Francisco, pastor y teólogo. Varios autores

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se encuentran en situación de necesidad. Por eso, con una expresión que el papa Francisco utiliza a menudo, los pobres son un «descarte» (scarto), personas que no cuentan, ciudadanos de las periferias sociales municipales o en otras instituciones, la más conocida de las cuales es Cáritas, la gran institución de la Iglesia destinada a la solidaridad y la atención a los más necesitados.

      Muchas personas sufren una situación de profunda carencia, no solo las que viven en países afectados por una pobreza estructural continuada, sino también los que viven en países que muestran indicadores económicos solventes, pero donde hay un porcentaje elevado de población en riesgo de pobreza –un 21,3 % en Cataluña, según datos de 2018–. Eso significa que hay que escuchar el clamor de los pobres, un clamor que a menudo es silencioso en las formas, pero que resuena en el corazón de Dios y que debe tocar a quienes confiesan su nombre. La Escritura narra la liberación de los israelitas de Egipto en términos de un grito que Dios ha escuchado: «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto; he escuchado el clamor ante sus opresores» (Ex 3,7). Gracias a esta escucha, el pueblo de pobres en el que se había convertido Israel se hace visible. Dios lo salvará de la esclavitud y lo llevará a la fertilidad de la tierra de Canaán. La mirada y la escucha de Dios sobre su pueblo son los detonantes que suscitan la esperanza: habrá un éxodo, una salida de la miseria, pero también de la resignación. Todo puede cambiar. Se puede hacer realidad la primera bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres» (Lc 6,20). Con Jesús se empieza a tener en cuenta a los pobres y poco a poco pasan a ser centrales en la historia religiosa de la humanidad. Podríamos decir que este grito, el grito de las bienaventuranzas, es la respuesta divina al grito de los pobres, que se eleva a Dios desde la tierra.

      Así pues, tal como se pone de manifiesto en Evangelii gaudium, hay un principio existencial que deriva directamente del libro del Éxodo (3,7): hay que «ver» a los pobres y «escuchar» lo que dicen, porque de lo contrario son invisibles y su clamor es ignorado. Una existencia encarada hacia los pobres es una existencia vigilante a favor de ellos. La vigilancia del corazón es uno de los principios que sustentan la espiritualidad cristiana, según las enseñanzas de los Padres del desierto. Pues bien, hay otro principio, la vigilancia del pobre, que actúa a nivel del corazón y que pertenece igualmente a la vida espiritual. La vigilancia de quienes viven en la necesidad por parte de los discípulos del Señor es una actitud estrictamente espiritual.

      El segundo texto de referencia es la primera carta de Juan (3,17), en la que también se habla de «ver» al hermano necesitado y se asocia este ver con el «amor de Dios». En efecto, el amor misericordioso de Dios por los pobres es el fundamento teologal y teológico del cariño por ellos, que debe ser el motor del corazón y de la vida de toda la Iglesia, no solo de algunos de sus miembros. Escribe el papa Francisco: «La exigencia de escuchar este clamor brota de la misma obra liberadora de la gracia en cada uno de nosotros, por lo cual no se trata de una misión reservada solo a algunos» (EG 188). No hay especialistas de los pobres ni en cuanto a personas ni en cuanto a instituciones, pues, en la tarea de promover su bien, «cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios» (EG 187). Se podría decir, desde el punto de vista teológico, que el cuidado de los pobres, el cariño y la amistad con ellos revisten un carácter bautismal, es decir, tienen una raíz sacramental, entroncan con la comunión trinitaria, que se manifiesta en el sacramento del bautismo.

      Los gritos de los pobres no dejan indiferente a quien ha sido tocado por la misericordia que brota del Evangelio de Jesús. Y no solo eso: a menudo este grito suscita la misericordia en quienes lo escuchan de verdad, porque suaviza el corazón y le quita la dureza. Sucede lo mismo con los discípulos, que, al ver a la gente que corre hacia Jesús, el buen pastor, por de pronto se muestran distantes de aquella muchedumbre y le recomiendan a Jesús que no se preocupe por ellos: «Despídelos para que vayan a las aldeas y pueblos del contorno a comprarse de comer» (Mc 6,36). Los discípulos no saben escuchar el grito de los pobres, aquella muchedumbre hambrienta que está en un lugar deshabitado. Pero Jesús es el hombre de la compasión, el hombre que ha comprendido la necesidad de aquella gente que ha recibido el pan de la palabra y ahora necesita el pan material. Jesús quiere que sus discípulos participen directamente de su lógica de misericordia. Él, que había sentido «compasión» por la gente (v. 34), ahora hace esta petición a sus discípulos: «Dadles vosotros de comer» (v. 37). Sus seguidores no se pueden inhibir ante las necesidades de los pobres, la misericordia hacia ellos pasa por hacer posible lo que parece imposible: ¡dar de comer a cinco mil hombres (v. 44)! El grito de los pobres debe ser escuchado activamente, sin excusas ni inhibiciones.

      En palabras del papa, esta escucha activa implica, por una parte, «resolver las causas estructurales de la pobreza y para promover el desarrollo integral de los pobres», y, por otra, realizar «gestos simples y cotidianos de solidaridad ante las miserias muy concretas que encontramos» (EG 188) 6. Francisco integra en un solo diseño las dos líneas de actuación en relación con los pobres –la estructural y la personal– y las coloca bajo el signo de la solidaridad y del destino universal de los bienes. La escucha de los pobres no se hará desde un corazón que codicia los bienes de este mundo y al mismo tiempo, como contrapeso de esta actitud, lleva a cabo «algunos actos esporádicos de generosidad». Por el contrario, escuchará a los necesitados quien haya entrado en una «nueva mentalidad que piense en términos de comunidad» (EG 188).

      La nueva mentalidad implica que la vida de todos vale más que el bienestar de algunos, y este «todos» debe incluir necesariamente a los pobres. Los pobres no pueden ser unos extraños en el núcleo central de la Iglesia, no hay que situarlos en los márgenes de la vida social. Más bien pertenecen de pleno derecho a la comunidad eclesial y su lugar es el primer banco de la asamblea cristiana, no el último. Además, como subraya Juan Crisóstomo en sus siete Discursos sobre el pobre Lázaro (cf. Patrologia Graeca 48), el cariño por los pobres es un factor primario de transformación de la ciudad. Los pobres deben formar parte del «todos» y del «nosotros», que deben caracterizar tanto la ciudad como la Iglesia: «El planeta es de toda la humanidad y para toda la humanidad» (EG 190). El discurso sobre los pobres, tanto personas como pueblos, invalida una mentalidad que excluye a los excluidos y, por tanto, promueve su condena, no su integración. La ciudad que no escucha el grito de los pobres, los que están lejos y los que están cerca, los autóctonos y los extranjeros, los nativos y los refugiados, y les cierra las puertas, diluirá su razón última de ser: un ámbito abierto al «todos» global, capaz de integrar a los excluidos 7.

      Las imágenes del papa Francisco en la isla de Lampedusa o en el campo de refugiados de Lesbos, en la catedral de Bangui o en el centro DREAM de Maputo, ponen de manifiesto la escucha activa del grito de los pobres como modo de «devolverle al pobre lo que le corresponde» (EG 189). Existe una deuda hacia los pobres que hay que satisfacer devolviéndoles el Evangelio a ellos, sus herederos naturales, los primeros del Reino. Lo que recibimos de los pobres se lo tenemos que devolver, sobre todo la liberación del «yo» que ellos personifican de tantas maneras. Así pues, si escuchamos el grito de los pobres, emerge una deuda de amor hacia ellos que se manifiesta en primer lugar en un cambio personal –fundamento de todo cambio estructural–. Quien se acerca a los pobres con amor trabajará para devolverles su dignidad de hijos del Padre del cielo que tienen los mismos derechos que cualquier otro ser humano –hijo, como ellos, del mismo Dios– 8.

      3. Los pobres, el primer prójimo

      En Evangelii gaudium, el papa Francisco afirma que hay que considerar a los pobres en primer lugar desde la teología (EG 198). Esta es una afirmación de carácter fundamental que se inscribe entre los elementos básicos que configuran el Evangelio de Jesús y que, por tanto, debe ser recibida como tal por la Iglesia. El tema de los pobres no es adyacente o complementario en relación con el núcleo central de las verdades de fe, sino que está dentro de estas verdades, como veremos más adelante (cf. apartado 6).

      La parábola del buen samaritano es el texto evangélico que reúne las dos cuestiones esenciales: la relación que hay entre Dios y el prójimo, y el significado que hay que dar a este último término. El texto de Lucas (10,25-37) explora la noción de alteridad, es decir, el sentido y el alcance del término «otro». El punto de partida es el encuentro de Jesús con un maestro de la Ley que se interesa por el primer mandamiento de esa


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