Las leyes del pasado. Horacio Vazquez-Rial
de Ushuaia como había salido de Siberia. No por moral, ni por orgullo, ni porque se sintiera víctima de una injusticia. No iba a recorrer la Tierra del Fuego y la Patagonia andando porque su sentido de la existencia y su idea del mundo así se lo reclamaran sino, simplemente, porque no iba a quedarse allí para siempre, y aún estaba vivo.
Ha de haberlo hecho, suponía Stèfano Bardelli, a su manera insensible, con lo que podía parecer una enorme paciencia, pero que no era más que falta de sentido del tiempo —Sanofevich no se recordaba más joven y no creía que la vejez fuese problema suyo: siempre había sido igualmente fuerte y brutal—, con una entera falta de relación con los demás reclusos, de los que no esperaba nada y a los que nada iba a dar: no esperaría la confianza ni la solidaridad de nadie. Y bien que hacía, decía mi padre al contar la historia, porque aquellos tipos ignoraban del todo tales virtudes.
La primera preocupación de Sanofevich ha de haber sido la de cómo hacerse con un arma sin que nadie, ni carceleros ni presidiarios, se enterase. Ya en Buenos Aires, antes de la sentencia. Y a Stèfano Bardelli sólo se le ocurrió una posibilidad, influido tal vez por su oficio, pero también guiado por la lógica. Los presos pasaban revisión médica. No es de creer que se tratara de una revisión exhaustiva, ni que los funcionarios clínicos a cargo del trámite se preocupasen grandemente por la posibilidad de que algún condenado fuese enviado a Ushuaia con una lesión pulmonar, lo que le acarrearía una muerte segura e iniciaría una inevitable cadena de contagios. No obstante, aun así, los hacían desnudar, controlaban sus ropas y echaban una mirada a los cuerpos. Cada prenda debía de ser mirada con rigor en busca de dinero u objetos susceptibles de constituir un peligro en manos de aquellos hombres, es decir, casi cualquier objeto. Pero los cuerpos, ¿qué se podía llevar en el cuerpo, como no fuera en la boca o en el culo? La boca, la mirarían. ¿Y el culo? ¿Para qué una investigación tan desagradable, en sujetos, por otra parte, tan sucios? ¿Qué podían llevar allí que les sirviera para la fuga? ¿Un cuchillo? Ridículo. ¿Dinero para sobornar a un guardia? ¿Cuánto? Muy poco. Y si un guardia, por unos pesos, dejaba marchar a alguno, ya se sabía cómo era el final. No valía la pena buscar allí. Lo demás estaba a la vista. Aunque un hilo, algo muy parecido a un hilo transparente, como es una cuerda de violín, no resulta fácil de ver, ni siquiera cuando está a la vista, en un varón tan peludo y bien dotado como tenía que ser Sanofevich, habida cuenta de su fuerza y de su gran estatura, de las que se habló durante años: una cuerda de violín alrededor de los testículos, no muy apretada bajo el pelo, o, pese a la rigidez del material, hasta arrollada en el surco del glande, bajo el prepucio, puesto que el hombre no era judío. O en el culo, ¿por qué no?, un pequeñísimo anillo envuelto en un condón. Donde estuviere, una vez pasado el requisito médico, una cuerda de violín se podía atar a una pierna, bajo el pantalón, por ejemplo, y permanecer en su sitio hasta que hiciera falta.
Y una cuerda de violín sirve con devoción al bien o al mal que habite la mano que la emplee: igual que los seres humanos, suena como suena la vida cuando se estremece en compañía, en el lecho conveniente, realizando un saber que algunos poseen parte a parte, pero cuya conjunción superior nace del quizás azaroso concurso de ciertos elementos de naturaleza divina; e igual que los seres humanos, separada de esa obra perfecta, sin abrazo, sin encaje, sin la amorosa inteligencia que deriva en el goce común, es instrumento para el dolor, la locura y la muerte.
De todo lo cual, decía Stèfano Bardelli, deduzco que de un objeto así tiene que haberse valido Sanofevich en su momento.
El momento de su fuga, en enero, que en aquellos parajes diabólicos es el mes menos cruel. Enero de 1925 o de 1926, a juzgar por la fecha probable de su llegada a Rosario, estimada a partir del dinero que, se sabe, produjo Hannah Goldwasser antes de poner fin a su penosa existencia.
3. Pájaros, mujeres, comida
Pero no puedes llevar la prueba más allá de un cierto punto.
Deja que el frío se fije en tu mano en un grado extremo
y tus dedos se descompondrán hasta su raíz […]
La determinación verdadera del mal consiste en
esta imposibilidad de remedio.
John Ruskin, Sésamo y azucenas
Mica ci vuole forza per tirare il grilletto, ci vogliono i coglioni.
Jimmy Fratianno, mafioso
1
Uno de los guardias del penal que, por razones poco claras, había salido de los límites del presidio, apareció muerto, degollado con un objeto de características imposibles de precisar, completamente desnudo y, naturalmente, desarmado, a un par de leguas del edificio, el mismo día en que Sanofevich se esfumó para siempre.
Stèfano Bardelli no me habló de esto sino hasta pasados muchos años, a finales de los cuarenta, cuando la otrora poderosa Migdal, la sociedad de los rufianes, se había disuelto en el silencio, que no debe jamás confundirse con el olvido por mucho que el primero parezca la prueba del segundo, y cuando la mafia, de cuya aventura habíamos conocido, y mal, apenas si una parte menor, ya había pactado su larga supervivencia con los gobiernos de las mayores potencias. No parece probable que en la conferencia de Yalta se haya mencionado a la mafia, llamándola por su nombre y justipreciando el sentido y el efecto de cada una de sus acciones. El minucioso Winston Churchill no se hubiese negado a hacerlo, habida cuenta del definitivo secreto de muchas de las cosas que allí se trataron, pero las referencias de detalle no condecían con el carácter de Stalin, rústico, desmedido, abarcador y amante de la ocultación —cuyos criterios de reparto de zonas de influencia, un tanto toscos a los ojos de sus colegas, excluían el debate casuístico—, ni hubiesen dejado en el mejor lugar ante la historia al presidente Roosevelt, fino negociador de los acuerdos más importantes alcanzados con la Honorable Sociedad. O, para ser más exactos, con una parte de ella, la más poderosa, la más lúcida en términos políticos. Sin embargo, lo cierto es que el mapa del mundo nacido en aquella reunión era, en medida no despreciable, fruto de la acción del maldito clan siciliano, bien arraigado en América: el Partido Comunista no había tomado ni tomaría nunca el poder en Italia, el fascismo sería suavemente sucedido por la democracia cristiana y Roma, faro de Occidente y sede de la Iglesia, permanecería en su lugar por toda la eternidad, y esto sería así porque a Stalin no le interesaba un país tan remoto, como no le había interesado España, y porque el general Patton no había entrado solo en Sicilia: le habían recibido, acompañado y guiado los mafiosos, enemigos jurados del Duce.
Y una parte de la guerra de Patton se había librado en la Argentina, en las ciudades de Buenos Aires y de Rosario, explicaba Stèfano Bardelli. En la época de la humillación de la Migdal, del paso a la notoriedad de Giovanni Galiffi, el capo, el don, don Chicho y, poco después, de un tipo cuyo nombre verdadero nadie conoció jamás pero que, por derivación y por ostensible competencia, todos dieron en llamar Chicho Chico.
2
E insistía Bardelli en Sanofevich y en Hannah Goldwasser, porque veía en ellos el retrato acabado de su tiempo.
El guardia degollado tenía dos o tres cosas esenciales para el que pretendiera fugarse: algo de abrigo, un arma, un impermeable. A Sanofevich debe de haberle bastado con un tirón de la cuerda de violín para cercenarle el cuello. Después, ha de haberle desnudado, poniéndose todas las prendas que le sirvieran, porque no es probable que el muerto fuese tan grande como él, y recogiendo el resto en un hatillo, para emplearlas para protegerse aún más cuando pudiera permitirse descansar, lo que sólo ocurriría al cabo de una larga jornada. En el mapa que decoraba la comandancia del penal, visto en el momento de su ingreso, Sanofevich había aprendido lo necesario para imaginar su ruta.
Tenía que subir hacia el norte, atravesando la Isla Grande de Tierra del Fuego, cruzar como pudiera el Estrecho de Magallanes, que en ciertos puntos parecía realmente angosto, y seguir y seguir hasta alcanzar, si no Buenos Aires, algún lugar en el que adquirir el aspecto humano que ya había empezado a perder en los días del proceso y que habría perdido por completo al finalizar su fuga, si conseguía hacerlo.
El