La inquisición española. Miguel Jiménez Monteserín

La inquisición española - Miguel Jiménez Monteserín


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Ese mismo año 1978, en efecto, el danés Gustav Henningsen organizó a su vez en Skjoldnesholm, cerca de Copenhage, un «Simposium Interdisciplinar sobre la Inquisición Medieval y Moderna» cuyas actas saldrían a la luz en 1986 bajo el título The Inquisition in Early Modern Europe. Studies on Sources and Methods. Del mismo modo, en Francia, Bartolomé Bennassar publicaba al año siguiente con sus alumnos un libro (traducido al castellano en 1981) titulado L’Inquisition espagnole. XVe-XIXe siècle, lleno de sugerentes y novedosas perspectivas. Por fin recordaremos también el congreso organizado en octubre de 1981 por Armando Saitta que celebró sus sesiones en Roma y Nápoles.

      Los años ochenta fueron el gran momento de los estudios inquisitoriales. En 1982, de nuevo en la Universidad Menéndez Pelayo, J.A. Escudero volvía al tema con un curso dedicado a «La Inquisición y la censura», y en septiembre se organizaba en Sigüenza y Alcalá de Henares otro congreso cuyo tema rector era la Inquisición y el poder civil. El año siguiente se celebró, esta vez en Nueva York y organizado por Ángel Alcalá, un gran congreso cuyas actas publicaría en 1984 la editorial Ariel de Barcelona con el título Inquisición española y mentalidad inquisitorial. El evento que mejor plasma el éxito de la historia inquisitorial y su, por así decir, espectacular despliegue mediático y mundano, es sin duda la gran exposición patrocinada por el Ministerio de Cultura de octubre a diciembre de 1982 en el Palacio de Velázquez del Retiro de Madrid –exposición que ampliaba la primera que se había organizado sobre el tema en Cuenca con motivo del congreso al que ya he aludido– y que venía reforzada por una serie de conferencias dadas en el Archivo Histórico Nacional. Dos institutos vieron la luz entonces, el Centro de Estudios Inquisitoriales, dirigido por Joaquín Pérez Villanueva, y el Instituto de Historia de la Inquisición creado por J.A. Escudero, que a partir de 1991 iba a publicar en la Editorial Complutense la Revista de la Inquisición.

      A partir de esos años, los proyectos, los coloquios, las mesas redondas, los cursos, se han multiplicado a la par que las tesis universitarias y las publicaciones científicas cuya temática versa, directa o indirectamente, en la explotación de fondos inquisitoriales. Bastante expresiva de esta proliferación es la bibliografía de Van der Vekene –cuyos criterios amplísimos no vamos a discutir ahora– que ha pasado de reseñar 4.800 títulos en la edición de 1983 a poco más de 7.000 en la de 1992.2 De entre semejante mare magnum quisiera destacar la monumental Historia de la Inquisición en España y América, obra dirigida por J. Pérez Villanueva y B. Escandell Bonet (tres tomos publicados en 1984, 1993 y 2000) en la que colabora el equipo de jóvenes historiadores reunido por Pérez Villanueva y que representa un avance importante en relación con la más que centenaria y no menos monumental historia de H.C. Lea, todavía útil no obstante.

      Miguel Jiménez Monteserín formó parte desde un principio de este joven equipo, colaborando eficazmente en sus diversas actividades, ya desde el congreso y la exposición de Cuenca. Su Introducción a la Inquisición es pues otra cosa que la justificada publicación de un trabajo de investigación considerable pero circunscrito a un empeño erudito personal y aislado y representa, creo, una de las primeras y más decisivas manifestaciones de lo que ha sido la gran empresa llevada a cabo por un colectivo de historiadores empeñados en abordar de frente, sin sectarismos y con espíritu de reconciliación, el conocimiento de una de las instituciones más criticadas del pasado nacional, institución erigida en su momento por los autores de la leyenda negra antiespañola en el símbolo macizo de la intransigencia y el dogmatismo de la monarquía católica de El Escorial.

      En esta nueva edición, el autor ha agregado numerosos documentos importantes que completan útilmente la selección de la anterior publicación, con lo que el libro ha alcanzado una dimensión realmente considerable y constituye sin duda alguna la mayor recopilación de fuentes disponible sobre el tema en librerías. Citaré entre las nuevas incorporaciones o remodelaciones de contenidos el material relativo a la «Inquisición de Indias», los decretos de expulsión de judíos y moriscos, el capítulo sobre la censura de libros, el interesante trabajo sobre las instrucciones, el apartado sobre los edictos de fe, el edicto contra solicitantes, el edicto contra sodomitas con varios textos afines, el repertorio de cartas acordadas del cardenal Zapata y el sumario de cartas del Consejo, que consta de 730 entradas (estos dos últimos conjuntos son fundamentales tanto para situar en el tiempo las sucesivas campañas represivas de los tribunales como para adentrarse en su misma naturaleza). Otras fuentes ya presentes en la primera edición han recibido un tratamiento crítico, erudito y contextual mucho más extenso y profundizado. Desde este punto de vista, considero que la edición del Edicto de fe así como la del Orden de procesar que se guarda en el Santo Oficio, del notario del tribunal de Cuenca Pablo García, constituyen dos ejemplos de realizaciones ejemplares y definitivas de fuentes históricas.

      Ahora bien, ¿qué interés puede presentar, preguntará más de uno, la publicación de semejante cantidad de fuentes a estas alturas de la investigación inquisitorial? ¿No se sabe ya todo lo que se puede saber del Santo Oficio? No, no se sabe todo y yo veo por lo menos dos razones para poner nuevamente a disposición de los investigadores esta recopilación de fuentes.

      La primera estriba en una paradoja. El auge considerable que han conocido los estudios inquisitoriales a partir de los años 1980 y que en realidad, a pesar de un declive perceptible desde principios del actual siglo, no se ha desmentido todavía, ignora en gran medida lo más fundamental, que es la propia institución. Las fuentes inquisitoriales más solicitadas lo han sido para fijar la tipología, la volumetría y la cronología de la actividad de los tribunales, para estudiar principalmente las minorías étnicas y religiosas –judeoconversos y moriscos–, para penetrar en las realidades complejas de ciertas disidencias como las de los alumbrados, los «protestantes» o los masones. También se ha recurrido a ellas en busca de datos sobre tal o cual familia, tal escritor o tal personaje político. En suma, los fondos del Santo Oficio han servido para estudiar muchas cosas que en realidad le eran ajenas. Los investigadores han utilizado profusamente información sacada de unas fuentes determinadas –las relaciones de causas, los procesos y la correspondencia sobre todo– sin sentir la necesidad de conocer la naturaleza del emisor, su configuración, su personal, sus recursos, su desarrollo, su dinámica, su lugar dentro del juego de poderes de la monarquía polisinodial y su papel específico en el dispositivo político e ideológico de la monarquía católica, sus estrategias de comunicación, sus prioridades y su estilo. Estudios sobre uno u otro de los aspectos que acabamos de enumerar existen, incluso en gran número, pero cuando no son superficiales o demasiado sintéticos, son parciales y limitados en el espacio o en el tiempo o en ambos dominios. Las escasas monografías de tribunales concretos que se han publicado distan de aportar respuestas suficientes a propósito de estos temas y las fuentes por consultar –y más todavía, entender e interpretar correctamente– son todavía legión.

      La segunda razón es consecuencia de la anterior. La publicación del libro de Miguel Jiménez Monteserín me parece importante en la actualidad porque tanto los textos que figuran en él como las notas que los acompañan permiten alimentar eficazmente la reflexión sobre lo que algunos han llamado el «fenómeno inquisitorial», enfocándolo a partir de lo que desde mi punto de vista merece hoy en día mayor consideración, a saber, la problemática política –estratégica– cuyos contornos será útil que exponga a grandes rasgos a continuación, siguiendo y adaptando las reflexiones de varios especialistas.

      Frente a aquellos que quieren ver en la Inquisición un simple avatar o una variación –entre otras muchas que se han dado a lo largo del tiempo– de los dispositivos de propaganda de los gobernantes, a la vez que un instrumento de educación –cristianización, precisan algunos– del pueblo, punto de vista que banaliza el Santo Oficio al hacer de él algo así como una realización particular de un constituyente recurrente de nuestra civilización occidental, frente a esta lectura, pues, se trata de profundizar y prolongar la definición que dio Bennassar de la Inquisición como una institución política al servicio del Estado moderno, pero sin detenerse demasiado en la «pedagogía del miedo» o en la política de uniformización exigida por el Estado. Pienso, y no soy el único, que la Inquisición es efectivamente un instrumento político creado por los Reyes Católicos con el fin de confiarle una misión fundamental en el momento de llevar a cabo una política autoritaria y centralista


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