Campo Cerrado. Max Aub

Campo Cerrado - Max Aub


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Este año no hay bodas, dícese para declinar cualquier oferta ininteresante.f La importancia de una coyunda precípua se mide por el número de azucareros, convoyes y estuches de seis cucharillas de café del mismo tipo que los interesados coleccionan. Los lutos dejan menos, pero son más; el comercio está especializado en ellos; cadenas para abanicos y de reloj, leontinas, pendientes, peinecillos y gemelos, pinjantes, rosarios y ajorcas, alfileres, imperdibles y botones, monederos, dijes93 y collares, abalorios; todo negro, de cristal, corozo, madera o acero pavonado adornado con falsas ágatas o azabaches, o sencillamente de latón pintado; lo largo del luto mide la respetabilidad.

      Rafael entró para recados y teníanle de trajín todo el día. Cuando no andaba correteando y le tentaba –y se dejaba tentar de ella– una silla, recibía un escamón o un cachete, que de todo había, una orden y un plumero:

      –Quita el polvo, majareta. ¡Si no abriera una el ojo!

      Dábale a las plumas hasta que la platera le enviaba a otro mandado. No solía la dueña estar en la tienda, sino en sus adentros. Lo sabía la clientelag y la llamaban. A veces, después de un precipitado «Ya voy» tardaba en salir, sofocada y arreglándose el moño brillante de bandolina. Tomaba entonces su aspecto más impertinente, levantaba las medias almendras de su barbilla, mirando al intruso y cortándole con tajante:

      –¿Qué quería?

      Miope que era sin querer reconocerlo.h Quien se atrevió a recomendarle un oculista viose cubierto de improperios:

      –¡Métase en lo que le importa! En su casa falta gente y aquí aire. ¡Miope yo! ¿Yo con gafas? ¿Qué se ha creído?

      En cualquier otro momento era la obsequiosidad misma, melosa,i dándole coba al más pesado, desollando al ausente. Debíanse estas ausencias y tardanzas a la descocada rijosidad del personajillo. Bastábale probar bocado de su gusto o echarse al coleto un vaso de vino, al que no tenía en mucho, pero que apreciaba como vehículo de sus carnalidades, para, si el negocio lo permitía, acorralar al platero en un rincón, quillotrarlo y enredarse a él en las posturas más incómodas. Él la solía enristrar a la buena de Dios, pensando que algún día aquello se acabaría con la muerte. En la involuntaria altanería de la tendera, interrumpida en sus naturales retozos, debía verse la preocupación de no trasmitir al cliente el tufo fétido del platero; combatía ese hedor atiborrándose de pastillas de menta cuyo olor formaba, para quien hubiese sospechado algo, la cola, remate, girándula final del amor.

      A la noche emborrachábase el patrono, en casa o fuera; cuando esto último sucedía, traíalo el sereno hecho un mar de lágrimas. La mujer lo desnudaba sin decir ni pío, y con delicadas atenciones; eran los únicos momentos en los cuales le mostraba ternura, lo lavaba, peinaba y encamaba como un niño pequeño. Cada luna le traía una ilusión de preñez; a pesar de ciertas precisiones médicas, podía más el deseo. Rafael no entendía de esos altibajos del humor. Menstrualmente94 se le agriaba el carácter a la dueña, guiñábale el ojo la Piruja, pero él se quedaba in albis.95 Cuando el platero no estaba bebido, poníale la señora como un trapo y él lo aguantaba.

      Otro personaje importante de la tienda era el michino, un gato blanco de pelo largo y fino, ojillos de almendra verde jaspeados de jalde, zaíno para los desconocidos que le carantoñearan, muy sabedor de sus prerrogativas, celoso de sus dominios. Traía locos a sus amos, desvelados en todo momento por su humor, su salud y posibles deseos; lucía gran collar y placa, candado y toda la pesca.96 Su comida era función pertinente de la platera: si alguien entraba en el momento de la condimentación de los manjares debidos al mamiferillo teníase que esperar o volver; por nada de los mundos, este y el otro, hubiese almorzado el felino a las doce lo que le tocaba a las once. Los andares reposados, despreciativo de juegos sin provecho, miraba desde lo alto de su superioridad los afanes de ciertos corredores de bisutería empeñados en ganarse su simpatía a fuerza de bolitas de papel, maullidos engañadores, rascaduras en el mostrador u otras tretas infantiles. Paseábase señor por las vitrinas y el banco artesano, entre reasas, anillas, mosquetones, gargantillas y alambres, pisando aljófar, falsos corindones, aretes y demás zarandajas que esperaban compostura de la lima y los alicates del joyero. Era sagrado, aun cuando metiera los bigotes entre ama y comprador, y este se esturrufara. Hablábale entonces la filatera:

      –¿Qué quieres, precioso bonito? ¿Qué quieres, encanto? ¿Qué le dices a tu tururú?

      Se lo echaba al hombro con la esperanza de que tal prueba de cariño le permitiese liquidar el negocio; pero si el gato volvía a las andadas, le respetaba el gusto. Teníanle por hijo; le regañaban, muy serios, los zarracatines, cuando se iba de picos pardos, lo cual sucedía a menudo. La rebusca del minino por los alrededores era obligación de Rafael y parte importante de su trabajo.

      De toda esa época, que dura tres años, conservaj muy pocos recuerdos de adentro. A lo sumo se le pintan en la memoria los aledaños del comercio; se representa fácilmente ese tiempo bajo la forma de un grifo de latón; se encuentra ahogado, sin agua corriente; le falta la albórbola de los manantiales por la tierra. El agua es escasa y gorda, sácanla a fuerza de andarajes y motores, la reparten por acequias y azarbes, la retienen en depósitos y la distribuyen, ciega, por tubos de plomo; gástanla con parsimonia, cae en cazos y vasijas, cubos y palanganas, sobre el peltre y la loza, con un sordo ruido de columna trunca, cortada a gusto del consumidor. Rafael duerme en un catre, puesto en un recoveco, cerca de una pila de mármol ennichada en la pared; no ajusta la llave, y gotea la boca. De esta compañía constante Rafael Serrador se acordará siempre.

      La vida es chata y Rafael solo se preocupa y sorprende cuando, de tarde en tarde, se le erecta el pipí. El ama no le tolera amigos, robándole tiempo; los domingos se los pasa en el «maset», ayudando a los albañiles que lo levantan sin prisas; porque el negocio, a pesar de los bandazos, prospera, y los plateros construyen su casa de huerta, le dan forma a un jardincillo, plantan, como todos, una buganvillera –Josefa-Augusta dicen que se llama de verdad–, pasionarias, murcianas, geranios, dondiegos, malvarrosas y hierbaluisa. Un limonero y un mandarino les hace figurarse un huerto posible; ya venden, en sus conversaciones, las naranjas al mejor precio. Cada domingo traen un arbusto que plantar: jazmín o heliotropo; se va y se vuelve en tartana.

      La tierra es roja y parda, los árboles –cipreses y naranjos– verde eterno, los montes a lo muy lejos azulencos y violáceos, el cielo sin nubes, altísimo y cerúleo; las chicharras y las ranas roen calor y tiempo; los cuérnagos y las zanjas tienen el color subido, huelen a tierra llovida y revuelta, dejan –en horas– de ser acequias para venir a caminos hasta la hora del riego; el frescor permanece soterraño; barro a la pisada, la arcilla asciende a cascarria, su oscuro tinte cuadricula la llanura; por los balates crece poca hierba: el aprovechamiento del terreno no las permite.

      A Rafael, la Plana no le parece campo; para él el campo es cosa de altozanos y declives, gándaras; barrancos cantalinosos, con hazas colgadas al azar de las aguas; es el río y sus hocinos; tomillo, romero, piedras, retama y chaparros, alguna higuera y colmenas; lejanía: sorprender desde lo alto la boira97 dormida del valle envolviendo el pueblo montesino: los vientos fríos, la nieve; ni siquiera el cielo es idéntico: las estrellas son contadas al lado de las de su tierra dura.

      La vida fácil y lo caliginoso no le sorprenden, ni le ganan; ve la riqueza, pero le tiene sin cuidado, no comprende el respeto al solo dinero y la tierra no le parece de más precio por su rendimiento. Tiene a los naranjeros –orondos, un tanto pasmarotes y un mucho tragaldabas– por blandengues y demasiado bien afeitados; todo se le alcanza fácil y adormilado en ese país sin cuestas. Barrunta que existe algok en el mundo que exige esfuerzo: no sabe qué. Se retrae y calla y aprovecha la primera ocasión para arrearle una paliza al zurumbático hijo del vecino, que tiene la cara boba. Luego le pesa, por fácil.

      Algún domingo ve trasponerse la tarde, sentado en una piedra calcina,98 olvidada cerca de la verja; menea sin sentir y juega con una azadilla, rayando la tierra, buscando augures,99 los ojos fijos en no sabe qué, sin pensar. La atmósfera le sostiene. Cuando algo se mueve en la luz ya corrida,100 piensa: ¿Qué seré? El ser artífice joyero le gusta poco. ¿Volver al pueblo? El salir presupone no volver, como


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