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Villanueva, Miguel Avilés y Bartolomé Escandell, que hicieron posible la celebración en 1978 del «congreso de Cuenca», cuyas actas aparecieron en 1980 con el título: La Inquisición Española. Nueva visión. Nuevos horizontes, la publicación de los tres tomos de la Historia de la Inquisición Española (1984-2002) y no consiguieron, por desgracia, que cuajase el proyecto de un ambicioso Centro de Estudios Inquisitoriales.
La desaparición de Editora Nacional impidió haber revisado el libro hace años. Hubo después un intento de reedición en la Universidad de Córdoba, fallido por mi parte, y ahora, gracias a la generosa amistad de los doctores José María y Enrique Cruselles, de la Universidad de Valencia, que muestran un encomiable y renovado interés hacia la historia del Santo Oficio y me han brindado la oportunidad de sumarme a su proyecto de investigación, se publica esta nueva edición corregida y aumentada, que ha contado además con la generosa ayuda financiera del equipo LLACS, centro de investigación perteneciente a la Universidad Paul Valery de Montpellier, dirigido por la profesora Anita González-Reymond.
Es muchísimo lo que han avanzado desde entonces los estudios acerca del Santo Oficio, gracias a lo cual, también ha mejorado en gran medida mi propio conocimiento del tema. Sin embargo y precisamente por ello, dado que, junto a muchísimas monografías, diversas en tamaño y calidad, tampoco faltan ahora las síntesis, como entonces, he renunciado a realizar ahora aquí ningún género de recapitulación bibliográfica. El libro y su propósito siguen siendo los mismos de antaño: ayudar a comprender la institución. Además de mejorar las transcripciones documentales y traducir varios textos, tan sólo he procurado en esta nueva edición aclarar algunas palabras o conceptos buscando las referencias implícitas o explícitas, de carácter teológico o jurídico, que se ofrecen, en un intento de acercar al interesado en el tema estos documentos ampliando, con las de otros, el eco de su voz propia.
No ha tenido mucha fortuna crítica este libro. Publicado en una editorial ligada aún al aparato institucional del Estado franquista, ya en sus estertores, tan sólo la prensa y radio todavía oficiales hicieron alguna reseña de él. Cierto es también que el profesor José María Díez Borque le dedicó una inesperada recensión encomiástica en el diario El País (13.XII.1981) mientras las revistas especializadas lo ignoraron. Con todo, evocando la ignaciana santa indiferencia a que hice alusión entonces, me cabe la satisfacción de pensar que, aun sin elogios ni críticas, mi trabajo de principiante haya podido sido útil, como me consta a partir de las citas de que ha sido objeto en muy numerosos trabajos de investigación, y confío en que, con las mejoras introducidas, lo siga siendo, después de superarse el remanso en que el tema inquisitorial se halla al presente.
La fuente principal de donde proceden la mayoría de los documentos transcritos ha seguido siendo el citado Archivo Diocesano de Cuenca y a sus responsables de ayer y a los actuales doy aquí las gracias por la ayuda prestada. Si bien el esquema inicial del libro se ha mantenido, me ha parecido útil incorporarle como aportación nueva sendas series de regestos documentales, realizados, a partir sobre todo de cartas acordadas dirigidas desde la Suprema al tribunal inquisitorial de Cuenca, por los propios oficiales de este. La intención es que puedan servir de guía, en la medida que la legislación inquisitorial permanece aún casi del todo inédita. Las introducciones a cada sección se han mantenido en lo sustancial.
La redacción, la relectura y la revisión de este libro llevan cada una la impronta de un momento de mi vida: el de la ilusión esperanzada ante un futuro inédito, la tribulación de un momento doloroso y la serenidad de quien, soslayada ya la ambición, mira atrás y no halla de qué envanecerse, bastante sí de qué arrepentirse y mucho que agradecer a la amistad y al amor. Quede este en la gozosa intimidad cotidiana, mientras rindo tributo a la antigua y fraterna amistad del profesor Rafael Carrasco que ha querido introducir ahora estas páginas remozadas.
Valdemoro de la Sierra, mayo de 2020
PREÁMBULO A LA PRIMERA EDICIÓN
El primero de noviembre de este año de 1978 se conmemora el quinto centenario del establecimiento del Santo Oficio de la Inquisición sobre los reinos que componían entonces el entramado político de la Monarquía Española recién unificada. Se trataba de una nueva versión del viejo Tribunal de la Fe, hasta entonces en manos sólo del papa, por medio de sus delegados los inquisidores extraordinarios, en colaboración formal con los obispos, el cual había venido disuadiendo a partir del siglo XII a los habitantes de la Europa occidental de cualquier intento de adoptar posiciones teóricas o actitudes éticas que divergieran de la ortodoxia lenta y trabajosamente fijada hasta entonces a golpe de herejía y condena.
La Cristiandad fue forjándose en sus primeros siglos al amparo del poder imperial, y hasta quizá podría decirse, sobre todo, merced al apoyo que este prestó a la ortodoxia al definir al hereje con una categoría penal. Es el tiempo en que la doctrina, elaborada con elecciones precisas a partir del testimonio de Pablo y los evangelistas, hubo de afrontar el expresarse en los términos filosóficos vigentes mostrando una presencia nueva de lo divino en el mundo a través de una encarnación difícilmente comprensible a partir de aquellos, dando paso al debate cristológico. Quebrada la unidad política, siguieron luego los obispos, depositarios reales en cada ciudad de un poder en ruptura abrupta, ofreciendo la defensa de la ortodoxia a los nuevos reinos bárbaros, en trámite de conversión al cristianismo católico sus élites, como un imprescindible elemento de cohesión social. Los siglos altomedievales conocieron asimismo manifestaciones heréticas, aunque de escasa trascendencia popular casi siempre. Se trataba más bien de desviaciones dogmáticas que atañían casi en exclusiva a los técnicos del tema en disputas académicas, por más que, más allá de los principios teológicos fundamentales afirmados en los primeros concilios ecuménicos, el elenco de verdades componentes del dogma católico distase aún enormemente de la precisa fijación en sus más mínimos detalles de que fue objeto siglos después.
A partir del siglo XIII las herejías bajomedievales fueron distintas. Apuntaban en ellas inquietudes no exclusivamente religiosas, aunque fueran expresadas en términos de creencia o de moral. El mundo se desacralizaba y hasta lo religioso se mundanizaba en unos términos que obligaron a los poderes tradicionales a arbitrar drásticas soluciones, que procurasen hacer volver las aguas a los cauces de que se habían salido. Sin embargo, un mundo desaparecía para dejar sitio a otro, no del todo distinto, aunque sí virtualmente próspero en esperanzas de futuro cambio.
Tan pronto se había atisbado el renacer de un sentimiento individual, profundamente afincado sobre un mínimo de libertad de pensamiento, negada de antiguo, surgía una institución encargada de velar por que la integridad de la le o la moral tradicionales no sufriesen menoscabo. Lógico ha de resultar por tanto que allí donde la expresión religiosa era la piedra angular del orden político e institucional se afianzasen durante la Edad Moderna los mecanismos de control del pensamiento, con idéntico marchamo religioso al que adornaba la mayor parte de las manifestaciones del poder.
La Cristiandad, vieja expresión de Europa, quedó escindida en dos bloques aparentemente irreconciliables a partir de los comienzos del siglo XVI y todo ello precisamente en nombre de la libertad de pensamiento soñada por un grupo de intelectuales optimistas en quienes habían fraguado aquellas viejas intuiciones sentidas por los perseguidos de siglos anteriores. La prometedora tolerancia, que había de servir de garantía al mantenimiento de un remozado Imperio Cristiano, quedó rápidamente frustrada. El signo ideológico de los distintos estados que se consolidaron a raíz de su emancipación de fórmulas políticas, no por bellas o prometedoras menos anacrónicas, continuó siendo cristiano, dentro de las divergencias internas surgidas.
En nombre del cristianismo se fortaleció y afirmó la intolerancia, incluso entre aquellos que, sometidos a la gracia sola, mediante la sola fe, buscaban sólo en la Escritura, diciéndose defensores del libre examen o, en otros términos, de la libertad de conciencia ante Dios. Todavía deberían pasar muchos años antes de que el fundamento último del poder pudiera ser puesto en el aquende de este mundo, renunciando con ello a sostener la especulación sobre un allende trascendente, por no justificable empíricamente, sometido a todo tipo de controversias y discrepancias. Ganó terreno entonces la tolerancia en materia religiosa, aun cuando subsistieran algunos resabios atávicos de oposición