Francisco, pastor y teólogo. Varios autores

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Ley, debe cumplir todo buen judío. Pero Jesús no reacciona como un teólogo de escuela, como un doctor de la Ley. Deja a un lado una cierta originalidad intelectual y responde de la manera más común y directa posible. El texto que cita, el Shemá, Israel, es el más conocido de la religión judía, las palabras que cada judío recita de memoria tres veces al día en su oración: «Amarás al Señor, tu Dios», con todo tu ser, es decir, el corazón, el alma, el pensamiento y las fuerzas (cf. Dt 6,4-5).

      Esta es la alteridad indiscutible, la que no se puede disipar jamás en el corazón del creyente, que pone toda su vida en manos de Dios. El Señor es el «único», no hay otro. Como destaca el profeta Isaías, no hay otro Dios aparte de él (45,5-6; 46,9; 64,3). La alteridad del Dios único es absoluta. Con todo, Jesús añade, sorprendentemente, una segunda alteridad: hay un «otro» junto al «Otro», existe un amor al prójimo que está conectado con el amor a Dios. En cierto modo, Jesús rompe una unicidad de tipo fixista en el reconocimiento de Dios o, mejor dicho, la interpreta añadiendo el reconocimiento del prójimo. Hay que amar a Dios y al hombre. Existe un segundo mandamiento que es tan grande como el primero: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (cf. Lv 19,18). No hay un primer mandamiento, sino dos primeros mandamientos, de modo que, como concluye la primera carta de Juan, nadie puede decir que ama a Dios, «a quien no ve», si no ama a su hermano/prójimo, «a quien ve» (4,20).

      La alteridad se declina, pues, en términos de visibilidad. El Dios presente en el corazón del hombre se manifiesta como visible en el otro ser humano. Y este otro da rostro al Dios que debe ser amado por encima de todas las cosas, pero junto con todos los hombres. La unicidad de Dios no se puede entender de manera aislada, en abstracto. Hay que vincularla al prójimo: Dios es el único Dios, y el ser humano fue creado a su imagen. Partiendo de Dios se llega al hombre, y partiendo del hombre se llega a Dios. De ahí que los mandamientos «mayores» sean dos y no uno solo (Mc 12,31). Por eso el relato del buen samaritano no es un ejemplo moral, sino una parábola, un texto que comunica el reino de Dios, una narración que proclama la buena noticia de la segunda alteridad, entendiéndola de manera incluyente e inclusiva, es decir, referida a la humanidad entera. La parábola se convierte así en la culminación del discurso de Jesús sobre el doble mandamiento, que es el centro del Evangelio. La narración del buen samaritano da el sentido propio del término «prójimo», personificado en un pobre (un hombre medio muerto tendido en suelo a un lado del camino) y un extranjero (el samaritano que carga con él y lo monta en su cabalgadura). Esta es la respuesta de Jesús a la pregunta del maestro de la Ley: «¿Y quién es mi prójimo?» (Lc 10,29).

      El papa Francisco empieza su discurso sobre la alteridad con una cita de la Summa theologica de Tomás de Aquino: el prójimo es aquel que debe ser considerado «una sola cosa con uno mismo» 9. El papa incluye esta expresión en una frase más extensa: «El Espíritu moviliza [...] ante todo una atención puesta en el otro “considerándolo como uno consigo”» (EG 199). Al principio de la alteridad encontramos una atención amorosa hacia el otro que incluye una preocupación por él y que lleva a la búsqueda de su bien. La alteridad es activa, implica mirar y entender al otro en términos estrictamente personales como alguien a quien reconozco como igual a mí, formando una sola cosa conmigo, como alguien que es «hueso de mis huesos y carne de mi carne». Estas palabras, que pronuncia Adán en el momento en el que ve a Eva por primera vez (cf. Gn 2,23), constituyen el primer reconocimiento del otro como alguien que forma «una sola cosa conmigo mismo». Del mismo modo, podríamos decir que, cuando el samaritano de la parábola «ve» al hombre medio muerto a un lado del camino, lo reconoce como alguien que es de su misma condición, humana, no étnica ni religiosa 10. Ve en él a alguien que es como él, que es hueso de sus huesos y carne de su carne. En pocas palabras, el otro ser humano puede ser diferente, pero, a pesar de las diferencias, sigue siendo «una sola cosa conmigo mismo», según la feliz expresión de Tomás de Aquino y del papa Francisco.

      El nombre concreto de la alteridad es la misericordia, la que se da y la que se recibe, la que se ejerce y la que se acoge. Por eso, a la luz de la parábola del buen samaritano, está claro que tanto es prójimo quien ayuda como quien es ayudado, quien sirve como quien es servido, tanto el extranjero que se para como el pobre medio muerto y abandonado. Es cierto que en la pregunta final de Jesús el acento recae sobre quien «fue prójimo» (Lc 36,10), es decir, sobre el samaritano, pero a la luz de las nueve (¡!) acciones que hace el samaritano en favor del hombre medio muerto (vv. 33-34) se puede afirmar sin reparos que este se convierte igualmente en prójimo de aquel. En la misericordia se encuentran, pues, dos prójimos, dos alteridades: la misericordia se convierte en el meeting point de los seres humanos, el punto de verificación del amor al pobre, que la parábola presenta como el primer prójimo. La respuesta de Jesús a la pregunta del maestro de la Ley sobre quién es el prójimo se asienta sobre un relato en el que es prójimo quien hace de prójimo de un hombre medio muerto, es decir, de un pobre. Este pobre es el mismo Jesús: como dice el papa, hay que «tocar su carne en la carne de los que sufren en el cuerpo o en el espíritu» 11. Por eso, continúa Francisco, la Palabra de Dios es una invitación constante y activa «al amor fraterno, al servicio humilde y generoso, a la justicia, a la misericordia con el pobre» (EG 194).

       La consecuencia de la consideración de los pobres como primer prójimo –tal como se desprende de la parábola del buen samaritano– es que deben ser amados de manera preferente y primera. El mandamiento del amor al prójimo empieza a cumplirse cuando se ama y se atiende a los pobres. Escribe el papa Francisco, citando a san Juan Pablo II, que la Iglesia «hizo una opción por los pobres entendida como una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana» (EG 198) 12. La opción preferencial por los pobres parte del Dios misericordioso que los cuida y los defiende, que se pone a su lado y es un padre para ellos (cf. Is 41,17; Jr 20,13; Sal 72,4.12). Esta opción preferencial culmina en las bienaventuranzas evangélicas, donde los pobres son presentados como los primeros destinatarios del reino de Dios (Mt 5,3; Lc 6,20) 13, y en el juicio final, donde el servicio a los necesitados y desamparados pasa a ser criterio de verdad en las decisiones que toma el Hijo del hombre, que se identifica con los más pequeños (Mt 25,40). En la época de la muerte del prójimo 14, el sueño de la Iglesia pasa por recuperar al primer prójimo, que son los pobres.

      Sin embargo, el hecho de que los pobres sean el primer prójimo permite deducir que son al mismo tiempo un don y una opción. Las palabras que pronunció Jesús en el banquete de Betania pocos días antes de su muerte adquieren todo su sentido: «Pobres tendréis siempre con vosotros y podréis hacerles bien cuando queráis» (Mc 14,7). La frase no es una constatación resignada y triste sobre la existencia inexorable de los pobres, sino una afirmación sobre el carácter de don que representan los pobres para la Iglesia. Dt 15,11 lo formula así: «Seguramente no faltarán pobres en esta tierra». Los pobres, en expresión del diácono romano Lorenzo, recuperada por el papa Francisco, son el tesoro de la Iglesia 15. Por consiguiente, siempre podrán ser objeto del amor concreto, que es hijo de la amistad con ellos. Siempre será el momento de abrir generosamente la mano «a aquel de los tuyos que es indigente y pobre en tu tierra» (Dt 15,11). Esta es una gran opción teológica que el papa Francisco promueve, y al mismo tiempo una prioridad principal de la pastoral de la Iglesia.

      El cariño por los pobres debe ser auténtico y debe tener un carácter contemplativo, es decir, debe tener sus raíces en la belleza del Evangelio y debe estar lleno de gratuidad. Por eso la relación con los pobres no puede quedar mediatizada por el asistencialismo ni por la ideología, dos barreras que desnaturalizan la caridad cristiana. El papa advierte contra el riesgo de centrarlo todo en «acciones o programas de promoción y asistencia», que son fruto del activismo y de la búsqueda de resultados (EG 199). ¡No es esta la obra del Espíritu! La institucionalización lleva a la práctica de ciertos seguidismos en relación con las administraciones públicas y a la adopción de procedimientos más propios de estas que de un libre planteamiento de raíz evangélica. Por otra parte, los pobres tienen valor por sí mismos y no pueden ser utilizados, dice el papa, «al servicio de intereses personales o políticos». La opción por los pobres no es una ideología (EG 199).

      En pocas palabras, la amistad con los pobres es el camino que brota del Evangelio, algo que el papa denomina una «cercanía real y cordial» con ellos (EG 199). Esta cercanía necesita


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