Francisco, pastor y teólogo. Varios autores

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de pleno derecho de la Iglesia de Dios. Y, de hecho, la amistad con ellos por parte de quienes se consideran discípulos del Evangelio es la manera propia de construir la Iglesia. La amistad con los pobres es gratuidad, es aceptación del otro como es, sin imposiciones, ni exigencias, ni juicios previos. La amistad es elegir el camino del cariño y de la paciencia, la relación personal y no la relación impersonal o anónima. Los pobres tienen un nombre, y este nombre debe ser conocido. Los pobres tienen unas necesidades, y hay que acercarse a ellos con delicadez y reverencia, sabiendo que, como dice el papa, son «carne de Cristo», y, de hecho, una Iglesia pobre con los pobres empieza cuando se camina hacia la carne de Cristo 17. Son el primer prójimo, hay que pararse y mirarlos, compadecerse de ellos y llevarlos a la posada, ocuparse de ellos y volver más tarde. Los pobres son «mi prójimo», al que tengo que amar (cf. Lc 10,29).

      4. Los pobres, entre la dignidad y la fragilidad

      «Todos los cristianos estamos llamados a cuidar la fragilidad del pueblo y del mundo en que vivimos» (EG 216). Tal como subraya la encíclica Laudato si’, la ecología planetaria y urbana y la ecología humana están en total conexión entre sí (LS 147-155). Tierra y persona sufren consecuencias similares por la sobreexplotación y por el descarte que afecta a muchas realidades humanas y urbanas. Pobreza y depauperación suelen superponerse, y la fragilidad de los pobres coincide con la crisis ecológica y social, económica y política, que afecta a muchas áreas del planeta. Los pobres se encuentran indefensos e impotentes en los contextos sociales en los que se ven obligados a malvivir en medio de la precariedad y las carencias de todo tipo. Sobre los pobres pesa a menudo una especie de «condena», es decir, una imposibilidad real de salir de la situación en la que se encuentran a causa de las problemáticas que arrastran y a pesar de los deseos y esfuerzos que hacen para salir de dicha situación. Como recuerda el papa Francisco, el modelo actual de éxito y privatístico no contribuye a que los más desamparados puedan avanzar (EG 209). Más aún, en los últimos tiempos, caracterizados por la incertidumbre económica a nivel mundial, emergen formas nuevas de pobreza y de fragilidad que hay que detectar e interpretar evangélicamente a partir de la categoría del Cristo sufriente, pobre y amigo de los pobres (EG 210).

      Entre los pobres que en los últimos años llaman a la puerta de los países acomodados, especialmente de la vieja Europa, están los emigrantes y refugiados africanos y asiáticos, un auténtico pueblo de desheredados de la tierra que, como Abrahán, buscan un nuevo país. Estos «peregrinos de la esperanza» han sido víctimas de una Europa sin entrañas que les ha cerrado las fronteras. Muchos han muerto en el Mediterráneo, unos cuarenta mil. Otros –muy pocos– han podido utilizar la vía segura de los «corredores humanitarios» y han llegado a Europa legalmente, con un visado humanitario. La mayoría de los refugiados han entrado en Europa tras haber pasado penalidades inenarrables y a menudo no encuentran lugares de acogida y de integración. El papa insiste: «Soy pastor de una Iglesia sin fronteras que se siente madre de todos» (EG 210). Los puentes, y no los muros, harán posible la vocación universal de la Iglesia en un mundo global en el que surgen fuertes impulsos de cerrarse en lo local y populismos cada vez mayores con un rechazo identitario de lo extranjero.

      Francisco, por el contrario, es un firme defensor de la necesidad de crear «nuevas síntesis culturales» –como subraya en el proemio de la Constitución apostólica Veritatis gaudium–, de las que surgen identidades renovadas como la de los nuevos europeos, que se integran en los países a los que han llegado como emigrantes. Los pobres deben poder salir de su pobreza y encontrar una vida digna de su condición de seres humanos e hijos de Dios. La Iglesia, que es madre de muchos hijos, debe recoger las lágrimas y los anhelos de quienes, cruzando las fronteras, las dejan de facto obsoletas.

      Los pobres necesitan ser hijos de la Iglesia, y esta debe ejercer su maternidad de manera especial con los hijos más frágiles y necesitados y que ven menguar más su dignidad. La afirmación de la dignidad de la persona y de los derechos humanos fácilmente queda reducida a un discurso sin incidencia real en la vida de los pobres. Ni siquiera las legislaciones defienden suficientemente el ejercicio real de los derechos de los más débiles. La situación de los pobres evoca la figura de aquella viuda de la parábola que no lograba que un juez le hiciera justicia (cf. Lc 18,1-8). Así, en determinados países, a los pobres, incapaces de pagar un buen abogado, se les condena a muerte en tribunales que actúan a la ligera. Pero la persona tiene una dignidad que hay que mantener, sobre todo en el caso de los pobres, y sus derechos deben estar garantizados desde que empiezan a vivir hasta que exhalan su último suspiro.

      La fragilidad de los pobres requiere tener un cuidado especial de su dignidad. Esta se mantiene cuando el pobre es considerado, como decíamos anteriormente, como el primer prójimo. El papa habla concretamente de «valorar al pobre en su bondad propia, con su forma de ser, con su cultura, con su modo de vivir la fe» (EG 199). La amistad con los pobres, la cercanía con ellos, su frecuentación, todo hace posible entenderlos como personas y valorar su frágil fortaleza, su fuerza débil. Hablo de «fuerza», porque los pobres tienen una fortaleza interior que les permite soportar muchas contrariedades, y hablo al mismo tiempo de «fragilidad», porque viven sometidos a circunstancias cambiantes, con una mezcla de solidaridad y soledad, de entendimiento y distanciamiento, siempre con un cojín de fidelidad cosido con la amistad que manifiestan y que brota de su vida interior, a menudo de su fe. El papa Francisco subraya su «especial apertura a la fe» y, por tanto, la necesidad de ofrecerles la Palabra y los sacramentos (EG 200). Sería una discriminación intolerable privarles de la atención espiritual y de los medios de santificación que vehicula la Iglesia. En efecto, como dice el Documento de Aparecida (A 262), hay «una espiritualidad y una mística populares» que se manifiestan en la piedad popular, presente de manera especial en los pobres (cf. igualmente EG 124).

      5. Los pobres como maestros

      Tras realizar la afirmación central de nuestro tema («quiero una Iglesia pobres y para los pobres»), el papa continúa proclamando el magisterio que proviene de los hermanos más pequeños de Jesús: «Los pobres tienen mucho que enseñarnos» (EG 198). Los pobres viven la fe sin restricciones intelectuales o cargas institucionales, con la libertad de quien, a pesar de su condición de pecador, no levanta barreras interiores a la Palabra que le llega. En el caso de los pobres, el sensus fidei fluye de una manera particularmente esponjosa, pues no se ve condicionado por atavismos o por intereses. Los pobres pueden vivir una vida de proximidad al Señor porque no viven atados a su propio yo, no son esclavos del amor por ellos mismos. Las carencias que tienen que afrontar hacen más auténtica su fe. No creen por lo que tienen, sino a pesar de lo que no tienen. Viven, pues, de la fe y de la esperanza. Son una porción elegida y preciosa del pueblo santo de Dios, y por eso su vida y su comportamiento constituyen un modelo. Como leemos en la segunda carta a los Corintios, «aunque probados por numerosas tribulaciones, han rebosado de alegría, y su extrema pobreza ha desbordado en tesoros de generosidad» (8,2). Los pobres –aquí, las Iglesias de Macedonia– manifiestan un sentido alto del compartir y una gran dosis de generosidad.

      Por otra parte, su situación de necesidad les lleva a «conocer a Cristo sufriente» y a compartir con él «sus propios dolores» (EG 198). Los pobres pueden decir con el apóstol Pablo que han conocido a Cristo y que han entrado en comunión con sus padecimientos (cf. Flp 3,10). Por eso la frecuentación de los pobres enseña que la debilidad y el sufrimiento forman parte de la existencia y que no se puede construir un mundo ficticio en el que todo sería muy hermoso y se olvidarían las carencias que afectan a la persona y su situación vital. En este punto, los pobres son la viva imagen de Jesús, que acepta el rechazo del que es objeto y asume el sufrimiento como forma de cumplimiento de la voluntad de Dios (cf. Heb 5,8).

      Los pobres enseñan a entrar en el misterio de la cruz de Jesús y a vivirlo humildemente, evitando caer en la queja sistemática por un destino no deseado. Más bien los pobres ayudan a entender el don de la misericordia, la importancia de saber tender la mano y hacerse solidario de los sufrimientos del otro: «La solidaridad es el tesoro de los pobres», subraya el papa Francisco 18. Y, como afirma el papa Gregorio Magno, los pobres ofrecen la ocasión de actuar con misericordia y despiertan así las muchas energías de amor que todos llevamos en el corazón 19. De hecho, la comunión con los sufrimientos de Jesús significa tanto


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