Campo Cerrado. Max Aub

Campo Cerrado - Max Aub


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del Laberinto, aparecen personajes históricos, cierto, pero mezclados con una multitud de personajes imaginarios. Ahora bien, la realidad es que, por una parte, muchos de esos personajes no tienen de imaginario más que el nombre, y, por otra, los que son totalmente imaginarios cumplen funciones complementarias al designio global de la obra, que no es otro, como afirma el propio Aub, que dejar un fiel testimonio de la tragedia histórica vivida por los españoles de su tiempo, desde la perspectiva y los puntos de vista de los vencidos. En una de sus cartas, nos decía Aub en 1964 que «siempre procuré atenerme, para el background de los Campos, a la verdad de los hechos».26 Y nos parece que tiene absolutamente razón el historiador Tuñón cuando considera que, además de las obras que constituyen El laberinto mágico propiamente dicho, novelas como La calle de Valverde o Las buenas intenciones son otras tantas contribuciones indispensables para entender ese vasto e imperecedero fresco histórico logrado por Aub.

      No vamos a entrar sino brevemente en la retórica discusión sobre atribuir o negar carácter de novela histórica a una obra como la de Aub, partiendo del criterio de que no se enfrenta, como solía ser exclusivo de la novela histórica del siglo XIX, a personajes y episodios de tiempos lejanos, sino a eventos y figuras de las cuales el propio autor es contemporáneo y, en ciertos casos, testigo. Parece evidente que no es la datación de los hechos un criterio distintivo, sino la voluntad del escritor de hibridar la Novela y la Historia no solo sin permitirse libertades con respecto a esta, sino con manifiesta intención testimonial, cronística. A ningún historiador, por cierto, se le ha negado el carácter histórico de su obra por dedicarla a hechos contemporáneos suyos. Y, por el contrario, no se puede acordar con la misma facilidad el carácter de históricas a las novelas en las que la invención del narrador es la nota dominante y la documentación subyacente, mínima. No hará falta señalar con el dedo alguna de las numerosas producciones que hoy se publican con notable éxito y que no por tratar de personajes históricos como el rey Boabdil o la reina Cleopatra podrían considerarse fuentes documentales para la historia de tales personajes, ni lo han pretendido, por cierto, sus autores. Quizás haya que recurrir a aclaraciones sanchopancescas, estilo «baciyelmo», para acordar los pareceres discordantes, y considerar una gama de textos que van de la historia apenas novelada a la novela apenas teñida de historia, pasando por todas las combinaciones intermedias.

      En otros lugares hemos entrado en la discusión sobre la incompatibilidad entre novela –cuyo fundamento básico sería la ficcionalidad– e historiografía, que aspira a dar cuenta de la verdad histórica, a ser un correlato de «realidad objetiva verificable».27 Y llegábamos a la conclusión de que, al menos hasta el presente, todos los intentos de hacer Historia en forma de discurso narrativo, a la rigurosa luz de la epistemología, no resisten el examen de la supuesta cientificidad de su discurso. La distancia, pues, entre el discurso historiográfico, que no puede aspirar más que a presentar esbozos de explicación, y la novela histórica, cuya pretensión puede no pasar de lo estrictamente testimonial, aunque siempre apunten los intentos explicativos, se reduce a un mínimo que anula la supuesta incompatibilidad entre uno y otro discurso.28 Por la misma ocasión hemos intentado incluso una tipología de la novela histórica, partiendo de la teoría de los modelos de mundo, y proponiendo cuatro tipos de novela histórica. De los cuatro, la obra de Aub se acercaría más al segundo, es decir, un tipo de obra narrativa en el que la referencialidad apunta predominantemente a un modelo de mundo real y verificable, y, como apoyatura, a un modelo de mundo imaginario pero construido únicamente con efectos de realidad o, dicho más tradicionalmente, de manera que suscite en el lector una incondicionada impresión de verosimilitud, y que se produzca de tal manera que, en la lectura del texto, no se puedan apreciar las soldaduras entre los elementos –personas y hechos– que un historiador admitiría como de acuerdo con la verdad, y aquellos otros en que la imaginación del autor ha intervenido, y que solo el historiador profesional sería capaz de detectar como no histórico. La posibilidad de que la soldadura entre lo estrictamente verificable y lo parcialmente o enteramente imaginado fuese percibida por el lector se la planteó el propio Max Aub, como queda constancia en las llamadas páginas azules de Campo de los almendros. Y apostó, razonablemente, por que esas soldaduras, evidentes no solo para los historiadores sino para sus compañeros de generación y sus contemporáneos, se fueran difuminando con el tiempo, como ha venido sucediendo en las sucesivas generaciones de lectores de novelas históricas como La guerra y la paz de Tolstoi.

      En suma, de que sea legítimo considerar Campo cerrado como novela histórica, no nos cabe la menor duda. Hasta el extremo –que hemos señalado en una de nuestras notas al texto– de que alguna secuencia de la obra ha sido utilizada por el propio Tuñón de Lara en una obra de carácter estrictamente histórico.29

      Pero tampoco nos engañemos, El laberinto mágico no es una vasta obra en clave, en la que cada personaje correspondería a una persona real, de la que sería vivo reflejo o pintado retrato. Algún estudioso de Aub ha intentado, sin éxito, localizar en el pueblo de Viver de las Aguas a todos y cada uno de los personajes y personajillos que por el primer capítulo aparecen, como se verá en las anotaciones al texto. Los lugares resultan estar reproducidos con fidelidad, como las instituciones, los usos y costumbres. En cambio, pocos de los personajes han resultado tener un modelo en la realidad local de aquellos años. Los supervivientes con recuerdos de la época han podido dar pistas sobre el tipo del tartanero –el padre de Serrador– y poco más. Y sin mucho fundamento, podría pensarse que la vida de uno de los muy numerosos hijos de este tartanero de Viver dio pie a la creación del propio Serrador. Cabe, evidentemente, tener en cuenta el fenómeno de la desmemoria, que acaba por borrar a toda una multitud de gentes sin historia del recuerdo de los supervivientes. Y en ese sentido podríamos lícitamente interpretar su presencia en la novela como una variante del homenaje «al soldado desconocido». Pero sin duda este personaje sin importancia que protagoniza la entrada en ese Laberinto mágico, y que dejará su vida en el primer tranco, es, como Jean Valjean, el personaje de Los miserables de Victor Hugo, esa novela en la que Aub afirmaba haber aprendido a leer, una víctima inconsciente del determinismo social, que se despierta poco a poco a la condición humana, pero que acaba por asumirla únicamente en su hora trágicamente final.

      En fin, no cabe dudar tampoco de la modestia con que el autor contemplaba la utilidad de su labor, que comparaba con «la de ciertos clérigos o amanuenses en los albores de las nacionalidades: dar cuenta de los sucesos y recoger cantares de gesta».30

       4. La cuestión de la objetividad

      Relacionada con la pretensión del autor de ser testigo de su tiempo está la cuestión previa que se suele esgrimir a propósito de una supuesta y necesaria exigencia de objetividad en el manejo de los datos de la Historia por parte del narrador. Un primer aspecto de la cuestión, es decir, el peligro de toda novela histórica de incurrir en anacronismos involuntarios, está excluido de la problemática en torno a la obra que estamos examinando, debido a la contemporaneidad del autor con los sucesos y personajes a los que dedica su atención. El segundo aspecto concierne a los datos históricos o biográficos utilizados por el narrador dentro de su novela, y a su capacidad para pasar el examen de veridicción. En tanto en cuanto se trata de datos absolutamente objetivos –antes citamos el caso de la presencia o ausencia de un personaje histórico en un determinado momento y lugar– es evidente que la verificación es realizable. Más complejo es determinar si son o no conformes a la verdad las intenciones o expresiones manifiestas en los actos o las palabras de los personajes. Y, por último, resulta totalmente rechazable, desde una perspectiva científica, descalificar una novela histórica no porque lo que en ella se relate no sea verdad, sino porque no todo lo ocurrido aparezca relatado o transcrito. Y, sin embargo, ese es el argumento al que se suele recurrir para invalidar una obra, sobre la base de que, como consecuencia de esas ausencias, la interpretación del conjunto resultará falseada. No se nos ocurre mejor ejemplo que la «Carta del Director» aparecida en Índice de artes y letras, a propósito de Campo abierto, y a la que volveremos al tratar de esta segunda novela del ciclo. Fundándose en que Aub no había vivido la guerra en la zona rebelde, este director no solo consideraba falso el capítulo en el que se relatan las peripecias de un personaje que acabará pasándose a la zona republicana,


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