Azul profundo. Raúl Ariel Victoriano

Azul profundo - Raúl Ariel Victoriano


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ante la pérdida de peso, ella encontró la fascinación de contemplarse a sí misma en la rada tranquila, en el fondo de la vivienda. Por entonces la temperatura de los músculos, en apariencia, había descendido. Eso la condujo a soñar con convertirse en pez y reparó en la forma chata de su cuerpo y en las aletas ventrales ya crecidas y pudo concebir la seducción del silencio en la profundidad del agua. Llegada a ese punto se sentó sobre el pasto de la barranca suave, con las piernas apretadas contra el pecho, a fin de suspender la tentación de sumergirse en el río.

      Con el correr del tiempo la nitidez de los recuerdos se diluía en una palidez sofocante: equivocaba los nombres de las personas con facilidad; confundía las fechas de los calendarios; dejaba papelitos escritos con la lista de compras de la verdulería adheridos en la heladera o enganchados en el crucifijo, colgado en la pared de la pieza, torcido, por encima del respaldo de la cama.

      Por esa época fue cuando dejó de concurrir a las clases de la universidad. Desganada por completo, en las hojas de los exámenes de Literatura armaba párrafos incomprensibles para el ayudante de trabajos prácticos. La carpeta de apuntes de Gramática lucía repleta de jeroglíficos y tenía notas bajas en todas las materias.

      Se encerró en la pieza y se acostó.

      Pasaba días sin comer ni bañarse. A veces retiraba las cobijas impregnadas por el olor insoportable de su mismo cuerpo y, aplastada contra el suelo, reptaba haciendo un circuito ovalado en la alfombra hasta arrancarle sangre a las rodillas. Sufría y callaba.

      Un día, al comienzo de los cielos azules de octubre, en la penumbra del cuarto, adoptó la rutina de quitarse la ropa. Y se acostumbró. Posaba desnuda frente al espejo. Con el abultado tomo de la Biblia arriba de la cabeza hacía equilibrio desplegando los brazos, disfrutando de la delgadez andrógina. No bien se hartaba del baile, con una pinza de depilar tiraba de los pezones rosados y se arrancaba el vello dorado del pubis. Y cuando también se hastiaba de eso, se pasaba el peine de acero por la melena sucia hasta hacerse daño.

      Y todo lo ejecutaba a puertas cerradas. Después de trabar las fallebas de las persianas, apagando y encendiendo la lámpara del velador en arrebatos frenéticos, quedaba absorta ante los juegos ópticos de las partículas de polvo iluminadas por las filtraciones diurnas del sol, en una absoluta, infinita, y dolorosa soledad. Por otra parte, sin saberlo ella, en el silencio del cerebro se comenzaba a organizar la fase aguda de los síntomas de la perversa enfermedad procedente de la rama materna de la familia.

      Julieta se desbarrancaba.

      Podría haber seguido así, inventando actividades extrañas, pero se entregó a la farsa de la imitación siguiendo el comportamiento pulcro de la gente normal. Sin embargo, fue una etapa fugaz: sus ojos la desmentían en la rígida impostura. El habla se le acotó en una especie de huelga verbal. Los únicos susurros para quienes estuvo dispuesta de ahí en adelante se los ofreció a sí misma y al río, a escondidas, entre los arbustos, a la orilla del agua, donde se reflejaba un rostro comprensivo de rasgos agudos y labios afinados, con quien podía dialogar como si de ella misma se tratase.

      En ocasiones, presentía el acecho de alguien a sus espaldas.

      Pero… ¿Quién?

      Su padre no se atrevía a ver más allá de la realidad de las cosas, no deseaba conocer el maravilloso mundo en el cual había personas que no eran y objetos que no existían. Si su madre estuviera con ella, entonces sí, hubiesen podido compartir el instante mágico de la fractura de los planos, cuando a través del clivaje de la atmósfera púrpura del crepúsculo salen los demonios a bailar sobre el río.

      Una noche sin luna, al lado del entablonado de la rada, bajo el tremendo silencio de los ceibos, en la profunda oscuridad del corazón vegetal, en el hueco atrapado dentro del follaje húmedo, se hicieron presentes las sombras de unas grandes plantas trepadoras que se aferraron a las ramas, exprimiendo la última gota de rocío en un desesperado apretón de ternura.

      En lo alto, por el espacio abierto, encima de la corriente serena del agua, pasó rasante el lúgubre presagio del vuelo ciego de los murciélagos desordenando el aire.

      Adentro de la vivienda, en cambio, las cosas esperaban quietas: una gran lámpara de pie, el aparador de algarrobo, el florero triste, los tomos callados de la biblioteca, las cortinas mudas tocando el piso, la fuente de mimbre colmada de manzanas y limones, los tirantes vencidos del techo. La demora pesaba más con la iluminación tenue. Los objetos íntimos aguardaban en la intrascendencia.

      Una liviana esponja de humo remoloneaba alrededor de la comida servida en cada plato cuando el padre se sentó en la cabecera.

      Julieta le habló adelantando los hombros, alzando los párpados:

      —¡Qué sorpresa! La trajiste a mamá.

      La bruma densa en la frente del padre se difuminó, los labios apenas se despegaron:

      —¿Cómo?... No te entiendo, Juli.

      Julieta apuntó con el índice hacia un punto indefinido por encima de la cabeza del padre y repitió la afirmación:

      —La trajiste a mamá… Está detrás tuyo.

      El hombre no se levantó, se puso tenso y dejó la cuchara al lado de la servilleta.

      Giró.

      Miró a un lado.

      Y a otro.

      Luego se volvió.

      Balbuceando.

      Aterrado.

      —¿Dónde, Juli?... ¿Dónde?

AZUL PROFUNDO

      Los vagabundos, quienes duermen a la luz de la luna sin otro resguardo encima, tendidos sobre un soporte de hojas de otoño a descansar los huesos, por lo común, no abrigan la dicha de algún sueño por cumplir, ni tampoco aspiran a una larga existencia. A pesar de no ser mi caso me faltaba una meta auténtica, un entusiasmo. No podía seguir así, de ciudad en ciudad, en ocupaciones estériles, de paso por lugares tristes, tan semejantes.

      Al principio a vos te gustó la idea de irte conmigo y salir de este barrio del demonio, pero fui demasiado sincero al responderte. Yo no podría asegurar el sustento de ambos. Cuando dije esto te cambió la cara y ahí empezó el fin de nuestra relación. Las paredes azules se alejaron henchidas por un suspiro precavido, el techo de la sala se sostuvo en suspenso.

      —Andate —dijiste—, es mejor si no volvemos a vernos.

      Estábamos en pleno desayuno y tu aliento olía a café.

      Por la tarde junté la ropa, las fotos, los documentos, la billetera. Al partir quise darte un beso, pero tu postura me impedía acercarme: de brazos cruzados, apoyada en la pared, casi interrumpiéndome el paso, fría como una espiga de hielo. Entonces salí esquivándote, y con el temor a tropezar con tus ojos pasé de costado por el resquicio de la puerta entornada de la casa, acarreando mis escasas pertenencias embrolladas dentro de la valija.

      De pie, en medio de la vereda, con la vista puesta en cualquier lado, no supe muy bien a dónde ir ni qué hacer después de la separación y sin querer desplegué una enumeración apresurada de los mejores momentos: tus dedos flacos dibujando en la humedad del vidrio desde la cama revuelta; restos de infancia en las pupilas claras, desafiantes; el rostro lúcido y atento, eliminando la mueca triste cargada de pasado; el placer de vestir tu cuerpo desnudo con mi camisa de hombre; el largo peinado hacia atrás sujeto en la nuca por un rodete interminable. Debía ordenar las ideas, ideas rotas por evocaciones pesarosas.

      Me puse a pensar en eso y comencé a caminar.

      En nuestro primer encuentro me había impresionado tu silueta esbelta, de hombros rotos en suave pendiente, cortados por los reflejos de la lámpara del bar. Parecías una estatua frágil a punto de hacerse trizas con un codazo de aire, necesitada de apoyarse en algo, algo similar a mi mirada firme.

      Sin embargo, luego de un tiempo compartiendo tus días, el perfil ingenuo se tornó ilusorio, pues observándote mejor, incluso de lejos, descubrí el duro


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