Leer antes. Márgara Noemí Averbach
al país, se divide a las culturas estadounidenses en tres: las que llegaron mucho antes y ya estaban en el continente en 1492; las que vinieron como mercancías, en el fondo de barcos esclavistas que los traían de África; y las de los que llegaron y siguen llegando como inmigrantes. La idea de convertirlas en una única cultura homogénea, esencialmente europea, es no sólo imposible sino horrorosa.
Pero no todos están de acuerdo con eso. Y así, el multiculturalismo despierta tanto defensas apasionadas como ataques furibundos (basta leer el prólogo al libro de Bloom para comprobarlo: un prólogo de barricada en el que se habla de “envidia” y “resentimiento”). Este modelo distinto, mucho más complicado y difícil de lograr en la realidad, defiende la diversidad cultural, tan contraria al binarismo implícito en fórmulas como “civilización o barbarie”. Y la verdad es que la diversidad cultural es tan indispensable para la cultura como la biológica para la vida. A diferencia de lo que pasaba en el acto de la fábrica Ford reconstruido por Eugenides, en un buen guiso, los gustos se combinan unos con otros. Y es la combinación lo que vale.
Arte y política versus arte o política
Tal vez no con ese título rimbombante, pero ese debate atraviesa casi todo lo que hago con respecto a la literatura. Eso sí: creo que, como debate, está mucho más en mi trabajo como profesora que en el momento mágico del verano en que me siento a escribir en un cuaderno, a mano, la primera versión de un cuento o una novela.
Es lógico. Escribir es un momento dulce y difícil y entero que, para mí, tiene que ver con palabras, historias, lectores, cuadernos, biromes. Todo eso y nada más. Los que deciden si lo que escribí un verano se publica o no un tiempo después —editores, jueces de concursos, directores de colecciones— empiezan a existir más tarde. Solamente más tarde, me resigno a ciertas quejas (“demasiado difícil”; “no sé si lo aceptarán en las escuelas”) y a sus consecuencias. Y es en esas quejas que aparece el debate. Pero cuando escribo, yo no pienso en nada de eso. Ese tiempo (el del verano), ese lugar (el cuaderno y la birome) respiran a un costado de todo lo demás. No hay debate ahí, ahí yo sé lo que quiero. Cuando enseño, en cambio, el debate está siempre presente.
Enseñar
Empecemos por eso, entonces. Yo no soy muy amante de los debates (y considero que eso es un defecto, no una cualidad) y mi viejo decía siempre que era mejor terminar primero con lo que es más duro y dejarse el postre (lo mejor de la comida, desde mi punto de vista porque soy amante de lo dulce) para el final.
En la academia, ese debate es constante. Yo hablo de él el primer día de clases porque sé que estoy en minoría y siento que los que eligieron mi materia (Literatura de los Estados Unidos) tienen que saber dónde están parados antes de decidir si siguen cursando la materia o no. El debate no se da exclusivamente en la Argentina: es central en el Occidente de los siglos XX y XXI. En el núcleo está la pregunta “¿hay relación entre el mundo artificial de la ficción y el mundo que respira fuera de las palabras?”. Es una pregunta nueva: hasta la mitad del siglo XX, esa relación se daba por sentada; ahora, ya no. Hay dos bandos en pugna. Por un lado, hay quienes (desde el estructuralismo y el postestructuralismo) afirman que la barrera que divide la ficción de lo que hay fuera de ella es imposible de atravesar y que, por lo tanto, el “texto” (nunca dicen “obra”, como si la escritura no fuera un trabajo) debe estudiarse en sí mismo, sin relación con el mundo “real”, incluyendo el “autor” (por eso se habla de “la muerte del autor” y por eso, autores como José Saramago protestan y dicen algo parecido a “este libro lleva una persona adentro les guste o no a los críticos”). Por el otro, algunos creemos que no se puede dudar del mundo al que se refieren las palabras y que toda literatura tiene una relación necesaria con ese mundo y por eso, es indefectiblemente política aunque no lo quiera. Y creemos que esa cualidad importa para entenderla. Para nosotros, toda literatura está íntimamente relacionada con el mundo que la produjo, ese en el que vive el autor o la autora. Entre los primeros, hay muchos (no todos) que dicen “si el arte es político, no es arte”. Un buen ejemplo es de Harold Bloom. Nosotros decimos “arte y política” siempre, hasta cuando no parece.
Escribir
Como dije al principio, para mí ahí no hay debate porque cuando escribo, yo estoy sola con mi manera de ver el mundo. Y yo quiero ser política en la escritura. Es por una posición política que mis historias suelen rechazar la idea del protagonista, del héroe. Es por una posición política que escribo novelas comunitarias, de grupo, en voces múltiples, no siempre humanas.
La política va más allá de las relaciones entre los seres humanos, creo yo. Y lo que quiero, siempre, es escribir sobre el planeta. Este planeta, el nuestro, no es humano solamente: lo compartimos con las montañas y los ríos y los mares y los animales y las plantas y el aire y las nubes. Sin ellos, no seríamos. En Occidente, fingimos que somos en la punta de una pirámide y que nada más importa. O que todo lo demás está ahí para nosotros, como recurso, como fuente de ganancia.
Hay sociedades (las de los pueblos originarios, por ejemplo) que no creen eso, sociedades que saben que las montañas y los animales y las plantas y el agua son nuestros parientes. Yo lo repito. Escribo sobre lo que creo verdadero: sobre esta, nuestra emergencia. Sobre un hecho cierto: sin este planeta, no somos. Y sin embargo, lo estamos destruyendo.
Escribir sobre eso es mi manera de hacer arte (porque sin arte, sin trabajo de lenguaje, la literatura tampoco sirve, eso también lo creo) y política.
El jardín de los senderos que se bifurcan: la novela estadounidense en el siglo XX
La variedad de la ficción novelística estadounidense en el siglo XX es tan inmensa que se hace totalmente imposible trazar una descripción razonable en una o dos páginas. En lugar de intentarlo, tal vez sea más productivo señalar ciertas direcciones o caminos evidentes, como si el panorama de la novela fuera la foto aérea de un jardín inmenso en la que se quisieran descubrir las líneas generales de una red abigarrada y compleja de comunicaciones y relaciones.
La novela es un género extraño: abierto, flexible, cambiante, marcado siempre por las ideas, concepciones y heridas de la sociedad que la produce. Tal vez por eso, se entiende que los académicos del Norte estén trabados en un debate feroz alrededor de la definición de una “lista”, un “canon” de novelistas estadounidenses. Es lógico que haya una discusión apasionada al respecto: definir qué entra en una literatura nacional y qué no, define en parte qué se entiende por esa nación. En otras palabras: según qué nombres se incluyan en la lista, el país que esa lista dice “representar” cambia por completo. Por ejemplo: si se eligen los nombres tradicionales, los más conocidos, los que se enseñaban en las universidades estadounidenses hasta la década de 1960 (Fitzgerald, Hemingway, Faulkner, Salinger, Updike...), la imagen que resulta de esa selección será la del país de los grupos más poderosos, un país centrado cuidadosamente en un grupo social: el de los hombres blancos (hombres, no mujeres), de ascendencia anglosajona y religión protestante (WASP, White, Anglo Saxon Protestant).
La novela WASP en el siglo XX
Esa definición tradicional de lo “estadounidense” gira alrededor de un mito nacional que se re escribe constantemente: el mito del “western”, con su héroe solitario y antisocial, que se aleja al galope de los pueblos para refugiarse en la naturaleza y que, muy frecuentemente, es experto en violencia y uso de armas de fuego. Hasta la década de 1960, la novela estadounidense se estudió sobre la base de esa lista tradicional. Para tomar los dos extremos de un siglo muy corto —y hablar solamente de lo más famoso, y tal vez lo que fue más importante en Latinoamérica por el peso de la influencia que tuvo—, en el principio (1920 es el año que culturalmente inauguró el XX) habría que nombrar a los dos escritores sagrados, William Faulkner en el Sur, Ernest Hemingway en el Medio Oeste (y después, en África, España, Cuba, el mundo). Esos dos novelistas —que competían por el Nóbel y lo consiguieron— crearon un universo literario dividido: por un lado, la prosa escueta, casi vacía de Hemingway; por otro, el Sur retorcido, adjetivado y turbio de Faulkner. En los dos, las mujeres eran poca cosa, y eran peligrosas; en los dos la violencia era extrema y había culpa, muerte, incomunicación y finales