Campo Cerrado. Max Aub

Campo Cerrado - Max Aub


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textuales. Pero en los años en que Aub se había formado literariamente, la literatura española atravesaba por una fase de mímesis barroco-clasicista, con una clara vocación de estilo de segundo grado, de estilo literario que juega sobre otro estilo ya de por sí literaturizado, restringiendo así su disfrute a las «minorías egregias», capaces de descodificar ese juego de lenguajes. Paralelamente a esta, otra tendencia de apariencia más popularista –la protagonizada por la desmelenada prosa de Ramón Gómez de la Serna–, por su aparente descuido, por su descarada falta de respeto a la norma académica, daba lugar a una prosa imaginista, neologizante y bárbara, que se alejaba, por el otro extremo, de la lengua común. Pero es evidente que por esta segunda avenida, en manos de creadores menos dotados para ese desmelenamiento prosístico, la pérdida del respeto a la gramática, asociada con tendencias populistas de acercamiento a las masas urbanas o a las campesinas, cuyas reivindicaciones se iban a acentuar durante la década de los treinta, propició la mímesis de la lengua hablada popular, manifiesta en toda la novelística hoy etiquetada como «social», pero también en la literatura más ostentosamente dirigida a los recién alfabetizados. Vendría, en fin, la guerra a imponer en la zona republicana un abierto sincorbatismo estilístico y la decadencia de la manera eufemística. Incluso escritores de los comienzos de siglo como Eduardo Zamacois, quien ni siquiera en sus producciones «eróticas» se había atrevido a utilizar el lenguaje coloquial, intenta ahora hacerlo, como queda de manifiesto en su novela El asedio de Madrid, de 1938. Así que, cuando en 1939-40, Aub redacta sus primeras novelas del ciclo, se deja llevar a una composición fuertemente contrastada: por un lado, en las secuencias narrativas se entrega a una creatividad marcadamente neoconceptista, y al uso de un rico vocabulario que no retrocede ante el riesgo de traspasar los límites de la capacidad interpretativa del lector. Esta tendencia, derivaba de su formación vanguardista y de su frecuentación de la tertulia literaria de Luys Santamarina (el Salomar de Campo cerrado) y de su revista Azor. La poética neoclásica de Santamarina estaba fundada, tal como se retrata en la novela, en su asiduidad con los prosistas clásicos, particularmente del XVI, de cuya lectura iba extrayendo un abundante fichero léxico.

      Pero por otro lado, en las secuencias dialogadas, Aub renuncia a los eufemismos, los puntos suspensivos, o las iniciales seguidas de puntos suspensivos, es decir, los habituales límites ante los que se detenían los más atrevidos prosistas del realismo y el naturalismo, y que ya los menos escrupulosos «demagogos» habían empezado a traspasar. No obstante lo cual, cuando Aub se enfrenta a la impresión de su primera novela en 1943, y teniendo en cuenta lo que también había hecho en las otras dos novelas ya redactadas, se siente obligado a añadir en su prefacio una nota –la hemos transcrito en esta edición– para explicar y justificarse por la decisión de rebasar esos límites. Esta actitud podría resultar peregrina después de todo lo que se había escrito y publicado durante la guerra, y de la tendencia a abandonar los frenos del coloquialismo en la vida cotidiana de la República, relajación probablemente causada por el deseo de distanciarse del antiguo régimen en los usos y las costumbres, y que alcanzaría también a la progresiva liberación feminista. Y peregrina también porque, si bien Aub podía imaginar la brutal vuelta atrás causada por la represión franquista en todos los órdenes, incluyendo, evidentemente, todos los aspectos de la vida cotidiana –probablemente las noticias iban llegando a pesar de todas las dificultades causadas por la segunda guerra mundial–, era imposible pensar que sus novelas iban a tener pronto un público lector en España. No obstante, cabría imaginar que esta justificación fuera dirigida no a sus compañeros de exilio, sino al probable lector mexicano, cuyas buenas maneras los refugiados habían tenido sobradas ocasiones de observar y tal vez aprendido a respetar.42 En cuanto a la desaparición de todo el prólogo en la edición veracruzana, pudo ser abonada tanto por el cambio del proyecto como por la transformación sufrida en los usos literarios desde entonces, y que no ha hecho sino acentuarse hasta la actualidad, cuando ya no solo en la literatura para ser leída sino en la representada – teatro, guión cinematográfico– han saltado todas las barreras.43 Pero Aub aún no se permite entrar sin reservas en el territorio del léxico zafio y escatológico, y no renuncia, sobre todo cuando hablan el narrador o personajes del estamento intelectual burgués, al recurso a los eufemismos –a menudo novedosos– produciendo de esa manera un efecto contrastante, no exento de ironía.

      Otra cuestión relacionada con la anterior es la preocupación del escritor por la originalidad, por la habitual búsqueda de un «estilo propio», a la que su generación estaba acostumbrada a partir de su admiración por las grandes figuras del 98. Tanto el narrador como los personajes que pertenecen al gremio se manifiestan a lo largo del Laberinto sobre esta cuestión, cuasi aporética, puesto que el escritor de este siglo es heredero de una larga tradición literaria que ha asumido como propia, y que, salvo en momentos de pasajera euforia,44 o cuando se quiere hacer de la necesidad virtud,45 no es renunciable, porque es el fundamento mismo de cualquier construcción literaria. Solo el que ha leído mucha poesía puede adquirir la suficiente maestría para crearla, y el reciente ejemplo del Premio Nobel Saramago, cuya maduración tardía es el efecto de su retraso en penetrar en el espacio literario, es suficiente prueba de que tampoco son posibles los «pastores novelistas», aunque sí los pastores sabios: que hay cultura sin literatura, aunque no puede haber literatura sin cultura literaria. La búsqueda de la originalidad es en la literatura la constante renovación del mito del vellocino de oro. Y más mítica parece cuanto más vieja es una cultura literaria.

      Pero lo cierto es que la actitud pesimista que manifiestan a veces los personajes de Aub al respecto nos parece originada en otro mito por arraigado no menos falso: el que da metafóricamente a la lengua atributos que no le son propios: los de la condición biológica. Las lenguas no nacen, tienen una fase juvenil, maduran y acaban decrépitas para finalmente perecer. Son los nombres con los que las designamos los que mueren. El latín es el nombre que se le dio a un idioma enriquecido con aportes diversos, y que en su expansión y dispersión fue incrementándose y modificándose con aportes nuevos hasta una diversificación que rompía en vastos fragmentos su capacidad comunicativa, por lo que, en función de esta ruptura, fue perdiendo su nombre único, reemplazado por nombres que generalmente les dieron, como suele ocurrir, no quienes lo utilizaban sino sus vecinos que ya no les entendían.46 La vitalidad de las lenguas es la vitalidad de la especie humana: indefinida. Y el escritor abrumado por el peso de la tradición, si capta esa realidad, sea racional o sea instintivamente, acaba saliendo de esa forma desesperada que es el pastiche intencional que tanto ha dominado en el laberinto del arte contemporáneo, y recurre, tarde o temprano, a la fuente en la que el idioma está, como siempre, renovándose: en el habla de los menos sujetos a las disciplinas escolares, de los más ajenos a las normas académicas. O al menos, así ha sido hasta la terrible epidemia de alalia progresiva a la que están sometidos los países en los que los medios audiovisuales imponen su dictadura y reducen a las masas a espectadores mudos. Recientemente ha manifestado su desolación el novelista Félix de Azúa al comparar la volubilidad y riqueza expresiva de campesinos centroamericanos aún no sometidos a la universal dictadura del Gran Espectáculo Único, con los tartamudeos de nuestros más jóvenes retoños, ricos en euros y en juegos electrónicos.47 Pero este ya es otro universo que ni el narrador ni los personajes aubianos alcanzaron a ver. El pesimismo que tiñe las ideas literarias de sus personajes y del propio Aub cuando habla como autor, tenía su fundamento en esa falsa metáfora biológica de la que, inconscientemente, se liberó en los mejores momentos de su genio creador, que fue lo suficientemente fuerte como para superar sus propios prejuicios. Se equivoca su Jusep Torres cuando afirma que «las grandes épocas literarias corresponden al esplendor del idioma, cuando los escritores están inmersos en el instrumento que les hace falta» y yerra el propio Aub cuando afirma que, después de Cervantes, que habría estado en la cumbre por la novedad del idioma, «los que siguen buscarán la novedad en la idea, no en las palabras, así las retuerzan, o llegadas a su término».48 Son otras, y ajenas a la historia interna de las lenguas, las causas que hacen que una literatura pase por fases más o menos brillantes, pero no es aquí el lugar ni disponemos del espacio para poner las cosas en claro.

      Otra cuestión es que el peso de la cultura gravite sobre las personas para influir sobre su manera de ver las cosas, y así, el personaje de Salomar no puede menos de acordarse de la entrada de Don Quijote en Barcelona, tal y como la describe


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