Francisco, pastor y teólogo. Varios autores
a los que sufren y al mismo Jesús, y enseñan así qué significa vivir como cristiano 20.
Los pobres, delante de la necesidad, saben pedir y no se cansan de esperar a que alguien tenga misericordia de ellos y les ayude, les escuche y se haga cargo de ellos. Al igual que aquel ciego de Jericó que estaba junto al camino daba grandes gritos para que Jesús lo oyera y tuviera misericordia de él (cf. Mc 10,46-52), los pobres piden que les escuchen en sus oraciones y súplicas. Quien pide se inclina ante el otro, reconoce su necesidad y, como la mujer cananea cuya hija está enferma e insiste para que Jesús la escuche (cf. Mt 15,21-28), no para de pedir hasta que su petición obtiene una respuesta. Los pobres son maestros en la oración porque saben qué significa necesitar ayuda y tener que recurrir a la voluntad de Aquel que puede –y quiere– escucharles.
Los pobres tienen un sentido especial de lo que es justo y bueno, poseen un gusto por el bien y por la justicia. Por eso hay que escucharlos. Cuando Jesús entra en Jerusalén acompañado por una muchedumbre de gente, que lo saluda con ramas de árboles en las manos, los grandes sacerdotes y los maestros de la Ley le riñen, porque los niños de los judíos lo aclaman como Mesías (cf. Mt 21,14-16). Los dirigentes del Templo menosprecian las aclamaciones entusiastas de los niños y de la gente sencilla que acompaña a Jesús, y de algún modo quieren negar todo valor a la palabra profética de los pobres en relación con su mesianismo. Entonces Jesús les contesta citando el Salmo (8,3): «Por boca de chiquillos, de niños de pecho, cimentas un baluarte frente a tus adversarios». Jesús recuerda que la sabiduría de los pobres no se puede menospreciar ni desdeñar. Ellos tienen en su interior un espíritu de profecía que se manifiesta de varias maneras, aquí con una alabanza a Dios.
El papa Francisco concluye a propósito de la maestría de los pobres: «Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos» (EG 198). Los pobres deben ser evangelizados, tal como proclama Jesús en la sinagoga de Nazaret (cf. Lc 4,18), y al mismo tiempo deben ser evangelizadores, como los niños de los judíos que anuncian en el Templo la llegada del Hijo de David (cf. Mt 21,15). De hecho, el Espíritu sopla donde quiere y en quien quiere, y en él no hay límites de ningún tipo. Incluso las categorías racionales son sobrepasadas por el impulso del Espíritu, que renueva los corazones y la tierra y es capaz de suscitar la profecía allí donde todo parece estéril. La maestría de los pobres es fruto del Espíritu y se manifiesta en la capacidad que tienen de transformar a las personas que mantienen con ellos una relación de amistad y de afecto. Entonces el que ayuda pasa a ser ayudado, y el que era ayudado pasa a ayudar. Como escribe Andrea Riccardi, «desde los pobres se difunde una luz que hace cambiar y ayuda a ir más allá del límite» 21. Como consecuencia, «estamos llamados [...] a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos» (EG 198). Estas palabras del papa Francisco explican ampliamente que los pobres son maestros en la fe y en el amor, porque hay en ellos, en última instancia, la sabiduría del Evangelio.
6. Los pobres como lugar teológico
«Para la Iglesia, la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica», afirma con rotundidad el papa Francisco (EG 198). Y continúa, citando en este caso a Juan Pablo II: «Dios les otorga su primera misericordia» 22. Esta iniciativa del amor de Dios en relación con los pobres constituye la base de toda lectura teológica en relación con ellos. De acuerdo con el Evangelio de las bienaventuranzas, los pobres son los primeros en el Reino. Jesús les dedica la primera bienaventuranza y así los constituye en los primeros amigos de Dios y de su Reino. Utilizando un neologismo del papa Francisco, «primerear» (EG 24), podemos decir que Dios «primerea» y que los pobres son los frutos primerizos de su Reino, que se hace presente en los hechos y las palabras de Jesús. De hecho, en el relato evangélico de Marcos, el primer contacto de Jesús con la gente tiene lugar en la sinagoga de Cafarnaún, donde un hombre muy enfermo, poseído por un espíritu maligno, es curado por aquel con una autoridad nueva y se convierte así en el primer fruto del Reino en acción (1,21-28). La enfermedad es la pobreza radical. Un pobre, un poseído, es el primero que recibe la misericordia de Dios, de la que Jesús es portador y artífice. Aquel hombre se convierte así en el «primer prójimo» citado en el ministerio de Jesús –sobre esta expresión, véase el apartado 3–.
Una aproximación teológica a los pobres como amigos preferentes de Dios y hermanos más pequeños de Jesús y nuestros encuentra un fundamento seguro en la teología de la encarnación. En Evangelii gaudium 198, el papa Francisco cita Flp 2,5 («tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo») para indicar cuáles deben ser nuestros sentimientos ante la voluntad de Cristo de asumir nuestra humanidad y llevarla hasta lo más profundo de la existencia, rebajándose hasta la muerte. Jesús no menospreció la condición humana, sino que puso entre paréntesis su condición divina («no reivindicó su derecho a ser tratado igual a Dios», v. 6). Él se hizo semejante a los hombres –en todo salvo en el pecado (cf. Heb 4,15)– y su aspecto fue en todo el de un ser humano (cf. Jn 19,5: «Aquí tenéis al hombre»). El Símbolo de Nicea-Constantinopla confiesa que el Hijo unigénito de Dios «se hizo hombre» (et homo factus est).
No obstante, en el mismo himno cristológico de Flp 2 se indica cuál fue el rebajamiento de Jesús, cuál fue su humanidad concreta, histórica. Jesús no fue en esta tierra un hombre poderoso y que gozó de reconocimiento, un personaje que influyó en los destinos del Imperio romano o de su pueblo Israel. Pilato no parece reconocerle, y Herodes Antipas solo había oído hablar de él. Los dirigentes de Jerusalén tienen que enviar a unos maestros de la Ley para comprobar si está endemoniado (cf. Mc 3,22), y el mismo Juan Bautista duda sobre su identidad mesiánica (cf. Mt 11,2-3). El himno de Filipenses tipifica a Cristo como aquel que, aun siendo de «condición divina», tomó la «condición de esclavo» y «se despojó de sí mismo» (2,7). La segunda carta a los Corintios (8,9) lo formula diciendo que, «siendo rico, se hizo pobre por vosotros». Jesús quiso ser pobre, más aún, el pobre: nació y lo pusieron en un pesebre, y para morir lo clavaron en una cruz. Dice el papa Francisco: «La pobreza [...] es tal vez la primera categoría, porque aquel Dios, el Hijo de Dios, se abajó, se hizo pobre para caminar con nosotros por el camino» 23.
Que la pobreza, fruto de una encarnación radical, sea la primera categoría queda confirmado por una frase emblemática de la teología cristiana: Et Verbum caro factum est (Jn 1,14). El Prólogo joánico no afirma, como sí hace el Símbolo de la fe, que el Verbo de Dios se hizo «hombre» (homo), sino que habla de «carne» (caro). La humanidad del Verbo encarnado es lo propio de la humanidad sufriente, débil, sometida al dolor y a la prueba, al rechazo y al desprecio, una humanidad descartada que se alinea con los descartados de este mundo. Por eso podemos decir, con el papa Francisco, que los pobres son «la carne sufriente de Cristo en el pueblo» (EG 24), carne que debe ser tocada, reverenciada y amada. Jesús, abajándose, asumió la carne de los más pequeños. Su «humanización» fue una «encarnación» –se hizo hombre haciéndose carne–, y su vida estuvo tan cerca de los pobres que se identificó con ellos (cf. Mt 25,40).
Pero si la salvación se hizo realidad por el camino histórico de la encarnación de Jesús y si el abajamiento fue la manera en la que el Cristo se encarnó, me pregunto si podemos hacer una interpretación extensiva del aforismo de Tertuliano: Caro salutis est cardo 24. La carne de Cristo fue el instrumento concreto de salvación, en la medida en la que esta no vino por una idea trascendental o por una enseñanza arcana, sino por una persona concreta, Jesús de Nazaret, hijo de María, que sufrió el suplicio de la cruz y resucitó por obra del Espíritu poderoso de Dios (cf. Rom 1,4). Pues bien, los pobres, que son la carne sufriente de Cristo, también participan de su carne salvadora y, por tanto, aunque no son los sujetos de la salvación, sí pueden ser sus instrumentos. La salvación pasa por ellos, ya que son reflejo vivo de Cristo, el pobre, y de su carne sufriente y gloriosa. Los pobres hacen presente a Jesús 25, y, como se deduce de Mt 25,40, son criterio de verdad.
Parece, pues, que hay razones teológicas y escriturísticas suficientes para considerar a los pobres un «lugar teológico» e incluirlos, como categoría teológica, en la serie de ámbitos de la fe cristiana que son fuente de conocimiento, aquellos ámbitos que la reflexión teológica debe tener en