Azul profundo. Raúl Ariel Victoriano

Azul profundo - Raúl Ariel Victoriano


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pasaron muchas cosas. Por momentos, en la intimidad yo metía la cabeza en mi callada respiración y me aislaba en la vanidad de mi mundo. Pero en las noches de los altares del sexo al otro lado de la sábana asomaba el deseo en las estrellas de tu mirada. Yo saltaba el cerco, la cama se volvía angosta, tu excitación se alzaba a punto de volar y gritabas y suplicabas como si te estuviesen colocando agujas debajo de las uñas. Sobre todo, pasó eso, jamás dejaste de ofrecerme, despojada de deshonra, tu fecunda limosna de mujer.

      ¿Y ahora?

      Y ahora, a pesar del esfuerzo por no mentirme, se me hacía difícil olvidar los reproches y las exigencias, las locuras y los desplantes. Saciada el hambre vulgar de la carne, al menos a mí, me dolía rememorar las horas de mirarnos a los ojos, día y noche, para terminar en este final triste. No hallaba la forma de eclipsar esta verdad tan amarga.

      En eso pensaba.

      Con el sistema nervioso alterado caminaba por impulsos, me detenía de repente, me sentía desamparado: un perro idiota mordiéndose la cola por la falta de tu abrazo en medio de la ausencia. El enamoramiento es el veneno de los imbéciles. Yo había bebido ese líquido tramposo en busca de consuelo y deformaba las emociones con la lupa miope de los tontos. Por eso traté de serenarme alineando la acción con pensamientos serios, y a partir de ahí recuperé el umbral de coherencia a fin de tomar decisiones acertadas, sacar conclusiones, darme tiempo, planificar la sanación, no perder el norte de la rosa de los vientos ni la orientación de mis propósitos.

      Respiré profundamente.

      La verdad es que no deseaba perderte.

      ¿Pero, podía regresar a tu casa, tras el rotundo fracaso? No. ¿Por qué, entonces, me aferraba a esa ilusión tan débil? ¿Dónde había fallado? ¿Y si la ruptura había sido simplemente un impulso equivocado de tu parte? Quizás podrías revisar tus sentimientos y arrepentirte, aunque pensándolo bien, era improbable porque en tu corazón crecía una montaña de reclamos. Y yo, por supuesto, no me iba a arrastrar, ni a ponerme de rodillas, ni rogarte una miseria de cariño.

      En medio de estas cavilaciones llegué a la avenida principal: despoblada, penosa, un franja enferma echada en el hastío.

      Delante de mí apareció la pensión de mala muerte que no iba a olvidar jamás. Un gran ventanal sucio y un letrero apenas iluminado colgando por encima de la entrada. Sin dinero para lujos y dado el precio conveniente de la renta me apresuré a pagar la noche por adelantado. No había traído reloj y la encargada lo solucionó con eficiencia: me llamarían a las ocho a la habitación. Ni siquiera me desvestí. Caí desplomado sobre la frazada rota vencido por el tremendo cansancio.

      A la madrugada me desperté envuelto en una pesadilla de monstruos pegajosos. En vano me empeñaba en quitar de mi piel las huellas viscosas de los caracoles gigantes: no tenía conciencia, se trataba de mi propia transpiración debida al miedo y a la angustia. Con un susto terrible y la lengua seca opté por abandonar el calor de las cobijas aprovechando lo único decente del albergue precario. Giré la llave de la ducha y, luego de un siglo, un chorro generoso de agua caliente salió del caño empotrado en la pared cubierta de moho. Pasé un tiempo interminable enjabonándome con la esponja. Después me sequé con parsimonia mirando con desconfianza la toalla desteñida. Por fin, ya recuperado, y a pesar de ser muy temprano, me vestí con la misma ropa usada el día previo y bajé.

      En un rincón del recibidor de entrada dejé la valija y salí con una consigna: a las diez volvería a buscarla y me iría de este lugar. Mudar de escenario suele ser útil para inhumar los insensatos sueños de amor. Una vez afuera pensé con desgano en sacar un pasaje en micro, pero no lo hice. Sin claridad, en mi cabeza se entremezclaban imágenes difusas y no conseguía limpiar las dudas por ningún lado, desgastándome en vacilaciones.

      Un viejo se detuvo en la esquina. En un gesto confuso miró a ambos lados. Pareció dudar. Le temblaban las rodillas en las piernas encorvadas. Quizás a su edad la tontería de cruzar la calle fuese una decisión compleja. Para colmo lo hizo tambalear una ráfaga helada que golpeó contra el cordón del asfalto, pasó por arriba de los charcos acumulados e hizo temblar el reflejo invertido de la escalera de incendio sobre la superficie del agua. El anciano apretó el sombrero para que no se le volara y a medias se animó a adelantar la pierna. Se ayudó con el bastón negro, como apoyo adicional a fin de aumentar el equilibrio de su estructura frágil.

      Me demoré observándolo con curiosidad.

      Después alcé la frente al cielo y vi las nubes corriendo y alejándose por los tejados del pasaje hediondo donde se refugiaban los cirujas. El hueco celeste se agrandaba a tientas, poco a poco, apuntando al sur por encima de las azoteas de las casas bajas. Se iba a despejar en cualquier momento y el sol derretiría pronto las pocas manchas de nieve colgadas de los frisos o presas en los zócalos de los negocios, incluso el montículo acumulado en el alfeizar de tu ventana, la de tu pieza —donde habíamos pasado la noche juntos—, y se diluirían en chorreaduras más o menos verticales.

      Me faltaba abrigo en un día tan duro.

      Entonces, en busca de algo caliente crucé en diagonal hacia el bar y por no esquivar los charcos de barro me manché los pantalones y me ensucié las botas, pero mi estado de ánimo no alcanzó a darle importancia. El viento no cesaba de soplar con ese aliento maligno, raro, por acá no había bosques oscuros donde el aire pudiese descansar, sólo silencios de escarcha, tierra fangosa, capas de hielo, huidas súbitas, postigos golpeando con todas sus fuerzas a un minuto de romperse.

      Cerré las solapas de la campera de un tirón y entré sin preocuparme por entornar la puerta. Adentro había poca gente y hacía tanto frío como afuera. En mesas separadas, una en cada extremo del local, dos hombres callados rompían el encierro con la mirada turbia. Solitarios, trasnochados, vagabundos hartos o campesinos brutos. Un cortado fuerte con un vaso chico de ginebra me despabilaría un poco.

      Con las manos en los bolsillos, ya sentado, estiré las piernas y seguí pensando en vos. Un mantra pegajoso giraba dentro mío y tu imagen marrón se replicó en cascada al infinito. No era la lejanía de tu cuerpo el motivo de mi angustia, sino la privación de la nitidez de tu semblante puro en la penumbra del cuarto, y también, tu actitud en medio de la última noche cuando luego de quitar la música apagaste el velador y me dijiste hasta mañana y te tapaste con el borde de la manta. ¿Cuál fue la expresión de tu rostro, por qué no me lo quisiste mostrar?

      El mozo dejó todo en la mesa y puso el ticket debajo del vaso; un rulo efímero se desprendió del pocillo; detrás del vidrio mojado el pasaje era un hoyo rancio, desnudo. Tomé el sobre de azúcar con las uñas y lo sacudí sin abrirlo y revolví y revolví y revolví antes de tragar el sorbo caliente. Con el sabor dulce en el paladar, en la atmósfera destemplada del recinto nuevamente me atrapó el espiral de tu recuerdo, y me clavó su astilla, por eso bebí de un golpe la primera ginebra. Más tarde siguieron otras. De nada valió la pena tanta bebida, de nada pensar en estúpidas ideas trágicas, de nada romperme los sesos engañando a la amargura con alguna artimaña. Y terminé mal: me sacaron del bar a los empujones, casi borracho. Apoyé una mano contra la pared, llegué a la esquina y cuando escarbé en los bolsillos me di cuenta: no tenía dinero.

      Recordé el trozo de niebla púrpura flotando en la banqueta del rincón agradable de tu dormitorio, mientras la cantante de blues, en lo alto, soltaba la rapiña de su ave negra. La melodía repetida sofocaba. El aire se puso pegajoso con la voz grave surgida de las profundidades, entonando la letra tonta de la historia absurda, y el sonido del bajo no paraba golpear en la membrana del parlante. ¿Por qué anoche te levantabas a poner una y otra vez esa canción? y luego volvías a colocar la cabeza en la almohada dándome la espalda con los labios en blanco. Y yo debía tolerar el estúpido martilleo de la frase del estribillo repetido por el aliento de la mujer desenfadada, el tipo de mujer capaz de avivar los nervios de un hombre débil —un infeliz cualquiera— y jugar con él, como si se tratara de un trapo inútil, sin que a ella se le quebrara una uña.

      Pensé en la valija. ¿Dónde estaba? Ah…, sí, en el recibidor mugriento del hotel. Traté de componerme a fin de caminar derecho disimulando los efectos del alcohol. Desde la puerta, a través del vidrio,


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