Las leyes del pasado. Horacio Vazquez-Rial

Las leyes del pasado - Horacio  Vazquez-Rial


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      Nadia le puso la mano entre las piernas y empezó a acariciarlo con suave firmeza.

      —No me la podrás negar —dijo.

      —¿No?

      —No. Escúchame bien: es algo acordado con quien ya sabes.

      —¿Con él?

      —Con él. Y es mi deseo.

      —Dilo. Di qué quieres, por favor.

      —Quiero que te mueras despacio. Quiero sentirlo aquí abajo. —Apretó levemente el sexo de Molnar—. Sentir aquí abajo cómo te mueres.

      —¿Y qué tengo que hacer para morirme?

      —Tú, nada. Lo hará mi amigo.

      Sanofevich sacó su cuchillo y lo apoyó en la garganta de Molnar.

      —Un tajo ligero, tibio, que no haga daño —pidió Nadia.

      Sanofevich hizo un corte fino y largo, de lado a lado, dejando un hilo, menos que un hilo, un pelo rojo en la piel del que iba a morir, y devolvió la hoja al punto de partida. Era una especie de esquema, de proyecto de final.

      —Hijo de puta —dijo Molnar—. Me va a matar de verdad.

      —Claro —confirmó Nadia—. ¿Qué pasa? ¿Ya no sientes mi mano?

      —¿Qué quieres que sienta?

      —No sé. Vamos a cortar un poco más, a ver qué pasa.

      Esta vez, Sanofevich no movió el arma: simplemente, apretó. Empezó a caer sangre sobre la camisa de Molnar y sobre el brazo de su asesino.

      Nadia apartó la mano de la bragueta del hombre.

      —¡Pobre asqueroso! —protestó, secándose los dedos en la manga de Molnar—. ¿No se te ocurre nada mejor que mearte? ¡Esto no es una broma! ¡Es tu muerte!

      —Por eso me he meado —se defendió todavía el otro.

      —¡Qué muerte más triste! —lamentó ella, cogiéndole la mano y mirándole a los ojos—. ¿No te irá a pasar nada peor? Esperaba más de ti.

      —No puedo más.

      —¡Sanofevich! ¡Acaba!

      Sanofevich cortó a fondo, siguiendo el trazo del principio.

      Nadia sintió la muerte de Molnar en la mano, en el apretón inútil y casi cariñoso del agónico, y la entrevió en sus ojos, que se mantuvieron encendidos un instante más. Pero no la percibió en su plenitud: comprendió que el horror verdadero, consciente, doloroso, se diluía a veces en el miedo vulgar, que oscurece el entendimiento, relaja los esfínteres y pudre el carácter. Habría que seguir haciéndolo: en algunas ocasiones, seguramente excepcionales, darían con quien supiese morir, y en otras, la mayoría, se mancharían la ropa a cambio de nada.

      Nadia bajó del coche y echó a andar hacia la avenida más próxima, donde podría encontrar un taxi. Tal vez, en aquella época, aunque no fuese algo frecuente, una mujer pudiese andar sola por la calle. Buenos Aires era una ciudad segura.

      Sanofevich retornó al volante y se metió en la noche con el cadáver que nadie jamás encontraría.

      6

      Todo parece haber ido bien en aquella particular sociedad —una sociedad para el goce y, por tanto, un modo de pasión— hasta el momento en que a Nadia se le metió en la cabeza la idea, el sueño, el deseo —que debe de haber resumido y superado el conjunto de sus ideas, sueños y deseos anteriores—, la imperiosa, urgente necesidad de ver morir a Novak. Eso, al menos, fue lo que imaginó Stèfano Bardelli, mi padre, que no era escritor, sino un luthier, o violero, como él mismo prefería llamarse, por amor a un castellano que, no siendo su lengua materna, era de su elección y de su devoción, un violero que, a la vez que cortaba y pulía y lustraba maderas llenas de sonidos que durante largas temporadas sólo él conocía, aunque no los hubiese escuchado nunca, hacía constantemente lo que constantemente hacen los escritores: recordar historias y contarlas una vez y otra, cada una con leves variantes, repetidas una noche y la siguiente, pero la segunda vez con algún detalle añadido, dos o tres palabras, que daban nuevo sentido al relato, o a algún otro anterior, y abrían paso al que seguiría, que, por alejado y distinto que semejara ser, siempre guardaba cierto vínculo con los demás. Porque el alma que recordaba, imaginaba, componía y reorganizaba esas viejas materias era la misma.

      Stèfano Bardelli había llegado a la conclusión de que sólo por el deseo de Nadia podían haber terminado las cosas como terminaron: con el asesinato de los dos, de la mujer y de Novak, por Sanofevich, cuyas relaciones con la muerte eran tan concretas como poco realistas, y que se sintió desconcertado hasta la locura al enfrentarse a dos hechos tan contradictorios como el de que Novak le pagara para que él hiciera lo que Nadia le ordenase, y el de que ella le ordenase matar precisamente a Novak.

      El cuento así contado adquiría toda su entidad cuando uno se enteraba de qué era lo único que Sanofevich había dicho después de su detención, en presencia del juez y antes de que le enviaran al fin del mundo, a pagar por lo que fuese. Porque había sido detenido de inmediato, por los mismos policías que, en atención a sus acuerdos con Novak, le habían permitido actuar impunemente hasta entonces. Por esos mismos acuerdos, nadie habló nunca de los asesinatos anteriores, que no habían existido: algunos ciudadanos del imperio granruso habían emprendido viajes a sus tierras de origen, de los que no habían regresado: eran simples ausentes de los lugares que solían frecuentar, como definía esos casos la jerga policial: eran desaparecidos, y por los desaparecidos nadie tiene por qué preocuparse. Pero Sanofevich fue acusado del asesinato de Novak y de Nadia, cometido, según el juez y un cronista perezoso, por razones pasionales. Lo que él dijo, según recordaba Stèfano Bardelli, sin que se halle recogido con fidelidad en el acta del proceso por la escasa cualificación del intérprete del que se sirvió el tribunal, fue: «Hice lo que Nadia quería y lo que Novak hubiese querido, y, aunque no les cobré por el favor, me sentí bien al final».

      Las cárceles de Buenos Aires estaban llenas, Sanofevich no tenía familia que le visitara y un doble asesinato requería un castigo ejemplar. La condena era a cadena perpetua, pero el lugar en que debía cumplirse, el penal de Ushuaia, a miles de kilómetros al sur de Buenos Aires, en la Tierra del Fuego, donde el continente americano se acaba, y se anuncia, en los bloques de hielo flotantes, la Antártida, la convertía de hecho en pena capital. Ushuaia era entonces, y sigue siéndolo ahora, el establecimiento humano más austral del mundo. A mediados del siglo XX apenas si pasaba de las mil almas. Fundada hacia 1860 por misioneros anglicanos en un espacio árido y helado en el que sólo de tanto en tanto se veía alguno de los escasísimos indios de la región, el último de los cuales murió en 1975, el lugar no tenía más historia que la de la cárcel.

      Nadie escapaba del penal de Ushuaia. No porque los guardianes fueran numerosos ni estuviesen excepcionalmente armados, ni porque fuesen muy celosos de su deber o se mantuvieran alerta día y noche sino porque, de los que alguna vez habían salido de la prisión por su propio pie, con la pretensión de alcanzar la libertad atravesando el páramo infinito, nunca se había vuelto a saber: la gente se desorientaba, enloquecía de miseria, era devorada por el frío, perdía el corazón en un curso de agua. Para comer, había que cazar o pescar. ¿Y cuánto tiempo puede andar un hombre por ese aire gélido, con poca ropa y el viento en la cara? ¿Cuántos segundos se sobrevive a la inmersión en esas temperaturas despiadadas? Sanofevich sabía todo eso mejor que cualquiera de sus compañeros de castigo: cuando aún se llamaba de otra manera, cuando su nombre era aquel que no deseaba recordar, había conocido Siberia, había sido enviado a Siberia, y había salido de Siberia andando, nadando, y creía recordar que hasta volando. Y en Siberia hacía aún más frío que en Tierra del Fuego. Aunque Siberia estaba en el continente y Ushuaia sólo se relacionaba con el mundo por el barco del presidio: no vería otra nave hasta el estrecho de Magallanes. Y aunque a Siberia había llegado él, cuando aún no era Sanofevich, con más abrigo que a Ushuaia. Había llegado vestido


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