La protohistoria en la península Ibérica. Группа авторов

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los símbolos mediterráneos en aras de favorecer su integración y no minar su identidad. Es por ello que las manifestaciones artísticas documentadas en Tarteso, aunque de fuerte raíz orientalizante, muestran una originalidad formal y estilística que deriva de la adopción de la iconografía indígena que perdurará en los territorios limítrofes hasta el siglo V a.C. No obstante, como ocurre en el mundo indígena del Bronce Final, los fenicios tampoco eran muy proclives a representar a sus dioses, lo que justificaría la escasa presencia de representaciones de deidades en época tartésica, mientras que sí abundan los exvotos dedicados a las divinidades principales, Baal y Astarté.

      La amplia variedad documentada en el panteón fenicio, donde un mismo dios responde a varias atribuciones y advocaciones, debió facilitar su identificación y acogida por parte de las comunidades indígenas. La divinidad principal de este panteón era el dios Baal, hijo de EL y esposo de Astarté, dios del trueno y de la regeneración de la vida, protector de los navegantes y, por lo tanto, de los colonizadores procedentes de las ciudades de fenicia. Dicha deidad siempre se ha puesto en relación con la figura del toro, un animal que seguramente tendría un fuerte peso alegórico en la península con anterioridad a la llegada de los fenicios, lo que justificaría la perduración de símbolos como los altares de piel de toro extendida en el sudoeste peninsular, lo que produciría su rápida asimilación por parte de las comunidades indígenas a partir de su asimilación como dios protector de la ciudad. Entre sus atributos se le designa también como dios de la fertilidad, razón por la cual contó con un fuerte arraigo entre los agricultores y ganaderos indígenas.

      La advocación de Baal como dios de la guerra, representado en algunas estelas de piedra aparecidas en el área sirio-palestina, tocado con un yelmo rematado por cuernos, lo ha puesto en relación con los guerreros aparecidos en las estelas del sudoeste de la península Ibérica ataviados con un casco de cuernos, un fenómeno que se desarrolla en plena época tartésica y que sería una buena prueba tanto de la asimilación de la iconografía oriental por parte de los indígenas como de la divinización de sus jefaturas. A ello se suma la localización de los santuarios destinados al culto a Baal, aparecidos en ambos extremos del Mediterráneo en los denominados como «lugares altos», circunstancias que nos permiten detectar una ágil asimilación de los rasgos mediterráneos por parte de las sociedades indígenas y su rápida aceptación una vez introducido en Tarteso.

      Las representaciones que actualmente conocemos de la divinidad masculina en la península Ibérica se han hallado en Cádiz y Huelva. Se trata de una serie de pequeñas estatuas de bronce identificadas con Reshef, versión egipcia de Baal, muy venerado durante el Imperio Nuevo como dios de la guerra. En el caso de Cádiz, las estatuillas fueron halladas en Sancti Petri, un enclave muy significativo donde tradicionalmente se ha ubicado el templo gaditano dedicado a Melkart, el dios de Tiro asimilado a Baal; mientras que las halladas en Huelva probablemente procedan de un templo de similares características pero de localización desconocida. No obstante, la identificación de Baal en los santuarios tartésicos ha tenido una gran proyección en los últimos años al haberse asimilado la aparición de los mencionados altares de piel de toro extendida, tanto en Tarteso como en las tierras del interior, a la presencia de esta divinidad.

      Mayor conocimiento poseemos del culto a Astarté, diosa femenina relacionada con la esfera celeste, concretamente con las estrellas y el creciente lunar, pero que también se significa como diosa protectora de los navegantes, por lo que su vinculación a las navegaciones fenicias y a las transacciones comerciales de los fenicios en la península Ibérica parece ineludible. Así mismo, la diosa se vincula con los ciclos de la vida y la muerte, así como con la fertilidad, hecho por el cual aparece representada muchas veces a partir de motivos vegetales. Su identificación a partir del hallazgo de betilos y la amplia iconografía que la simboliza por medio de crecientes lunares, aves o el ciclo vegetal, hace que sea una de las deidades más representadas en el arte tartésico, presente en santuarios como El Carambolo, Cancho Roano o Carmona, por poner los ejemplos más evidentes (fig. 29).

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      Fig. 29. Astarté de El Carambolo, Museo Arqueológico de Sevilla.

      La rápida integración de las creencias fenicias en la sociedad indígena parece verse reflejada en la aparición de una serie de edificios que supieron integrar a las diferentes comunidades que conformaban Tarteso. Una prueba de ello es la existencia de construcciones circulares y ovaladas del Bronce Final, de grandes dimensiones, debajo de los santuarios orientales, lo que evidencia una intencionada continuidad, representada en la elección de puntos de referencia indígenas para construir los santuarios fenicios en los primeros momentos de la colonización, perpetuando el culto en un lugar que ya tendría para los indígenas un alto grado de sacralidad, además de ser un punto de referencia venerado por sus antepasados. Una vez configurado Tarteso en el siglo VII a.C., se observa una proliferación en la construcción de estos santuarios que van transformando su estructura arquitectónica oriental en función del territorio donde se establecen, o lo que es lo mismo, según las raíces indígenas de las sociedades que habitan ese espacio. Es por esa razón por lo que se advierten claras diferencias entre los santuarios de factura fenicia y los construidos sobre ellos pero siempre deudores de la cultura tartésica, del mismo modo que se aprecia el contraste entre la arquitectura de los santuarios del núcleo de Tarteso, caso de El Carambolo, y los que se construyen en los territorios del interior, como Cancho Roano.

      El santuario constituye de ese modo un lugar donde no sólo se rendía culto a la divinidad que amparaba el asentamiento en el que se ubicaba, sino que además servía como lugar neutral para realizar transacciones comerciales con los indígenas bajo la protección de la divinidad. Según recogen Estrabón (Geografía III, 5, 5), la fundación de Gadir trajo aparejada la erección de un templo a Melkart, dios protector de la ciudad de Tiro, en la parte oriental de la isla, mientras que la ciudad ocuparía el lado occidental. Gracias a las fuentes hoy sabemos que el templo se encontraba aislado en el paisaje, que poseía planta rectangular, organizado en torno a un gran patio central descubierto y orientado a la salida del sol, en cuyo centro se levantaría un altar; por último, al fondo, sobre una pequeña plataforma, estaría ubicado el adyton o espacio restringido al culto. Se trataría, por lo tanto, de una construcción muy similar a la de otros templos fenicios orientales consagrados a Baal, donde el mejor ejemplo lo constituye el santuario chipriota de Bambula en Kition, la actual Larnaca, fechado en el siglo IX a.C. Así, aunque resulta complejo reconstruir con más detalle la estructura del templo gaditano, podemos aproximarnos a su diseño a través de algunas monedas fenicias, donde estos templos aparecen precedidos por dos columnas rematadas por capiteles.

      El templo de Gadir debió servir de inspiración para la planificación del resto de templos fenicios de la costa peninsular y para los santuarios tartésicos, posteriormente. En el área de influencia fenicia del sur peninsular se levantaron los primeros santuarios siguiendo un patrón marcadamente oriental, aunque con el tiempo estos se irían transformando para adaptarse al paisaje en el que se ubicaban, los recursos naturales disponibles y las necesidades cultuales de la sociedad que los erige. La variedad formal que hoy presentan los santuarios tartésicos conocidos se debe, por lo tanto, a esos factores, aunque en esencia, comparten buena parte de su organización arquitectónica y ritual.

      Gracias a las excavaciones en extensión, los santuarios tartésicos mejor conocidos son los de El Carambolo (Camas), Caura (Coria del Río) y Montemolín, los tres en la provincia de Sevilla; aunque también contamos con otros ejemplos excavados de forma parcial, caso de Carmona (Sevilla) y Huelva, restos constructivos de carácter cultual que se integran dentro del trazado urbano de estas ciudades tartésicas que, en buena medida, todavía se ocultan bajo los restos de sendas ciudades modernas. Este tipo de santuario se reproducirá en los territorios del interior, donde a partir de mediados del siglo VII y fundamentalmente a comienzos del siglo VI a.C., se llevó a cabo la reestructuración territorial del área que se extiende desde las desembocaduras de los río Tajo y Guadiana hasta los tramos medios de los mismos. Así, emplazamientos como Castro Marim, Abul, Neves-Corvo o Espinhasço de Cao constituyen excelentes ejemplos de esas influencias en el territorio actualmente portugués. A ellos se suman ejemplos más al interior, entre los valles del Guadalquivir y del Guadiana, donde se emplaza el edificio de Cancho Roano,


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