Campo Cerrado. Max Aub

Campo Cerrado - Max Aub


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grandemente. Hasta la fecha había creído que la boca era la única cavidad propicia al amor y conducto natural de la generación, aunque no imaginaba fácilmente el modo. Alegróse infinito de su descubrimiento; se tuvo por mayor, y las nalgas y la horcajadura de la familia ganaron miradas de nuevo cuño.

      Inauguróse por aquellos domingos, con una paella excepcional y riojas alambrados, el nuevo excusado del «maset», taza de porcelana, asiento de caoba pulida y, aunque le prohibieron el uso del mismo al mozo –ancho es el campo y todavía hay clases–, le sonrió al joven la idea de sentarse para defecar; asombrado de lo cómodo de la postura, púsose a manosear su pene y vino sin más a descubrir la masturbación, más contento que unas pascuas; con esas le empezó a sombrear el bozo, graneado de barrillo.

      Tomaron los propietarios a su servicio, para guarda de la finquilla, una mujer hecha y derecha, viuda, como de cuarenta años, sin más cintura que el cordón de su delantal, con sus buenos ochenta kilos; de nombre Marieta; pescadora de oficio en otro tiempo; se quejaba amargamente de reuma, razón de su cambio de vida, aunque la verdad era que el trabajo no había sido nunca su debilidad; diose a buscar el sol por donde pegara y a hacer media para entretener las manos; sus hijos andaban al «bou», criados por una hermana suya que más tenían por madre que la verdadera. Venía a entretenerle las veladas, en las que el servicio le dejaba libre, cierto guardia civil muy amigo del difunto usufructuario, galleador, cariacuchillado y zancajoso, muy pagado de sí, que tenía enl mucho el machihembrarse102 con aquella mole pazpuerca103 y morena; ello le permitía aguantar con conmiserada sonrisa al triste de su sargento, seco y de cara larga, bigote cansado, dientes sarrosísimos, poco pelo y con una mujer que era una tormenta, con los rayos contínuamente al dispararse, más celosa que una avispa sin flores. El sargento se refugiaba en la aureola de sus galones y les hacía la vida dura a sus subordinados; especialista en tundas a huelguistas, garduños y novillerillos sin billete, descargaba en ellos su botaratería, y los golpes con que soñaba acardenalar a su irresistible consorte. Salía reconfortado de las palizas: hay dos clases de polizontes apuñeadores, los que gustan de la sangre y los que prefieren las contusiones internas; los primeros suelen cumplir su cometido a mano limpia, los otros prefieren para sus garatusas la culata del mosquetón. El sargento era de los primeros, el concubino de la Marieta de los segundos. Este último también tenía mujer: un tanto tísica, medrosa y triste la pobre, muy agarrada a la vida futura, que se figuraba como un cuartel enorme – hija y nieta de guardias civiles– lleno de ángeles con alas y galones, y Dios de Director General; tenía el concúbito conyugal en horror y por pecado y lo rehuía en lo posible; el guardia, Manolo de nombre, dábalo todo por bueno con tal que no le preguntase dónde compensaba. Manolo y Severiano, el de la celosa aragonesa, hacían, en lo que cabía, por lo que del sargento se ha dicho, buenas migas; se contaban sus miserias y hermaneaban a menudo en su afición al arroz, aunque el uno lo prefiriese caldoso y el otro seco, fuente de discusiones desapasionadas.

      Rafael llevó un sábado, a última hora de la tarde, unos aperos al «maset». Se le había hecho tarde en la tienda puliendo una pulsera acabada de componer. Dijéronle los plateros que se quedara a dormir en el campo, que ellos ya irían al día siguiente, a la hora de siempre: aquella noche pensaban ir al cine donde anunciaban una película de Francesca Bertini.104 Los horteras105 se remozaban con ello: habíanse conocido en un cine de Valencia, a la sombra de Pina Menichelli,106 y todo lo que oliera a cinematógrafo italiano les hacía mirarse con languidez. El viaje del rey y de Primo de Rivera a Italia,107 realizado por los días en que sucede lo que se narra, acababa de dar aire y peso a este extraordinario, porque no solían ir a espectáculo alguno.

      Rafael llegó a la casa cuando el anochecer se cubría de marino.108 No se sentía el vivir: la temperatura abolía todas las leyes, un grillo cosía en las esquinas el cielo a la tierra con puntadas en forma de serrucho. Marieta le daba a las agujas encalada en una meridiana.

      –¡Hola, xiquet!109

      Dejó el muchacho su carga en la habitación que servía para todo y vino a tomar el aire. Cenaron a poco entre el pan cenceño unas chuletas asadas y tomate frito, bebieron su porrón de tinto, la merdellona hizo café y aun tomaron una copa de coñac. La mujer le ofreció tabaco, que él con gran extrañeza de la prójima rehusó: no había fumado nunca.

       –Uy, quin senyoret! Deu sap quines coses farás quan no estiguenm davant! 110

      Rafael se caía de sueño y se fue a la cama. El casal, como sus lindantes, tenía en su planta baja la sala abierta a todos los vientos y dos alcobas. La guardiana dormía en el sobrado, frente a la azotea, donde solo se sube a tender: el paisaje les importa a todos un comino, aunque, quiéranlo o no, sobre los naranjales, hay al fondo una rayita de mar para alegría del corazón.

      Dormía Rafael, por una condescendencia solo explicable por la imposibilidad de volver aquella noche a la capital, en uno de los dormitorios de abajo. La cama era nueva, de madera marqueteada con nácares irisados, a su lado la mesilla de noche con su loncha de mármol rojizo sobre la que descansaba una palmatoria de aluminio, con bujía, y una caja de cerillas de cinco céntimos. Todavía no habían instalado la luz eléctrica, a pesar de las promesas hechas cada lunes al platero por un amigo suyo, empleado en la Electra Castellonense desde hacía veinte años. Las paredes estaban recién encaladas y el alizar brillante, verde y colorado. Rafael se desnudó; extrañó las sábanas limpias. Hacía calor y no se dormía. Se destapó y, por distraerse y buscar el sueño, empezó a masturbarse. En aquel momento, sin otra razón que el acecho, entreabrió la puerta la morena salaz y sin decir ni pío subióse a la cama arremangándose las faldas e introdujo ella misma la razón de ser del atónito mancebo en su muy arrastrado cauce. –Así no, bobo, así no –barbullía la mole.

      Rafael estaba callado y quieto.

      –¿No lo has hecho nunca?

      Y como asintiera negando con solo menear la cabeza, convirtióse la quillotra111 en devanadera loca, con gran susto del primerizo que no sabía a qué santo encomendarse. Comíaselo a besos la gran ladrona y el mocoso se dejaba. Repitieron dos veces la suerte variando las posturas; quiso la zalamerona quedarse a dormir, pero el estrena se negó en redondo. Fuese rezongando la maridada, no sin cien requiebros, prometiéndoselas felices para el amanecer, antes de que llegaran sus dueños, y así se lo hizo prometer a su irresoluta víctima. Tan pronto como la oyó por los techos se levantó Rafael y vistiendo camiseta y pantalón salió por la ventana al escaso jardín y por sobre el cercado a la huerta.

      «¿No era más que eso?».n Le sorprendía que el placer no fuese mayor, de otra manera. Le parecía el amor una cosa caótica y hecha de cualquier manera. Él se lo había figurado más ordenado: una ascensión al paraíso según las normas del catecismo, con tiempo sobrado para ver el paisaje a derecha e izquierda, con una llegada al destino que tuviese algo de la arribada a Nueva York: de un lado la estatua de la Libertad y del otro los rascacielos, como en el cine. Atemperaba su desilusión el sentimiento de haber cruzado el difícil estrecho que le separaba de los hombres; humillábale que aquello hubiese sido tan fácil, sin dolor, tan sucio, pegajoso y maloliente. Pero todo, ahora, en la vida, se le antojaba coser y cantar, puerto vencido. «¿Te das cuenta? –se decía– ¿te das cuenta?». Y no se contestaba. Había luna y el campo estaba embalsamado de azahar. Un tren corría a lo lejos.

      «Y ahora, ¿qué?». Por primera vez pensaba claramente en el futuro. Se imaginó Barcelona como algo que existía verdaderamente; se dio cuenta de que el correo de las diez y diez llegaba efectivamente a Barcelona. Hasta aquel momento, «el correo de Barcelona» era la denominación de un tren que pasaba por Castellón; ahora se percataba de que aquellos vagones iban a parar a una gran ciudad, que la gente que en ellos viajaba llegaba hasta allí, y allí vivía y trabajaba. Un millón de habitantes. Cuando un campesino piensa en algo más que en la capital cercana, sus vecinos le miran con atención y cuidado. Rafael se miró a sí mismo y se dijo: «¿Por qué no?». Su virginidad perdida trasformábase en geografía y la vida se le presentaba por vez primera como un camino.

      Volvióse a la cama con una gran locomotora en el cerebro y se durmió como piedra. Cuando salió el sol, no es que no


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