Marginales y marginados. Gastón Soublette

Marginales y marginados - Gastón Soublette


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desde las rodillas hasta el cuello, su cuerpo estaba cubierto por un vestido de mujer blanco o que fue blanco. Sus zapatos no eran tales sino trapos enrollados en sus pies y amarrados con cáñamo. La pieza principal de este atuendo era un largo sobretodo negro, cuyos extremos le llegaban hasta más abajo de las rodillas, muy roído y manchado.

      Hacía tiempo que había divisado a este personaje al pasar por el lugar rumbo a la V Región, pero hasta cierto día de un mes de octubre —más luminoso y bello que de costumbre— no se había dado antes la ocasión de abordarlo y conversar con él. Cuando la posibilidad se dio aquel día, íbamos un grupo en un auto Pontiac de 1967. (El encuentro se puede situar a mediados de la década de los ochenta del siglo pasado, en plena dictadura militar).

      En esa ocasión los excursionistas eran, aparte del suscrito, el Patricio —dueño del auto—, el Bassi —alumno de no sé qué facultad de la Universidad Católica de Chile— y un cuarto a quien no logro identificar.

      El sujeto venía caminando por la berma de la izquierda, en dirección sur norte, y nosotros viajábamos en la misma dirección. Pasamos adelante y nos detuvimos a unos cien metros de distancia o más. Él, al ver a estos cuatro individuos que se detenían en la ruta y se bajaban del vehículo con la clara intención de abordarlo, se sintió inseguro, y de inmediato metió su mano en un bolsillo, seguramente para coger un cuchillo u otra arma de defensa. Yo entendí por qué él hacía eso, y dije a mis acompañantes que se quedaran en el lugar mientras me adelantaba para saludarlo. Avancé hacia él y, desde unos cinco metros de distancia le dije: “buenos días señor”. No le di la mano porque él tenía ocupadas las dos en los bastones que le servían de apoyo. Este gesto de cordialidad lo tranquilizó, y con una cierta sonrisa dijo “estoy saboreando la entrevista”, lo que calzaba justo con la intención con que nos aproximábamos a él, y que intuyó desde mi saludo.

      No recuerdo cuáles fueron las primeras palabras con que se inició la conversación, aunque de inmediato fue informado de que yo era profesor de la Universidad Católica de Chile, y mis acompañantes eran tres alumnos míos.

      Al enterarse de eso, inició sin preámbulo alguno una sorprendente exposición de sus ideas sobre la inteligencia humana y el conocimiento. Sus reflexiones, que ciertamente procedían de un largo meditar sobre las cosas y la vida, nos impresionaron sobre todo por lo inesperado y lo profundo, y más que eso aún, por ser las ocurrencias de un hombre reducido a la extrema miseria.

      A continuación, transcribo una síntesis de lo dicho por él en ese encuentro.

      Comenzó entonces diciendo: “No crea usted señor que hay de esto…”, lo cual dijo señalando con un dedo la parte superior del cráneo. “No hay nada de eso que llaman inteligencia. Su inteligencia, señor profesor, no es superior a la de un mosquito. ¿Sabe usted qué es lo único que hay? Lo único que hay es un padre y una madre, por eso, siendo yo un hombre llevo puesto este vestido de mujer…”. Y diciendo esto abrió su sobretodo y nos mostró el vestido aquel que fue blanco, el cual le cubría hasta las rodillas.

      “Por eso, soy dueño de todo esto que usted ve. Este es mi tesoro. Pero fíjese usted en la tremenda injusticia de estos hombres que con su dinero se adueñan de todo. Ellos no me dejan entrar a estas tierras que son mías, porque si paso por la alambrada a un lado me disparan, y si paso al otro me echan a los perros…”.

      “Pero no moriré, me disolveré en el aire de estos valles”.

      “Entre mis principales preocupaciones están el andar sobre la cuerda floja y el lanzamiento de los cuchillos, oficios circenses”.

      “Todos los males del mundo provienen de la letra ‘E’. Por ejemplo, los Ferrocarriles del Estado, FF.CC”.

      “Yo he hecho los Ferrocarriles del Estado; he hecho la fábrica de monedas y las fuerzas armadas… Pero me quedaron un poco mal hechas”.

      “Mi nombre es Carlos Ernesto Jorquera Aceituno, C-E-J-A para servirlos”.

      Tal fue en síntesis lo dicho en esa ocasión por este personaje a quien, en adelante, llamaré el CEJA.

      Se entiende que lo dicho por él no fue como esta transcripción de apretada síntesis. El hombre desarrolló su discurso con observaciones sobre el acontecer, las cuales, en la mayor parte de los casos, poco o nada tenían que ver con el meollo de las verdades trascendentes que proclamaba entonces, no sin cierta solemnidad.

      Se notará que, desde el comienzo de su discurso, el CEJA afirmó perentoriamente que no hay verdadera inteligencia en los hombres, que la única vía verdadera del conocimiento es lo que él llamó el padre y la madre. Con esto, al parecer, nos estaba enseñando la clave del verdadero conocimiento, que no es otra sino la polaridad de un principio creativo paterno y un principio receptivo materno, y esa clave, por lo que se deduce de la intención que motivó sus palabras, solo él la poseía.

      Resulta sorprendente, por otra parte, que el CEJA no se haya limitado a razonar sobre esta enseñanza capital de su sabiduría, sino que haya sentido la necesidad de expresarla en su mismo atuendo, al agregar a sus piezas de vestir masculinas un traje de mujer del cual hizo alarde.

      Por lo que sigue de su discurso deduzco que se trata de una serie de metáforas de una filosofía personal para entender el mundo, elaboradas por un hombre solitario y capaz de reflexionar, la cual debía ser expresada también mediante cosas y hechos concretos. Por eso después de referirse a su vestido de mujer, extrajo de lo dicho la conclusión de que entender el mundo desde el par de opuestos complementarios, de lo paterno y lo materno, le confería un poder que lo constituye en dueño del mundo.

      Se trata al parecer del antiguo mito del andrógino, aquel ser con forma humana que posee los dos géneros en sí mismo, lo que le entrega ese poder que no tiene ningún otro hombre, porque posee la clave del verdadero conocimiento. Es de suponer entonces por qué la primera parte de su discurso fue dirigida a mí, pues su intención era claramente la de oponer esa sabiduría dialéctica natural a la academia representada ahí por el “señor profesor”.

      Lo dicho por el CEJA en su discurso, para un psiquiatra o psicólogo, corresponde a esa psicopatía que llaman esquizofrenia, en la que se pierde el sentido de realidad acerca del mundo y de uno mismo, se fracciona la actividad mental y se salta de un tema a otro sin solución de continuidad. Con todo, cuando él expuso esa primera parte, en la que dejó sentado los principios de su visión del mundo y de sí mismo, y aunque fuera el lenguaje de un loco, sentí una inclinación irresistible a reverenciarlo, pues por mi conocimiento del Libro de las Mutaciones de Confucio, esas palabras —que para un profano habrían sido solo los dichos disparatados de un psicópata— las pude leer en su verdadero sentido, y hasta sentí que él adquiría en ese momento una cierta superioridad sobre todos los que lo escuchábamos, la cual provenía de un hombre que parecía estar rescatando la clave primaria del conocimiento, siendo como él era realmente, un desgraciado reducido al último estado de la degradación humana, provocando en quien miraba —desde otro ámbito de la existencia— una especie de vergüenza, por ser un ejemplar acomodado en la sociedad burguesa y libre para filosofar al nivel de una cultura de elite. Por eso, mientras lo escuchaba proclamar sus verdades, me preguntaba: “¿Por qué me ha ocurrido hoy esto a mí?”. Y me alejé de ahí al fin en la seguridad de que el suceso pertenecía a la cadena de hechos significativos que en mi vida han adquirido el carácter de un referente obligado.

      Esa primera parte del discurso del CEJA era la más enjundiosa y rica en simbolismo, aunque quedaba por resolver lo de la “cuerda floja y el lanzamiento de los cuchillos”, lo que después de mucho darle vuelta al asunto, resultó ser una metáfora poética de su andar rectilíneo por la ruta sin poder inclinarse a un lado ni al otro, porque en un caso le disparaban y en el otro le echaban los perros. Y en lo que se refiere al lanzamiento de los cuchillos entendimos, no sin esfuerzo, que también era una metáfora tras la cual él escondía la experiencia, no exenta de riesgo, de su proximidad a los vehículos que corren por la ruta a gran velocidad, pues él mismo nos dio la pista para interpretarlo así al decir, “yo los he visto a esos desgraciados con los dientes afuera, sangrando atrapados entre los fierros”.

      La rúbrica final de su declaración de principios, esto


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