Azul profundo. Raúl Ariel Victoriano
terminara de restaurarme.
Y, entonces, te vi.
Cruzaste hasta el extremo del vestíbulo miserable donde te esperaba un tipo con cara de amargado, barbudo y desprolijo, seguramente soltero, uno de esos habitantes rústicos de las casas de chapa arrinconadas contra el riachuelo pestilente. Casi sin conversar se fueron juntos hacia las habitaciones, por el pasillo, y los perdí de vista, pero la curiosidad me hizo esperar en mi posición de privilegio. Pasada media hora repetiste la operación con un gordo vestido de gris, con pinta de camionero. De la duda pasé a la sospecha. La presunción me irritó y apreté las mandíbulas. El barrigón tardó otro tanto en dejar el lugar y no bien su figura bamboleante se volvió borrosa perdiéndose por el fondo oxidado de la avenida, vos saliste cambiada de ropa, más informal.
Y, entonces, vi al viejo.
De inmediato tuve un presentimiento: ¿Se trataba de alguien parecido? Me pregunté si esta no sería una copia mejorada de quien andaba por el pueblo con la peculiaridad de detenerse temblando antes de cruzar la calle. O si aquel podría ser su hermano gemelo, bajo y deforme. Pero no, sin duda este sujeto era el anciano enclenque de nariz ganchuda. Aquí, despojado del disfraz, lucía alto, erguido, irreconocible, sabía mostrar su traje con elegancia, agitar los brazos, soltar el humo del habano.
Se podía intuir, además, cómo te ponía a prueba con el sometimiento de su mirada muerta, fingiendo opulencia, hasta que vos le cedías el último centavo y de golpe la plata caía en el bolsillo de su saco, tan profundo como un lago de goma. Encima, bostezaba con indiferencia ante tu balbuceo, al confesar tus culpas de novia cautiva.
Sí, era él.
Se trataba del mismo tipo raquítico, a quien por la mañana yo había visto cruzar la calle y ahora, en la antesala, se había acercado a conversar animadamente con vos. Si no fuera por el bastón no lo habría reconocido. ¿Qué hacían juntos? ¿Se conocían? Los vi: le entregaste el sobre y el viejo desapareció por una de las puertas laterales.
Después cruzaste algunas palabras con la encargada y saliste del maldito hotel. Yo miraba el escaparate de la tienda semejando a un terrorista previendo un atentado, de espaldas, ante la inminencia de la explosión. Y desde el reflejo del vidrio analicé el andar de tu silueta. Recatado y furibundo, atento e infame, cauteloso, un cuervo negro, un lobo reteniendo el aullido. Cuando ya te habías alejado lo suficiente te seguí y no lo notaste. A cada pisada el cuero de mis botas crujía soltando cascabeles; yo le rogaba a Dios pidiendo algodones.
El barrio es minúsculo: un botón, un tarro de azafrán, una moneda.
Del centro a la periferia hay un trecho corto: se puede hacer a pie; el tendido de los cables telefónicos se vuelve caótico; los postes de alumbrado pierden la vertical; la basura pudre el aire y pica en la nariz. Los márgenes son abyectos, las calzadas se estrechan, en las baldosas se mezclan los orines, se mira a los desconocidos con desprecio. Yo no sobresalgo, tengo el aspecto de estar hecho de una madera similar, con un olor parecido al de los canallas.
Las fieras suelen otear el peligro en los sudores extraños, por eso en el camino me deshice de la valija con mi ropa limpia, en un recoveco o en un baldío desolado, no me acuerdo bien. Después, con las manos libres, me pude mover con agilidad hasta alcanzarte. Te tomé del brazo y en uno de esos vericuetos escondidos te obligué a confesar tu relación con esa gente —los que entraban y salían de la pensión— y logré saber cuál era tu vínculo con el viejo:
—El oficio de las pecadoras —dijiste con ironía, casi burlándote de mí—. Él me «cuida». En esta cloaca se necesita un hombre protector para trabajar con seguridad.
Mirá vos que interesante. Pero las circunstancias de la vida son imprevisibles: vos, acorralada, elegiste la franqueza; yo, luego de oír tus excusas, no tuve alternativa. Te abrí la panza con la navaja —de la ingle al esternón— y escondí tu cuerpo entre los pastos, con las tripas afuera de modo que, despacito, se lo comieran las ratas, empezando justamente por ahí, por el relleno blando.
Desde el principio debiste haber sido sincera conmigo. Así como la mentira puede esconderse en el silencio, la periferia tiene su lado discreto. Si se comete un crimen nadie ve, nadie oye, nadie habla. Azul profundo, le dicen. Eso sí, a la larga, uno pasa a ser un integrante del cosmos de remeras agujereadas y oficios indecentes. Por eso me tuve que cargar también al viejo. Debía ganarme el respeto. Ahora yo uso el bastón negro y tengo mi propio harén de prostitutas. Vivo aquí y no quiero pensar en sacar un pasaje en micro e irme a cualquier parte como cuando estaba tan confundido, tan enamorado de vos.
Dado su carácter de hijo único, el Bolo, cumplidos ya los trece años, permanecía durante el día en la vivienda precaria, construida con lonas y palos, en medio del descampado, con el objeto de impedir con su presencia la ocupación del predio por otras personas.
No está claro si en su ya avanzada niñez había tomado conciencia de haber nacido en un asentamiento de los suburbios de Buenos Aires. Conocía, eso sí, la actividad de sus padres: eran cartoneros.
Ambos salían de madrugada rumbo a la Capital a revolver los tachos de basura en busca de cajas de cartón corrugado. Mientras transitaban las calles no faltaba ocasión en la cual solía acercarse al carro algún perro perdido, y a veces se le sumaban otros. Entonces, se ocupaban de agradarles el olfato con huesos o sobras de comida, para tentarlos a seguir el recorrido. De esa forma, al regreso de la jornada, traían al suburbio una riestra de animales, grandes y chicos, de razas mezcladas, negros, blancos, de todo pelaje, con la lengua afuera, como si arribaran contentos a una fiesta.
La madre se ponía a juntar los broches y a ordenar la ropa.
El padre estacionaba el carro y luego preparaba mate o se tiraba a descansar a fin de recuperar la energía consumida por el esfuerzo. Después, al languidecer el sol, organizaba la cena. Por lo general era necesario colocar en los guisos algo de carne. Entonces, en la plenitud de la tarde, partía hacia el arroyo. Adelante iba él, los perros perdidos detrás, y a una distancia prudencial los seguía el Bolo. Llegaban a la orilla despoblada, donde nadie podía verlos, y el padre hacía el trabajo: con certeros golpes de maza mataba a los animales y con paciencia encendía el fuego. Cuando las presas cocidas estaban a punto, con el cuchillo trozaba las partes buenas y lanzaba los restos al agua. Para no llamar la atención regresaba con la «vianda» adentro de la bolsa de arpillera colgada al hombro.
Al poco tiempo delegó en su hijo la responsabilidad de conducir a los perros y la tarea de cargar con la carne asada, pero el sacrificio de los animales siguió en sus manos: el chico se angustiaba hasta el llanto en el momento de la matanza y se tiraba al piso en medio de las convulsiones, lo cual complicaba todo.
Comprometido en su nueva labor, el Bolo se esmeró en aplicar en ella la poca inteligencia con la que la naturaleza lo había dotado, y por su notable cualidad de pocas luces, se aplicó en mejorar, ante la gente, la habilidad natural del disimulo; en especial se cuidaba de mantener con reserva los desplazamientos cerca del arroyo, deseaba ajustarse a las tablas de la moral de los vecinos, quienes sostenían, en alto grado, el derecho a la ocupación de terrenos y el derecho a la vida de las mascotas, pues siendo consideradas integrantes esenciales de sus hogares les daban tanta importancia como a su propia descendencia. Eran pobres, pero no desalmados.
Por eso los padres procedían con cautela. Se esmeraban en no proporcionar indicios acerca de la vinculación entre el muchacho y los perros perdidos. Los animales llegaban detrás del carro cartonero y al final del día desaparecían naturalmente, quizá de regreso a sus lugares de pertenencia, quién podría saberlo.
El Bolo fue creciendo con la misma parsimonia con la cual crecía el asentamiento hasta transformarse en un barrio modesto, pero respetable.
Con los beneficios de la reciente alimentación alta en proteínas, su familia fue espaciando el cartoneo. Ya no iban todos los días a recorrer el centro de la ciudad, elegían las comunas con contenedores de más posibilidades y se habían vuelto selectivos debido al desahogo que le daba la flamante provisión de alimentos. Por ese entonces se animaron incluso a clavar estacas en el terreno y comenzaron a tender piolines entre ellas y a cavar las zanjas de los