Campo Cerrado. Max Aub

Campo Cerrado - Max Aub


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y las caballerías, que aprecian otro tanto: lo atestiguan dichos y canciones: todavía llegan allí los zorongos75 y las jotas; se las oye por montes y campos.

      Mueren por aquella tierra los olivares; más arriba solo quedan carrascas, jaramagos, romero y zarzas. Los inviernos son largos y con nieve. Ido el toro de fuego, muérense los campos quedándose quietos. Algunos perdigachos más listos que el hambre salen duros al menor ruido. Las casuchas pardas solo saben del cielo por los lentos humos de sus chimeneas. El agua sigue corriendo igual a sí misma. Por los campos dormidos va y viene cada día el carromato amarillo del padre de Rafael Serrador. Cada día las pocas palabras que se cruzan son para tratar de la compra de una camioneta de ocasión, una Ford casi nueva, carrozada que no se puede pedir más. El tráfico es escaso, solo los días de mercado en Segorbe bajan unos cuantos del pueblo para volver a la noche. No traen en los ojos ni reflejos del pueblo grande.

      Los años van cayendo y Rafael Serrador los atraviesa; crece poco a poco sacando la cabeza por unas hojas enormes que cada año, cual corteza, caen sobre la serranía añadiendo canas donde ya no cabe gloria. Ya deletreó los dos libracos sin enterarse de gran cosa; ya le tienen por mayor y le mandan a Castellón, de aprendiz en una platería. Aquel año, por casualidad, no hubo toro de fuego; había gobernador nuevo de la víspera y, con el acostumbrado lujo de adjetivos laudatorios en la prensa local, prohibió las vaquillas en toda la provincia –siempre dispuesto a conceder autorizaciones especiales–. Como pedía más que los anteriores y no hubo tiempo de regatear ni modo de complacerle, quedóse el pueblo sin toro y el gobernador como político «nuevo» y hombre integérrimo.

       2. Castellón de la Plana

      Castellón es un pueblo chato, ancho, sin más carácter que la falta de él. Las casas son blancas, con un piso a cuestas, desván y terrado donde secar la ropa; sin más fantasía que el zócalo imitando mármol, veteado gris, rosa o verde. Las impostas y las cornisas, sin adorno; los balcones, corridos,76 de serie; las barandas, jarrones o voleos77 que el moldeador haya tenido a bien enviar al maestro de obras; las persianas, verdes o sucias. De tarde en tarde –una docena por toda la población– un caserón estilo «renacimiento español» con blasón y tragaluces de cemento portland, el dintel y el friso rameados,a las pilastras de estilo incierto, gran portal, gran balcón de forja, todo ello rematado con florones esféricos, veleta y pararrayos; las maderas pintadas de oscuro resaltan sobre la cola gris pinteada deb blanco de las falsas piedras; cruzando la barandilla, una palma con su lazo descolorido; da la argamasa en cartón, la madera en papel, el aire en pataratero, rimbombante, pompeado. Las calles anchas, el calor pegajoso, los carros muchos; el polvo se releva, retuerce y deposita a capricho de las blandas tolvaneras de cada esquina: no levanta polvo el viento sino el propio polvo.

      El mar no existe; hay puerto a lo lejos, y su comercio. Los negociantes –tez parda, nariz cinzolina, manos rugosas y duras, mesas escritorios con salvadera,78 poco amigos de filaterías– garganteros, desconfiados, regateadores, gustosos de cierto toreo efectista, agarrados a muerte a las rejas de los bancos, viven para su comercio; todos son hijos de la tierra rojal, ricos por herencia, mohatra o tozudez; no tienen más Dios que sus naranjos, ni más Virgen que la de los Desamparados (la patrona es la Magdalena, pero se la tiene en menos que a la valentina). Andan con blusa negra, camisa blanca, sombrero negro, pantalón negro, zapatos negros o alpargatas blancas, luciendo sus cheques, sus amigos de Hamburgo o Liverpool, sus perros de caza. El que más y el que menos estuvo en les Halles79 o en Bremen; traen de Europa un gran desprecio por lo que no sea suyo.

      –Xè, allà fa molt de fred.80

      Para ellos la cocina con mantequilla es un insulto personal. Hay quien se ha pasado meses y aun años nutriéndose en París o en Londres de huevos pasados por agua y jamón, y de este último tienen mucho que decir: –Lo llaman jamón de Parma y lo venden italianos.

      Todo vive de la naranja, que es sagrada –ella, sus manipulaciones, sus cursos, los abonos, los fletes, la temperatura y los cambios–. Lo demás inexiste: importa la tierra y su cuidado: a nadie se le ocurrirá construirse una casa a orillas del mar, sino huerta adentro, aunque el calor y los cínifes le obliguen a vivir a oscuras y a dormir entre tarlatanas. Los baños llegaron hace poco, y por el qué dirán, que en el mar, nunca –o, a lo sumo, mojarse las posaderas un día en San Sebastián, después de la feria de Valencia, en compañía de la cónyuge, para dar que hablar–. El pescado no suele ser plato corriente, como no esté dignificado por el arroz. Cuando se habla de agua se sobrentiende siempre que es la de riego. No hay rico que tenga canoa automóvil, coches, sí: Castellón de la Plana, paraíso de los Ford y de los Chevrolet; América del Norte les suena muy fuerte en los oídos y en las imaginaciones, y se ha injertado, estos años, mucha «California».

      El Casino es el Casino, muy Renacimiento español, más Renacimiento español81 que todo, con sus partidas de julepe, de dominó y sus tiradores: porque aquí, y en Valencia, el tiro de pichón82 no tiene el tono aristocrático que cobra en Andalucía o en Madrid.

      Alrededor de los naranjeros vive la ciudad, secuela de sus granjerías. En los penetrales sus: «mi señora»,83 sin faja, en unas mecedoras, abanican desmazaladamente sus sobaquinas; la anea se comba al peso redondo y blandengue; una alcarraza84 suda sobre un velador, cubierta con un paño de cáliz.

      –La Enriqueta, la Felisa... doña Perpetua... don Martín... En casa Pampló...85

      El gobernador es de tercera; las mancebías, pocas y sucias; los cafés se oyen de lejos: el dominó es el juego capital. Los únicos trabajadores que se ven son los carreros; las fábricas están en las afueras, la estación en la periferia; país de recaderos, ciudad quieta, lenta, pequeña, blanda y rica. Un Ateneo languidece frente a una acacia y algún maestro de escuela escribe modosos versos en valenciano.

      Un borracho es un acontecimiento; Rafael Serrador entró al servicio del borrachín del pueblo; los primeros días miráronle con lástima unas boquirrotas. Le sorprendió y les hizo visajes. Alzáronse de hombros, diéronle la espalda y le dejaron en paz.

      Lo que importa no es el platero –carantamaula y por mal nombre, el Rioja– sino la platera: baja y regordeta, mofletuda; la boca, la nariz y la barbilla caben en un duro,86 huélele a lo que se dirá el aliento; lúcele un tantico el apéndice;[c][87] tiene el mentoncillo partido como un melocotón; los ojos lelos, el pecho grande y alicaído, las caderas al vuelo, los tacones altos y un delantalillo finolis. Dicen que están casados por detrás de la iglesia88 y ella se adarga barbullando chismes a voleo: lo sabe la ciudad, tiénenle por ello cierto respeto y vienen, so capa de firmales o arracadas, a cazar a la queda, a lo que caiga, a costa del procurador o del sobrestante.

      La tiendad hace esquina, estuvo pintada de blanco con filetes dorados; el mostrador impide el paso al taller donde el maestro le da al tas lo que el trabajo dispone y el vino permite. Los escaparates se hacen a montón, los géneros se desparraman en orre,89 las novedades se cubren de polvo con la suficiente rapidez para no diferenciarsee de las maulas. Las principales diversiones son los viajantes de comercio y los mandilandines. Suele intentar la dueña enredar a los primeros con cierta filis,90 en busca de descuentos; algún simple se deja engañar y la cariampollada se crece sobre sus tacones; tiénese por gran comerciante, no deja de recordárselo cada noche a su legítimo:91 –¡Si no fuera por mí! Las ventas son al menorete,92 aunque algún revendedor viene de cuando en cuando al hilo de la recova; sale entonces el platero al palenque con su gandaya a cuestas para discutir precios y cantidades.

      La criada tiene quince años y tamaño de doce, las choquezuelas cárdenas de tanto darle a la aljofifa, las carnes magras, los ojos grandes y morenos, el pelo como tizne, las teticas limoneras, las articulaciones al parecer desgoznadas cuando trae y lleva el cubo de agua a la atarjea. Suélela ludir Rafael por puro gusto, sin saber por qué; ella lo rechaza con desvergüenza. Gusta de oír lo que no le importa; llámanla ya «la Piruja», y se suele probar pinjantes, manillas o brocamantones cuando los amos andan en otros menesteres. Rafael siente cierto respeto por la rabisalserilla


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