Campo Cerrado. Max Aub

Campo Cerrado - Max Aub


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los pies juntos, de mandar». Rafael López Serrador pasa rozando la fraternidad. Ulldecona, Santa Bárbara.118 Un ruido circular, atunelado, de hierros. Un dormilón rezonga:

      –El Ebro.

      Tortosa. «Tengo sueño: un pozo. Algo me liga a los vivos. ¿Cuándo volvería? El carricoche. Su padre, sus hermanos. No es posible que la mentira proporcione palizas. Si todo el mundo mintiese, no existiría mundo. Hay que decir la verdad y pegarse por ella, a pies juntillas;119 no ofender a padre ni madre. Siempre a pies juntillas, y a volapié».

      Despertó en Rubí. El sol, a ras de horizonte, le calentaba el muslo derecho. Tenía las manos sucias y ganas de mear. Fuese a hacer cola a la puerta de la «Toilette», como ella misma decía llamarse. Salía a la llanura del Llobregat como si el sueño y la noche hubiesen sido un gran túnel de Garraf.120 Le pareció la luz más clara y delgada que en la Plana. Enseñáronle el Tibidabo y luego Montjuich.121

      –¿No ha estado nunca en Barcelona? No deje de ver el Parque.122

      Sobre el campo, una capa de niebla. Divisaba una parte de la ciudad puesta en el horcajo de dos collados. En la falda frontera, los viajeros se pirran por ver las construcciones de la Exposición. Adivínanse andamiajes. Los humos suben derechos hacia el cielo, en toda la llanura. Se empeñan en enseñarle las atracciones del Tibidabo. Sans.123 Por los andenes vocean La Vanguardia y El Día Gráfico. «Hasta la noche no llegarán a Castellón». Un túnel entrecortado. Casas de cuatro, cinco, seis pisos, vistas desde lo hondo de una trinchera.124

      El apeadero de Gracia, todo de mayólica blanca, más estrecho, más poca cosa de lo que se había figurado. Salen de nuevo a la luz de la mañana. Una plaza de toros, de ladrillo y azulejos blancos y azules, varios pasos a nivel, con autobuses rojos con imperial, y largos tranvías amarillos. La ciudad tiene, a la altura de sus tejados, un tinte morado carmesí de sal que huyec al zarco de una mañana sin nubes. Brilla la rosada en las escasas hierbas de las esquinas de solares pelados, cuya cerca los convierte en campos de fútbol. Lo que másd sorprende a Rafael son los menhires apanalados125 de la Sagrada Familia. Se promete ir a verlos de cerca tan pronto como pueda. Se multiplican las vías; ya se separan y ordenan entre andenes.

      Ya está con su maletín en la plaza Palacio. Se asombra de los árboles. Nadie le había dicho que hubiese plátanos copudos sombreando calles, y si se los figuraba, eran raquíticos como los de las plazoletas de Castellón. Los grandes parques eran otro cantar. Es su mayor sorpresa: ¡grandes árboles en medio de la ciudad! Las palmeras del Paseo de Colón. El platanar de las Ramblas. Los pájaros, los miles de gorriones. Lo demás le parece natural y pequeño. Da sin dificultad con la calle del Hospital, con la fonda de la Estrella, a la que va recomendado por un ferroviario conocido suyo.

      Danle y toma café con leche, se refresca la cara en una jofaina rosa realzada con dorados. Vuelve a la calle. ¡Qué pequeño y oscuro todo! ¡Cuánta gente para tan poco espacio! No se amilana por nada, nada le sorprende. Va en busca de trabajo: tiene toda la vida para ver Barcelona.

      Le gusta el piso alquitranado de la Boquería.126 Nunca ha visto calle tan dulce de pisar, pero ¡qué estrecho y negro todo! ¿Por qué tan hacinados? Cada casa una tienda, los portales sirven de escaparate. Aquí hasta los porteros son comerciantes. Y tanto hablar de tiendas... ¡Bah!: no tienen nada de particular.

      Llega a Baños Nuevos,127 tuerce a la izquierda, encuentra su número, sube a un primer piso: «Bisutería y Quincalla».

      Don Enrique Barberá Comas lee la carta de su representante de Castellón. Entra Rafael de aprendiz con veinte duros al mes.

      –Supongo que serás un muchacho serio. Yo no admito aquí ningún cantamañanas. Te tomo porque no estarás maleado. Y aquí podrás aprender. ¿Vas a misa? ¿No tienes familia navarra por casualidad?

      El chico no sabe qué contestar.

      –Bueno, no me importa. El ir a misa no le hace daño a nadie, a nadie.

      Llama al encargado, un viejo con guardapolvo gris.

      –Lo pone en el lugar del Quimet. Y ojo con él.

      Don Enrique Barberá Comas es carlista, pertenece a un círculo tradicionalista y lee El Correo Catalán. Tiene un gran desprecio por casi todos sus conterráneos, pero ese desprecio es grano de anís en comparación del que siente por el resto de los españoles, exceptuando a los navarros. Sus viajantes no pasan los umbrales de la Gran Cataluña, don Enrique tiene en menos comerciar con quien no entiende catalán. Es posible que sea difícil explicar cómo un monárquico absolutista puede sentirse tan unilateralmente arraigado a Cataluña, es posible que él mismo no se lo explique, seguramente no ha querido intentar explicárselo. Se encuentra bien así, y vive.

      El trabajo de Rafael no es divertido ni molesto. Consiste en hacer paquetes y llevarlos a la estación o a los recaderos. ¿Cómo son los catalanes? Es gente atada, se dice a los pocos días nuestro mancebo, replantada en su mismo mantillo, abonada por su mismo humor, irrigada por su propia lengua, más dada a los dineros que a su honra, y muy pagados de esta última. No hay gran descubrimiento, gran hazaña, Gran Metro, gran poema, gran puente, religión, pintura, batalla o cuerno que no tenga su catalán a la vuelta; ni filósofo como Llull,128 ni poeta como Maragall,129 ni general como el conde de Reus,130 ni aéreo131 como el de Montserrat, ni Exposición como la suya,132 ni salchichón como el de Vich, ni butifarra como la de la Garriga, ni músico como Albéniz.133 Todo esto lo sabía Rafael a los ocho días de su empleo por el afán proselitista y pedagógico de uno de los empleados, secretario de una entidad turística catalanista y tamborilero de una cobla muy principal.134 Y aprende que no hay agua como la de Canaletas,135 ni Vichy como el catalán;136 Enrique Borrás137 el mejor actor, Margarita Xirgu la mejor actriz y Terra Baixa el súmmum.138 Rafael oye y calla. No acaba de creerlo todo, pero se alegra de haber caído en país de tan buenas prendas.

      El otro aprendiz, cachigordete y fargallón, solo habla de fútbol; del gol de Alcántara en Burdeos, del traspaso de Samitier,139 de la semana de diarrea que tuvo él cuando lo supo. Echa llamas, sapos y víboras,140 orín y cámaras cuando alude al Club Deportivo Español, entidad anticatalanista, sostenida por algunos industriales en mal de baronías o marquesados o del reconocimiento afectuoso del Gobernador. Dios, o séase Zamora,141 ha dejado de ser Dios, a pesar de ser catalán, desde que pertenece a esa compañía. Y eso que las razones crematísticas ablandan corazones. Rafael no alcanza a comprender ni interesarse por la batalla de los goles, y menos con su actual salsilla política. (Va a desaparecer la dictadura de Primo de Rivera; las contiendas Barcelona-Español no volverán a tener el frenesí de aquellos años). A Rafael le parecen muchos hombres veintidós para un solo balón de cuero.

      Hizo migas con el mozo, un hombre sin edad, pequeñajo, todo él arrugas y muy subido de color, pelo ralo y salpimentado, malhablado a mediavoz, muy cumplidor, con la ojeriza del patrono que olía, sin pruebas, que el hombrecillo no era muy católico;142 teníanle todos en cuarentena por que143 el quincallero no dudara de las buenas prendas de cada cual.

      –¡Mala hierba! –mascullaba el almacenista con su Dios, Patria y Rey144 a cuestas, pero como no había razón para despedirle aguantábalo de mala gana–. Se añadían a esto otros motivos: don Enrique había heredado al mozo con el negocio de su suegro putativo, casado que estaba con una hija habida fuera del sacrosanto matrimonio del anterior dueño, hija única por otra parte y poseedora a la muerte de su padre de cuantiosas cuentas corrientes, bien pobladas anaquelerías que una vida asaz inmoral no le había impedido reunir al ya hacía tiempo finado. Mariano –así se llama el mozo– está muy enterado de todo, un tanto echacuervos que fue del difunto.

      Desde el punto de vista de la moral que defendía el actual patrono era un poco difícil explicar la boda de este. Sabíanlo todos y era fuente de comidillas y bordón de las nada divertidas bromas. Es de suponer que el bueno del partidario de Don Carlos se lo olía, y andaba roído por los adentros. Salíale


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