Azul profundo. Raúl Ariel Victoriano

Azul profundo - Raúl Ariel Victoriano


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en una ensoñación el bote se hamacaba en medio de la llovizna; la llovizna arreciaba al capricho de las nubes; las nubes del otoño llevaban al suicidio a los enormes pájaros de alas grises.

      «Juana, no te vayas», murmuró. La frase rumiada durante el día pudo haber tenido el poder de persuasión de las palabras de un monje o un mago, pero no, algo en él había fallado al enunciarlas, empeñado en elevar el ruego interior ante la fatalidad de la muerte. Antonio miró con desolación cómo aumentaba la velocidad del agua, arrastrando amplias manchas de camalotes, y no entendió qué hacía él ahí mojándose como un idiota.

      Quitó la soga de amarre dejando al bote a merced de la corriente. Y luego, solo, parado firme encima de las tablas de la plataforma, fundió los pensamientos, puestos en Juana y en el espíritu del río, armando un alboroto de recuerdos que le sacudieron el alma.

      Por momentos saltaba, eufórico, y por momentos los músculos perdían tonicidad. Los brazos rotaban flojos colgados desde los hombros y en un instante de alucinación fantaseó: los tarascones del cáncer habían detenido la locura de las células exánimes de su mujer. Imaginó el rostro sin vida sonriendo con alivio sobre la almohada. Sintió la gratificación en ese pensamiento de consuelo y eso le bastó para notarse pleno.

      Se sentó en el borde del muelle con las piernas colgando y las suelas de las botas casi rozando el agua. La correntada se deslizaba con rapidez, como si tuviese que llegar a un sitio preciso y a una hora exacta. El aire acechaba en calma. Con un mínimo balanceo los álamos de la costa se mantenían verticales mientras Juana se liberaba del suplicio de la carne. Entonces Antonio, sin demora, se inclinó al modo de quien se dispone a rezar, y dejó caer el cuerpo en lenta rotación hacia adelante buscando en lo profundo la completa intimidad del río.

EL BAILE DE LOS DEMONIOS

      Cuando internaron por última vez a la madre de Julieta, alguien de la familia aventuró un dictamen improvisado acerca de la evidente similitud de carácter entre ambas: la mirada hacia la nada, la tendencia a la soledad, la reducción de atenciones al propio cuerpo llevadas al límite de lo esencial, por ejemplo, el aseo cotidiano. A los oídos de pocos o de casi nadie llegó ese comentario y es seguro que la misma Julieta no olvidó jamás el sonido de las palabras humillantes en el aire de la mañana clara.

      Comenzó, con la rutina de cortarse, a escondidas y en el baño. En ocasiones, ese acto privado caía en el olvido y ella descubría con sorpresa las heridas que no podría justificar si su hermana la veía desnuda. Rasgaba líneas en su piel a la altura de las axilas, al inicio de la curvatura de los senos. Al terminar se ponía en cuclillas y con un paño húmedo borraba, primero las salpicaduras en la tabla del inodoro, y luego los trazos de sangre dibujados con los dedos sobre el vidrio del botiquín. Por la noche, al recordar el denigrante rito de los tajos, las lágrimas le caían por el cuello hasta mojarle el corpiño.

      Los días de Julieta flotaban.

      Al fregar las baldosas, al vigilar la cocción de las verduras, al repasar las tareas de la facultad, inevitablemente los pensamientos rotaban en un torbellino empecinado en conducirla a la evaporación de la memoria.

      Lamentaba barrer el dormitorio. En una ocasión, sin dejar de sostener el vaivén del palo de la escoba, desvió la mirada al cruzar por delante de la fotografía de una mamá con el bebé en brazos. Le costó recordarse a sí misma como esa beba feliz. Con tenacidad, el retrato triplicó su peso en el soporte, las maderas del mueble de roble se combaron, una de las patas vencidas se hincó en el piso y el aserrín de los años cayó en las rendijas de los cajones.

      El espíritu de su madre aún vagaba por la habitación, en los aromas de los frascos de perfumes a medio usar, en los estuches de la cómoda, en el aire tembloroso de recuerdos. Julieta no se animaba a revolver. Pero atraída por lo extraño, ese día perdió el temor de abrir el ropero y en un impulso irracional se adueñó de la blusa de su madre —se podría decir que tuvo la sensación de cometer nada menos que un robo— y mantuvo la prenda escondida durante una semana debajo de la almohada y envuelta en una funda blanca.

      Sintió algo turbador en la posesión; la conmovió el roce áspero al deslizar la mejilla contra los bordados verdes del escote; se deslumbró al ver de cerca los pétalos de las flores amarillas estampadas en la tela; percibió un detalle raro o alguna señal irreconocible, misteriosa. Estas sensaciones, quien sabe por qué, la llevaron a pensar en la internación de su madre en el psiquiátrico, en los motivos del horrendo disimulo con el cual su padre evitaba echar luz acerca del asunto.

      A solas en la casa, Julieta vio las aureolas del tiempo en las vigas del techo y prefirió salir. El terreno en el cual se alzaba la vivienda era largo y el fondo daba al río. Aspiró con alivio. Al llegar allí recibió con extremo agrado el golpe de los colores de la claridad otoñal, escuchó con atención el chapoteo en los pilotes del muelle y se afligió por la brisa atascada en las copas de los árboles, en la pena de la enramada susurrante.

      Observó su imagen en el agua y lo que el río le devolvió fue la forma del rostro, un rostro de rasgos agudos y labios afinados. Le habló al río y de la superficie plana regresó una voz cascada, una voz de nueces golpeándose entre sí dentro de una canasta, o de hojas crujiendo. Fue un diálogo incierto. La voz retornó desde el espejo líquido a ofrecerle una caricia marchita con la humedad del aliento.

      Llevaba puesta la blusa «robada». Con la vista inmóvil en la postura incómoda de los brazos en ángulo recto vio arrugas en la zona de los codos —plegados por debajo de la tela—, reparó en las mangas tapando las muñecas y entonces pensó en cintas de raso, en hilvanes y costuras, pues el talle era demasiado holgado. Lo sabía desde antes de fijar la atención en la blusa ajena, la blusa de su madre, y lo corroboró en la floja imagen reflejada en el río. Y se irritó. Imaginó troncos muertos y a pesar del desaliento desplegó una defensa de murallas silenciosas y no pudo detener la furia del arrebato interno.

      Por eso tiró con disgusto piedras al agua.

      Y después, una vez sosegado el movimiento, bajo la melancólica inclinación de los rayos del sol, en la superficie plateada se compuso la armonía de su propia figura de huesos magros, esa que la hacía asemejarse a ella, a su madre, tan menuda, tan distante, tan loca.

      Julieta se puso seria.

      Sin separarse mucho de la orilla se tumbó boca arriba en la hierba, a pensar en lo interminable de ese día, si alguien no la llamaba desde la puerta trasera de la casa para darle un abrazo.

      No bien se casó, su hermana se fue a vivir a un pueblo del sur del país, pegado a la cordillera. Quizás la distancia influyó y el vínculo se redujo al mínimo: ella, desde tan lejos, demostraba poco interés por los asuntos de la familia y dejaba pasar, sin preocuparse, períodos demasiado prolongados entre contacto y contacto.

      Mientras tanto, con trabajo a doble jornada a fin de solventar los gastos, la hosquedad del padre crecía. En la frente se le notaba la oscuridad de una tormenta. Atribulado y débil de espíritu, llegaba tarde al hogar y prestaba poca atención a la hija. Comía apurado y luego se retiraba al dormitorio.

      Al estar siempre ocupado, las ausencias se extendían, se alargaban, deambulando de residencia en residencia, de médico en médico, y, además, su ánimo mermaba ante la creciente virulencia de la enfermedad de su esposa. En una oportunidad ella se escapó del instituto en donde permanecía internada y debieron recurrir a la policía para encontrarla.

      El estado emocional del padre era una luz cansada, un lugar carente de sentido y esperanza. Dentro de la casa, los pasos se asfixiaban en el ambiente mortecino del cuarto: opaco, extraño, sin días ni noches. Convertido en un hombre de presencia incierta su voz era un solfeo de registro bajo y el alma un dolor rígido, casi en ruinas.

      Por otra parte, poco a poco, se afirmaba en el interior de Julieta la frecuencia con la cual le parecía ver con alguna nitidez a personas que no eran y objetos que no existían.

      Empezó a comer menos.

      Le daba repulsión la comida y se esmeraba en esfuerzos por camuflar ese rechazo delante de su padre. Y él tampoco se dio cuenta y por eso no le preguntó,


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