Campo Cerrado. Max Aub

Campo Cerrado - Max Aub


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corre durante la noche para mantener viva la luz del sol durante su ocultación, su «bajada a los infiernos». Este rito, que desde su origen en Mesopotamia se extiende a Creta y a Grecia, difundiéndose luego por el resto del Mediterráneo, se celebraba originariamente en marzo-abril y en septiembre-octubre, fecha esta última que coincide con la celebración de Viver. La relación del toro con el laberinto nos la ofrece R. F. Willetts: «Since the sun was conceived as a bull, it seems likely that the Labyrinth of Knossos was an arena or orchestra of solar pattern designed for the performance of a mimetic dance in which a dancer masqueraded as a bull and represented the movement of the sun».9 Y poco después añade: «The Labyrinth built by Dedalos was recognized in Antiquity as an imitation of the Egyptian Labyrinth, which, in turn, was generally believed to be sacred to the sun» (103). El mismo dios-toro aparece en la religión de los fenicios, también relacionado con el año solar. Y en las monedas de Knossos aparece la figura del Minotauro, y de un sol o de una estrella en su lugar. Más adelante, en la novela Campo de sangre, el personaje Don Leandro el archivero, comentando los orígenes histórico-mitológicos de Teruel, hablará del toro coronado por una estrella que, indudablemente, está relacionado con el toro de fuego de Viver.

      La importancia de este episodio en la organización estructural de su proyectada pentalogía, y el valor simbólico al que nos hemos referido, están subrayados no solo por el hecho de ocupar el primer capítulo de la primera novela de la serie, sino porque las referencias e imágenes laberínticas se suceden a lo largo de toda la serie, y, evidentemente, ocupan de nuevo las últimas páginas de la última novela, Campo de los almendros, en las que se vuelve a Viver, y al toro de fuego.

      Igualmente significativo de la idea original de Aub es que el primer protagonista de El laberinto mágico sea un hombre del pueblo, un obrero y no un intelectual o un artista, como lo serán los personajes más importantes de las demás novelas, en las que, además, ninguno de ellos alcanzará el rol dominante que Rafael López Serrador tiene en Campo cerrado. Y notable es también que el narrador le siga desde su infancia, con intención evidente de ejemplificar en él a los individuos de la clase obrera –nótese que la novelita escrita el año anterior, El cojo, había tenido como protagonista a un campesino andaluz– para ofrecernos así una imagen de lo que pudo ser el conflicto para estas gentes que fueron su «carne de cañón», sus héroes populares y a la vez sus chivos expiatorios, y de la mezcla de entendimiento e inconsciencia con que fueron arrastrados al conflicto por quienes, de uno y otro bando, tomaban las decisiones. Evidente nos parece también que hay aquí un intento de entender sus espontáneas reacciones ante lo ya inevitable.

      Entretejida, pues, con la narración laberíntica, el narrador nos ofrece la historia de Rafael López Serrador, al que el lector conoce al mismo tiempo que sigue el relato de los diferentes aspectos de la celebración del toro de fuego, y supeditando, durante el primer capítulo, el conocimiento del personaje a la descripción del rito, de tal manera que queden ya para siempre íntimamente ligados el uno con el otro. De este modo el desarrollo de la vida de Rafael, tanto en las breves referencias a su infancia y escolarización primaria, como en los sucesivos cambios de su vida laboral y en sus traslados de Viver a Castellón, y de Castellón a Barcelona, resulta, a imagen y semejanza del rito, una mezcla de voluntariedad y de ceguera imprevisora, también patente en sus relaciones personales y sentimentales. No es, por otra parte, un personaje que el narrador haya querido presentarnos tomando distancias, viéndolo actuar exclusivamente desde fuera, a la manera de los relatos conductistas.

      El narrador, omnisciente, aunque focalizando preferentemente el relato en la perspectiva de Rafael, va dando cuenta –como un telón de fondo que periódicamente reaparece– de los acontecimientos políticos que se van produciendo en el país y respecto a los que, al principio, el personaje parece inconsciente o indiferente, aunque – intencionalmente– haya concordancias secretas entre los episodios de la vida del personaje y los eventos históricos. Así, Serrador, para librarse de la tiranía que ejerce sobre él una pareja de guardias civiles en Castellón, huye a Barcelona. Y este suceso se hace coincidir con el declive de la Dictadura de Primo de Rivera en 1929. Su asistencia a las clases nocturnas organizadas por la Diputación, y el consiguiente despertar a la cultura, sucede al tiempo de la breve dictadura de Berenguer. Su cambio de pensión y su transformación de dependiente de un taller de joyería en obrero de un taller de niquelado, que implican la pérdida de su primera novia, frustrada por el cambio de clase de Serrador, coinciden con la proclamación de la República. Mientras, el narrador va siguiendo en el relato las preocupaciones del protagonista, sus intentos de entender la vida y la sociedad que le rodea, y sus búsquedas y tanteos tras de un sentido para su propia existencia. A diferencia del personaje campesino protagonista de El cojo, puramente instintivo, Rafael va acumulando conocimientos y tanteando respuestas a sus inquietudes a través de su gusto temprano por la lectura, y de la orientación que le puede ofrecer luego en Barcelona la frecuentación de los ateneos libertarios, de bibliotecas y de libreros de ocasión. Más adelante podrá contrastar estos conocimientos adquiridos en los ambientes de la cultura obrera e izquierdista por su relación con las tertulias de café frecuentadas por un grupo de intelectuales entre los que figuran activistas de la naciente Falange barcelonesa.

      Pero, como corresponde a sus lagunas y carencias, la mayoría de sus gestos, acciones o inhibiciones son impulsivas y dictadas por la desorientación y la duda unas veces, otras por la inercia y el confuso complejo de inferioridad ante los intelectuales a los que ve expresarse y dictaminar con absoluto convencimiento acerca de cuestiones sobre las que él no se atrevería ni a opinar en público.

      El lector observará que la atención del narrador, centrada exclusivamente en Serrador durante las dos primeras etapas de su vida, la de Viver y la de Castellón –que ocupan sendos capítulos de la primera parte– y la breve etapa de su viaje y traslado a Barcelona –que ocupa el tercer y último capítulo de la primera parte–, se va dispersando en los capítulos de la segunda parte, durante los cuales se intensifica su función de testigo y observador de toda una galería de personajes: en el primero –«El Paralelo»– de la clase obrera con los que se relaciona en su trabajo y sus asuetos y en la pensión en la que se aloja. Todas estas presencias –contrastadas por la de su patrón en el taller de joyería– contribuyen a su primera tentativa de integración en los movimientos de la clase obrera, que se salda con la pérdida de su primer empleo y su primer gesto violento. En el segundo –«El Oro del Rhin»– empieza a alternar estas relaciones – particularmente de gentes relacionadas con el anarquismo y comunistas– con las de las tertulias de intelectuales, a las que le llevan un par de obreros desclasados que se han aficionado a la Falange, atraídos por la fachada sindicalista, anticapitalista y anticatalanista con la que se presentaban a los obreros de Barcelona de reciente inmigración. El momento en que Serrador deriva hacia la órbita de este grupo se produce después del paso del ecuador narrativo, que se sitúa en la mitad del capítulo, cuando intenta poner sobre el papel los resultados de una especie de examen de conciencia. Esboza una síntesis de su situación existencial partiendo, cartesiano a sabiendas, «de cero». Se hace cuatro preguntas: ¿Qué soy? ¿Con quién estoy? ¿Qué he sido? y ¿Qué debo hacer?, y a las cuatro intenta responder. Pero el gesto final de hacer pedazos los papeles tan laboriosamente pergeñados, y reducir luego todo a dos simples preguntas y dos escuetas respuestas (¿Qué justifica mi vida? y ¿Qué merece que la sacrifique?, respondidas con una simple proclama de amor a la humanidad) evidencian el estado de inquietud confusa en que el personaje se debate.

      Los planteamientos ideológicos y las discusiones de las que, a partir de esta encrucijada, Serrador es más espectador y asombrado testigo que partícipe responden ya a lo que pudieron ser los debates reales en los que el propio Max Aub participó en esos años en que la Segunda República iba enredándose en sus propias vacilaciones e inconsecuencias, y tropezando con todos los obstáculos que, arteramente, las fuerzas del antiguo régimen colocaban en su camino, amparándose precisamente en los derechos constitucionales que la República había hecho posibles en el país. Las actitudes y los enfrentamientos entre los intelectuales y los miembros de las diferentes capas de la burguesía se van acentuando y polarizando cada vez más –capítulo tercero de la segunda parte: «Prat de Llobregat»–, y la introducción del desorden callejero y las reacciones de las fuerzas del orden, excesivas unas veces y otras inoperantes, que se van


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