Leer antes. Márgara Noemí Averbach
modelos de país para Estados Unidos: crisol de razas y multiculturalismo
En Middlesex, la novela con la que Jeffrey Eugenides ganó el Pulitzer a principios del siglo XXI, se describe la metáfora central del que fue el único modelo reconocido de país en los Estados Unidos hasta la década de 1960. El capítulo, de un humor desopilante y amargo, transcurre en la famosa fábrica de autos de Detroit, que, a principios de siglo XX, era un remolino de culturas. Henry Ford tomaba obreros de casi todas las procedencias y llevaba a cabo una política agresiva de asimilación: por ejemplo, su personal de seguridad revisaba si tenían cepillos de dientes en las casas y los obligaba a comprarse una casa y un auto en cuotas.
La novela describe el acto organizado por la fábrica para celebrar el día de las comunidades. En el escenario, se representa el modelo político que postulaban los poderosos del país en medio de la gran ola inmigratoria. El modelo lleva como nombre una metáfora: “crisol de razas”. Eugenides lo cuenta desde la visión de un inmigrante griego que todavía siente nostalgia por su país y no está integrado del todo aunque ya empieza a ser un mestizo cultural con un pie en sus tradiciones de origen y otro, en la vida que le propone el nuevo país.
Sobre el escenario, hay una olla enorme (el “crisol”) con una escalerita por la que suben, uno tras otro, representantes de distintas culturas en trajes tradicionales estereotipados (más relacionados con la forma en que la cultura blanca interpreta a esos pueblos que con la verdad; basta con leer Orientalismo de Edward Said para entenderlo). Cuando todos están dentro, alguien revuelve la olla y, ¿qué sale de ese guiso de costumbres, artes, lenguajes, valores? Algo increíblemente simple: un hombre (no una mujer) trajeado y moderno, claramente blanco, anglosajón y protestante (WASP), la minoría más poderosa del país.
El tono de Eugenides es irónico. El resultado del “crisol” es lógico dentro de los valores de “pureza” del modelo estadounidense, valores que incluyen un tabú absoluto: el de la mezcla de las razas. Fuera de ese universo etnocéntrico, ¿hay algo más imposible que ese guiso metafórico? ¿En qué clase de guiso se cuecen todos los ingredientes y la cocción elimina el gusto de todos salvo uno? El “crisol” es un recipiente para fundir metales y convertirlos en algo nuevo…, pero incluso en esa imagen, en la que el resultado es homogéneo, la homogeneidad no repite la de ninguno de los elementos originales. El metal que se crea es distinto de todos los originales. En cambio, en la metáfora del crisol de razas, los pueblos no blancos que aportan a la civilización estadounidense pierden sus “diferencias”, todas, y se convierten en WASPs desde un punto de vista cultural, ¡y hasta desde un punto de vista físico!
Esa idea sigue teniendo mucha fuerza, sobre todo entre los conservadores republicanos. No por nada las tribus amerindias tuvieron que esperar hasta mucho más allá de mediados del siglo XX para tener libertad religiosa, un valor esencial para los pioneros que llegaron a América del Norte. Cuando Schwarzenegger, gobernador de California, defiende la idea del “English only” (solamente inglés) en las escuelas (idea absurda para un estado donde una gran cantidad de habitantes habla castellano), está diciendo exactamente eso: solamente se es estadounidense si se habla inglés, si se cree en estos valores, si se abandona todo rasgo cultural diferente, todo pasado cultural distinto.
Desde la década de 1960, sin embargo, el modelo del “crisol” tiene un rival. Ese segundo modelo se describe a sí mismo en el nombre: “multiculturalismo” y es fruto de la resistencia constante que siempre llevaron a cabo las “minorías étnicas” estadounidenses contra la colonización cultural del “crisol de razas”, expresada en instituciones como la escuela (que trataba y trata todavía de imponer una historia, una manera de entender el mundo, una única serie de valores), el ejército o la justicia.
Un ejemplo entre muchísimos otros: hasta la mitad de siglo XX, la sociología blanca afirmaba que la cultura de los negros, arrastrados a América desde África en barcos esclavistas, era muy semejante a la blanca porque el cruce del Atlántico había convertido a los africanos en “tabulas rasas” sobre las que los amos habían impreso un idioma (el inglés), costumbres, valores y religiones occidentales. Esa descripción es fruto de la idea del “crisol de razas” y es profundamente falsa. La cultura negra no fue nunca igual a la blanca. No hubo “tabulas rasas”. África llegó a América: basta con estudiar los gustos, las costumbres, el lenguaje de los negros (un dialecto particular, muy distinto del inglés blanco estándar, al que suele llamarse “vernacular”), y por supuesto, la música. El jazz, única música original estadounidense, es una prueba evidente de que África cruzó el Atlántico: ritmo africano; instrumentos europeos (salvo la percusión). Un crisol de resultado bien diferente al que se representa en la fábrica de Eugenides.
La música fue parte de la resistencia cultural negra. También hubo resistencia lingüística, por ejemplo en el caso de los inmigrantes latinoamericanos (ilegales, en general), que se convirtieron en un grupo bilingüe con una literatura bilingüe que rechaza a cualquier grupo que desconozca el castellano. En el caso de las tribus amerindias, la defensa de la cultura de origen incluyó una resistencia contra la escuela, que impedía a los chicos hablar en su propia lengua y conservar las tradiciones, los valores, las costumbres y las creencias tradicionales.
El debate entre esos dos modelos de país sigue vigente desde la década de 1960 y es central porque es una discusión sobre identidad nacional, sobre quién es estadounidense. En esa década, los líderes de los negros, Martin Luther King, Malcolm X, las Panteras Negras y otros grupos hicieron notar en libros, acciones y discursos que, si “ser estadounidense” era ser el resultado del “crisol de razas”, había demasiados grupos que se quedaban fuera. Y por otra parte, los no WASPs que aceptan el crisol como modelo pagan un precio altísimo por esa opción porque el borramiento de lo que tienen de Otro causa daños profundos a nivel psicológico.
De eso trata, por ejemplo, la primera novela de la Premio Nóbel Toni Morrison: Ojos azules. La historia se abre con una cita de manual escolar, repetida tres veces (otra vez, la escuela como institución que impone cultura). El manual describe a una familia que se presenta como universal y que en realidad, es un matrimonio WASP de clase media con casa, auto y chicos de ojos azules. Primero, Morrison cita el párrafo tal cual aparecería en el texto. Lo repite por segunda vez sin puntuación y sin mayúsculas, lo cual lo vuelve inquietante. La tercera repetición elimina la separación entre palabras y entonces, el texto se convierte en un único bloque perturbador. Después, empieza la historia de una nena negra frente a un guión de vida imposible: según la escuela, para ser, hay que tener pelo rubio, ojos celestes y una casa de clase media. Nada de eso está disponible en el futuro de la nena negra. La alternativa es la locura. Por eso, apareció el multiculturalismo, un modelo que busca la convivencia igualitaria de muchas culturas. Basta con mirar cualquiera de las series estadounidenses actuales (incluso las fantásticas como True Blood) para saber que Estados Unidos no ha llegado a eso, que los dos modelos siguen luchando uno contra el otro en todos los ámbitos.
La academia literaria es uno de ellos y es lógico: se trata de un campo netamente “cultural” y, por lo tanto, muy ligado a la definición de una identidad nacional. ¿Qué autores forman el “canon” (la lista oficial de libros reconocidos)? ¿Qué autores representan al país? Los que apoyan la lista “oficial” anterior a 1960 (Harold Bloom, autor de El canon occidental, entre otros) sostienen que el único criterio era y es la “calidad”. ¿Pero existe la “calidad literaria” universal? ¿De qué dependería tal cosa cuando los parámetros de calidad se construyen sobre una base cultural específica, jamás universal?
Ese es el problema. Las feministas fueron las primeras en notarlo. Jane Tompkins, por ejemplo, ataca la idea del canon como universal y eterno en un artículo en el que compara antologías dedicadas a la literatura decimonónica estadounidense antes y después de 1960. Descubre que, en las anteriores, los autores eran casi todos hombres WASPs y que, después, la lista aceptó a negros, indios, mujeres, latinos, asiáticos. En ese proceso, la “calidad” se entendió como más compleja y menos unívoca. En el otro extremo de las cosas, ya a principios del siglo XXI, apareció una antología de “literatura estadounidense no escrita en inglés”… Y mal que le pese a Schwarzenegger, eso tiene sentido: ¿no es literatura estadounidense la de Isaac B. Singer, Premio