Las leyes del pasado. Horacio Vazquez-Rial

Las leyes del pasado - Horacio  Vazquez-Rial


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hubiese algo en el mundo que asustase a aquellas dos mujeres. Los buenos botines que se había comprado en Varsovia poco antes de emprender el viaje se demostraron endebles y hasta defectuosos al segundo día de marcha. Cuarenta horas sin un respiro, por un terreno irregular, húmedo y arenoso, le habían llenado el calzado de polvo áspero y tenía los pies llenos de llagas. Pero no perdía aún la esperanza de ver una luz en la distancia, una señal de población. Pretendía seguir así indefinidamente, sin comida ni descanso, porque tenía la sensación de que, si hacía un alto, ya no tendría fuerzas para volver a ponerse en camino: si se quitaba los zapatos ya no podría volver a ponérselos. No pensaba en Hannah ni en Myriam, ni en el equipaje con el que ellas cargaban. No eran auténtica compañía: estaba obligado a llevarlas con él porque, si las abandonaba, no tendría de qué vivir cuando llegasen a Buenos Aires. Lo que realmente le preocupaba era su propio sufrimiento, su hambre, su debilidad, su frío. Sin embargo, al cabo de cuarenta horas, cuando Myriam se desplomó ante sus ojos, se vio obligado a interrumpir su absurda mecánica. Miró con indiferencia el cuerpo tendido, desmayado, casi vaporoso, de la muchacha y dio todavía un par de pasos más, agitó el látigo en el aire sin gran energía y sacó una orden del fondo de su garganta seca:

      —Sigue —dijo, convencido de que Hannah le obedecería.

      —No —dijo ella, arrodillándose junto a su amiga.

      Ganitz se le acercó, amenazador, fingiendo una fuerza de la que carecía.

      —Sigue —repitió.

      Hannah consideró la posibilidad de hacerle frente, pero pensó que eso les agotaría a los dos y que todos morirían allí. Eligió una senda lateral para mover algo en el hueco interior de Ganitz.

      —Vale muchos miles de zlotys, o de pesos, si lo prefieres —dijo—. Si sólo llego yo a Buenos Aires, sólo ganarás la mitad y todo este esfuerzo te resultará ridículo. Te maldecirás por haber perdido un tesoro por el camino.

      El dinero. Myriam era un montón de dinero, un saco repleto de dinero que él no podía permitirse dejar de lado. Hannah tenía razón. Y, aunque no la hubiera tenido, él ya había cometido el error de detenerse y no tenía fuerzas para echarse a andar nuevamente. Se sentó en el suelo.

      —¿Qué le pasa? —preguntó, señalando a Myriam.

      —No sé —mintió Hannah, que era consciente de que su compañera acababa de morir.

      —¿Respira?

      —Me parece que sí. Ven a ver.

      —No —rechazó Ganitz, con un gesto—. Ocúpate tú. ¿Necesitará beber?

      —Todos necesitamos beber. Pero no hay más agua que la del mar. Creo que, si descansamos, aunque no haya agua ni comida…

      —Está bien —aceptó Ganitz. Se dejó caer de espaldas sobre la arena helada y se quedó dormido.

      Hannah sabía que no debía dormir. Que si lo hacía, no despertaría jamás. Sabía más cosas que no había querido decir antes, confiando en que Ganitz resistiera menos que ella. Si quería ser libre tenía que acabar con él, y aquélla era su oportunidad. Cerró los ojos de Myriam y le quitó el cinturón de su vestido de seda, un cinturón liso, firme, sin hebillas molestas. Se levantó y se acercó al rufián por detrás, con precauciones innecesarias. Lentamente, escarbando en la arena bajo la nuca del hombre, le pasó el lazo por debajo del cuello. Después, cogió la seda que sobresalía a su derecha con la mano izquierda, y la que sobresalía a su izquierda con la derecha. Y tiró. Tiró con todas las fuerzas que le quedaban. Ganitz, pese a las nieblas del sueño, intentó, torpe y lentamente, resistirse, agitando los brazos en busca de un enemigo que no estaba encima de él. Hannah ignoraba cuánto podía durar aquello, de manera que mantuvo el hilo de seda en tensión hasta mucho después de que su enemigo hubiese llegado a otro mundo.

      —Ya —dijo de pronto una voz de hombre a su espalda, en ruso—. Ya puede soltar. Está muerto.

      Era una aparición: un sujeto enorme, cubierto de pelo y de pieles de animales, con un arma en la mano. En ese instante, al ver a Sanofevich, Hannah pensó por primera vez que no había más salida verdadera de la trampa de su destino que la muerte. Aunque no quisiera convencerse definitivamente de ello hasta el día de su entrada en el burdel de Rosario.

      —No entiendo —respondió, en yidish, al comentario del hombre de las pieles.

      —¿Yidish? —confirmó él.

      —Sí.

      —¿Judía?

      —Sí.

      —¿Puta?

      —Parece ser la única cosa para la que me quieren. ¿Tú también?

      Sanofevich se encogió de hombros.

      —¿Por qué no? De algo habrá que vivir cuando volvamos al mundo.

      Hannah se puso de pie.

      —¿Judío también? —preguntó.

      —No —contestó él, con una sonrisa—. Todo lo contrario. Ruso.

      —¿Y cómo es que hablas yidish?

      —Conocí muchas aldeas. Oí a la gente. Yo era pequeño, pero no lo olvidé. Después, maté a unos cuantos.

      —¿Por qué?

      —No se podía hacer nada mejor con los judíos.

      —¿Me vas a matar a mí? —casi pidió Hannah.

      —No. Ahora hay cosas mejores para hacer con una judía. Venderla. Ponerla a trabajar.

      —¿Trabajar?

      —De puta. O venderla. Pero para eso, hay que llegar a alguna parte.

      —Yo necesito descansar, o me pasará lo mismo que a ella —dijo Hannah, señalando a Myriam—. ¿Tienes agua? ¿Comida?

      —Agua, sí —respondió Sanofevich, sacando de entre las pieles que le cubrían un odre pequeño, inexplicablemente cosido, salido de la choza del indio.

      Hannah bebió sin ansiedad. No estaba convencida de que valiera la pena, de que no fuese mejor renunciar a alimentarse, dejarse caer en el sitio y esperar con paciencia el final. Al sujeto que tenía delante no le gustaría la idea: ya había calculado su precio, y no tenía aspecto de renunciar fácilmente a un negocio. Pero, ¿qué era lo peor que le podía pasar a ella? ¿Que él quisiera obligarla a comer, no lo consiguiera y, en su afán, acabara por matarla? Mejor. Más rápido. Claro que, si bebía y tomaba algún bocado y dormía un poco, recobraría fuerzas. Y aún estaban solos, en el desierto, y le quedaba una posibilidad: matar a su nuevo amo como lo había hecho con Ganitz.

      —¿Tienes algo para comer? —preguntó Hannah.

      —Carne —dijo Sanofevich, señalando los cadáveres—. De ellos.

      —¡No! —se sobresaltó la muchacha.

      —Veo que eres nueva en este negocio. Si no, no te asustarías.

      Hurgó entre las pieles y sacó un trozo de algo oscuro y húmedo. Se lo tendió a Hannah.

      —¿Qué es? —preguntó ella, aceptándolo.

      —Pájaro.

      —¿Pájaro? ¿Qué pájaro?

      —Pájaro.

      Hannah lo mordió. Era duro, resbaladizo, y olía mal, pero tragó el primer bocado y después siguió.

      —¿Has comido… gente? —quiso saber, sentándose en el suelo.

      —Y perros, y gatos, y ratas —se extendió Sanofevich—. Peor es el hambre. Come pájaro, que quiero que estés fuerte.

      —¿Me vas a dejar dormir?

      —Vamos a dormir.

      —¿Y


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