Azul profundo. Raúl Ariel Victoriano
enorme por encima del lomo y el cachorro estiró las orejas hacia atrás: le gustaba sentir el contacto de la piel humana. Le acarició el hocico y el perrito en vez de morderlo se mantuvo quieto, pero sin dejar de temblar. La persecución había sido de sólo una cuadra y el Bolo estaba terriblemente cansado.
Agitado por el trajín de sus piernas ulcerosas, se sentó en el cordón de la vereda. El perro se echó a su lado y le pasó la lengua húmeda por los dedos.
Parecían dos cirujas esperando que una limosna cayera del cielo.
Y no caía.
Sin embargo, ya habían recibido el envío divino sin darse cuenta. Se trataba de simples regalos espirituales.
Para el Bolo: la indulgencia de una compañía; la exclusiva gratitud a la cual podía aspirar. Pues la cualidad congénita, la condición de idiota, bloqueaba su acceso a las emociones complejas, por ejemplo, el amor o la amistad.
Para el cachorro: la concedida a los animales domesticados, la única permitida al destino de los perros perdidos, la de haber encontrado la calidez de una caricia.
Bastó sólo eso a fin de sostener la unión de ambos destinos, y así se mantuvieron en el suspenso del atardecer, como dos criaturas casi de la misma especie, mirando con la inocencia de los ojos ausentes el inmaculado paso del tiempo y el sencillo discurrir de las cosas.
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