Las leyes del pasado. Horacio Vazquez-Rial
iba bien vestido, con traje y sombrero de fieltro negros, y camisa blanca. Usaba corbata y tenía los zapatos lustrados.
—Dinero —dijo Sanofevich en ruso: si no le entendían, peor para ellos.
—Yo tengo —le respondió el jefe, también en ruso.
—Sáquelo con cuidado —ordenó el asaltante.
El del traje negro metió dos dedos, el índice y el anular, en el bolsillo exterior de la chaqueta y mostró un montón de billetes perfectamente doblados y sujetos con un broche metálico.
—Hay dos mil pesos —aseguró.
—Acérquese —dijo Sanofevich.
El hombre se acercó a paso lento, sin bajar los ojos, sereno, con el brazo en alto, mostrando los billetes. Sanofevich intentaba sostenerle la mirada, pero por momentos observaba el dinero. Hasta que el otro estuvo a menos de dos metros.
—Basta. Quédese donde está.
—¿Qué va a hacer? Si los dejo en el suelo, tendrá que bajarse del caballo, y eso es peligroso. Para dárselos en la mano, yo tendría que acercarme más, y eso también es peligroso. Usted es un hombre decidido, así que lo más probable es que nos mate a todos antes de largarse. Pero no puedo dejar de decirle que, si me mata ahora, se perderá muchos fajos como éste —lo movió ligeramente en el aire—. Serían dos mil pesos por cuatro muertos y se le acabaría el negocio. Si no tiene inconveniente en hacer este tipo de trabajo, me permito ofrecerle dos mil pesos por fiambre, y le aseguro que tengo unos cuantos enemigos que quitarme de en medio.
Sanofevich bajó el revólver y consideró la propuesta.
—¿Cómo sé que no me engaña? —preguntó al final.
—Usted sabe que no le engaño —contestó el otro, bajando el brazo con el dinero.
—¿De dónde es? —quiso saber Sanofevich.
—Bielorruso. De una aldea, a muchas verstas de Minsk. No la conocerá.
—Conozco Minsk… Y esos trabajos… ¿hay que ir muy lejos para hacerlos?
—No muy lejos, teniendo en cuenta lo que ya ha viajado. En Montevideo. Y en Buenos Aires. Pero esta noche descansaremos en Paysandú, acá cerca.
—Está bien. Vamos.
—¿A caballo? ¿Por qué no en el coche? Podríamos llevar al animal atado y viajar despacio… ¿Sabe manejar un automóvil?
—Claro. Y no necesito el caballo. Puedo conseguir otro cuando se me antoje —sonrió Sanofevich.
—¿Quiere guiar el mío?
Sanofevich desmontó sin demasiadas reflexiones y ocupó el lugar del hombre al que acababa de matar.
Tardaron en partir porque, sin que mediara orden alguna, los dos individuos que viajaban con el jefe abrieron el maletero, sacaron de él dos palas, llevaron el cadáver a un lado del camino y lo enterraron a no demasiada profundidad: el incidente estaba previsto en el orden habitual de sus vidas.
5
El patrón se llamaba Novak y pagaba bien, en miles de pesos. Sanofevich era eficaz: daba la muerte con la sobria precisión de los artesanos, sin ardor ni debilidad en el pulso. Los rivales de los que Novak se iba deshaciendo eran gentes como él: traficantes de mujeres, dueños de prostíbulos provinciales con sábanas grises y olor a desinfectante barato, con clientela cazcarrienta, rápida y callada. Cuando uno de esos hombres desaparecía, en un viaje sin regreso a Polonia o a Francia, él se hacía cargo de sus bienes, de sus pupilas y de sus acuerdos con la policía, mejorándolos siempre.
Novak no actuaba en solitario. Pertenecía a una organización cuyo nombre no conoció Sanofevich hasta mucho más tarde: a él no le interesaban los detalles.
Novak tenía una mujer, retirada del oficio: Nadia era una rusa rubia y opulenta que había salido del burdel porque tenía trato personal con el diablo. A ella le traían sin cuidado los hombres y permitía ciertos usos a su amante, no demasiado exigente ni especialmente apasionado, porque había comprendido que unos minutos de ejercicio sobre su cuerpo le tranquilizaban y le daban cierta lucidez. Y Nadia le quería sereno y reflexivo porque era su socia y él tenía que ganar dinero para los dos. El pacto entre ambos era claro: la mujer se encargaba de asegurar al rufián la protección de su amo, el Maligno, y él, gozando de constante inmunidad, aumentaba sin cesar la riqueza de ambos.
La propia Nadia le contó la historia a Sanofevich, y él no encontró motivo alguno para dudar de su veracidad: si una mujer conseguía salir de la cama pública debía de haber alcanzado algún acuerdo con los grandes poderes o haber enamorado a su amo, lo que venía a ser, de hecho, lo mismo. De modo que, cuando ella le pidió que le permitiera acompañarle en una de sus incursiones, únicamente como espectadora, se limitó a consultar a Novak con la mirada.
—Si a la chica le gusta ver morir, no seré yo quien se lo niegue —declaró el rufián.
Ciertamente, a ella le gustaba. Era lo único que realmente le gustaba, igual que a Sanofevich. Además, era de ayuda.
La primera noche que salieron juntos, en Buenos Aires, Sanofevich detuvo el automóvil en la esquina de la casa del que iba a ser su víctima, un tal Molnar, propietario de media docena de mujeres que sudaban oro en remotos rincones de la ciudad.
—Cuéntame cómo piensas hacerlo —pidió Nadia.
—Como siempre —abrevió Sanofevich.
—¿Y cómo es siempre?
—Llamo a la puerta y pregunto por él. Llevo unos cuantos billetes en la mano y los voy contando, como para pagarle algo. Eso da confianza. Si está, sale a atenderme. Y cuando sale, yo saco el cuchillo —lo hizo, mostró la hoja y a la mujer le corrió un frío feliz por la nuca— y le corto el cogote. Se quedan mirando quién sabe qué un rato largo, sin caerse, y alguno hasta da algún paso antes de venirse abajo. Pero yo ya me fui. Un tajo y vuelta al coche, para ya no estar cuando se acaban. Me aburre verlos.
—A mí no. Hoy lo vamos a hacer distinto.
—Como quiera.
—Lo vas a traer al coche.
—No va a querer venir. Que salgan a la puerta ya es un triunfo, aunque uno cuente billetes de cien en las narices de los alcahuetes.
—Vendrá, porque le dirás que le estoy esperando yo. Molnar me conoce y me tiene miedo. Le tiene miedo al diablo.
Sanofevich la miró a los ojos, atrevido y tonto como un niño.
—¿Es verdad que usted habla con él? —preguntó.
—A veces —contestó ella—. Adelanta un poco más. Para justo delante de la puerta. Que me vea bien.
Sanofevich obedeció. Tenía unos cuantos billetes dispuestos cuando alzó y soltó el llamador —una lánguida mano de bronce que golpeó en la madera como un anuncio del mal—, pero no le hicieron falta: salió Molnar en persona, con una media sonrisa y las cejas alzadas, sin corbata y con el cuello de la camisa desabrochado. Tampoco le hicieron falta palabras: el otro vio el automóvil, miró hacia el interior e identificó a Nadia. Ella hizo un gesto y Molnar anduvo hacia el vehículo. Nadia, que estaba ante el volante, le señaló el asiento del acompañante, como quien propone un paseo o una conversación confortable.
Sanofevich mantuvo la portezuela abierta hasta que el hombre se hubo sentado. Después la cerró y fue a acomodarse tras él.
—¿En qué puedo ayudarte? —ofreció Molnar.
—No puedes ayudarme —dijo Nadia—. Si acaso, darme una satisfacción muy especial.
Sanofevich le sujetó con el brazo izquierdo, cruzándolo por encima del pecho, desde el hombro hasta el sobaco del otro lado: era un brazo largo e inflexible.