan confundidos con la basura y también los desperdicios mismos—, en especial los cartones, objetos que ellos seleccionan y venden después a quienes podrían servirles. Y de hecho el negocio funciona permanentemente y a un ritmo parejo.
La necesidad de ser escoltado por hombres expertos en el robo y la pelea se debía a que ellos mismos me advirtieron que si iba solo a visitar el botadero no saldría vivo de ahí.
El espectáculo que se presentó ante mis ojos por todos esos desechos en descomposición era verdaderamente infernal, y el olor de putrefacción y fermentación se volvía cada vez más insoportable.
Alcancé a estar dos horas en el lugar, al cabo de los cuales comencé a sentir síntomas de desvanecimiento. Pero antes de que eso ocurriera, al pasar frente a uno de esos cortes verticales de la masa acumulada, había una cueva cuya entrada estaba cubierta por una tela de saco. Desde adentro escuchamos gritos destemplados de alguien que nos insultaba y nos conminaba a salir de ahí de inmediato. Era un seleccionador de objetos y restos utilizables hallados en la basura, seguramente uno de esos hábiles cartoneros que llegan a hacerse unas diez lucas diarias.
Al escuchar sus insultos, uno de mis compañeros le dijo: “Tranquilo, tranquilo compadre, que no le vamos a quitar nada de lo suyo. Solo andamos paseando”.
El troglodita entonces descorrió la tela que cubría la entrada de su caverna y se asomó para ver quiénes eran los intrusos.
Era un hombre de unos cuarenta años, de baja estatura, con una cicatriz en la mejilla derecha (un cara cortada), vestido de blue jeans, parca negra y polera, todo muy sucio. Al verlo salir de su habitación, sentí hacia él una extraña atracción, y llevado por un impulso irresistible me adelanté para saludarlo, lo cual hice dándole la mano y diciéndole: “Buenos días, señor”. El saludo pareció ser de su agrado, pues el hombre sonrió y sin mediar más palabras, me dijo: “Yo soy el cordero…”. Al escuchar tal frase de presentación quedé paralizado y después de una pausa le pregunté por qué se identificaba de ese modo ante mí, a lo que él respondió: “Si usted entra en mi casa lo sabrá…”.
Era una invitación a hacer algo que jamás imaginé que alguna vez en mi vida estaría en condiciones de hacer. Pero el hecho fue que la ocasión se presentó y no había que pensarlo más. Fue entonces que uno de mis acompañantes me dijo al oído que tuviera cuidado, porque lo que este sujeto quería era matarme. Pero convencido de que no era eso me dispuse a entrar, pero antes miré a mis cinco escoltas en cuyos rostros se percibía una expresión de reprobación, pues cómo podían ellos entender que el “señor profesor” aceptara entrar en una cueva infecta incitado por el más miserable de los hombres.
Convencido de que la experiencia de entrar a la cueva de basura era más valiosa que la de quedarme afuera mediante una excusa, seguí a mi anfitrión por el estrecho túnel hasta una cavidad mayor abierta al fondo, donde había una mesa destartalada con una vela encendida y en el suelo un saco de dormir. En las paredes colgaban unos objetos encontrados en la basura y algunos posters. Entonces él, tomando la vela que había en la mesa, la acercó a uno de los afiches, en el cual se veía a Jesús llevando sobre sus hombros una oveja, por lo que entendí que la escena representada era la parábola del pastor de cien ovejas que, habiendo perdido a una de ellas, dejó en la pradera a las noventa y nueve restantes, y se afanó por encontrar a la perdida, lo cual —una vez logrado— lo colmó de alegría. Y todo eso para representar la misericordia de Dios, que por un pecador arrepentido se alegra más que por las noventa y nueve justas que no tienen necesidad de perdón. El hombre alumbró con la vela ese poster y con su dedo índice me mostró la oveja que Jesús portaba sobre sus hombros, y dijo: “Ese corderito soy yo”. Ese gesto del hombre me estremeció y afectó tanto, que me emocioné hasta las lágrimas. No puede responderle nada y me quedé en silencio. Quizás alcanzó a percibir mi reacción ante su insólita confesión, porque el hecho es que yo lloraba y no podía disimularlo. Mis compañeros no entendían nada y me preguntaban con insistencia qué me había dicho o hecho ese hombre para que mi visita a la cueva hubiese terminado así.
Cuando me calmé les dije que este hombre me había dado una lección de humanidad entre las más grandes que yo había recibido en mi vida. Les conté todo con detalles y ellos escucharon atentos y en silencio. Entonces de todo lo acontecido saqué la conclusión de que él, sin decirlo directamente, me había dicho que, en realidad, sabiendo que era algo así como la escoria de la humanidad, pese a eso, sabía que era ante todo un ser humano, y Cristo lo acogía y lo salvaba.
Uno de mis acompañantes era evangélico, y dijo después que fue la voluntad de Dios la que permitió que yo viviera aquel día esa experiencia, y que ellos estuvieran ahí como testigos.
EL CEJA
PEREGRINO DE LA RUTA 5 NORTE
En la Ruta 5 Norte que une las ciudades de la V Región con la ciudad capital, en el lugar llamado cuesta de Las Chilcas, vivía precariamente un hombrecito a quien, por su baja estatura, llamaban el Enano de Las Chilcas. En cierta ocasión que pasé por el lugar con unos amigos, al verlo caminando por la berma derecha, detuvimos el auto y me bajé con la intención de conocerlo y preguntarle si necesitaba algo. El individuo me miró de arriba abajo y me preguntó si yo era polaco. Le respondí que era tan chileno como él. Su pregunta se debió quizás a que entonces usaba una camisa de cuello alto y redondo como ha sido la tradición en los países eslavos.
Cuando le pregunté si necesitaba algo, me respondió que no necesitaba nada, y me quedó mirando en silencio, por lo que entendí que mi curiosidad por su persona lo incomodaba.
Cuando ocurrió este encuentro-desencuentro yo había oído hablar de este sujeto a quien los automovilistas y sobre todo los camioneros consideraban algo así como una mascota humana del gremio, y más aún, como poseedor de una virtud que atraía la buena suerte a quienes se le aproximaban. Eso explica por qué muchos conductores de vehículos, después de su fallecimiento, concibieron el proyecto de erigir en ese lugar un pequeño monumento para honrar su memoria con una escultura pequeña que lo representara, pero la municipalidad de la comuna se opuso.
Por lo que se oía decir del Enano de Las Chilcas y por lo que percibí en nuestra brevísima conversación, parece que el hombre tenía sus facultades mentales alteradas. La causa de esta anomalía habría sido el hecho de que su esposa e hijos perecieron en un accidente de ruta, lo que probablemente ocurrió en el lugar que él escogió para establecer su morada, la que consistía en una simple casucha de tablas.
A poco andar, quizás un año después, descubrí que lo que había buscado en vano en el Enano de Las Chilcas, lo vine a hallar en la larga explanada que se extiende entre Las Chilcas y la cuesta descendente que enfila la ruta hacia Polpaico y Santiago, en cuyo centro están situadas las localidades de Rungue y Montenegro, frente al imponente cerro Huechún.
El personaje hallado en esos tramos de la ruta no era un enano, sino más bien un hombre alto, de un metro ochenta centímetros o más. A todas luces se veía