Leer antes. Márgara Noemí Averbach
humanos y el planeta, entre las distintas fuerzas naturales y la sociedad, entre los desastres que causamos a los demás y los que sufrimos nosotros mismos o es un fragmentarismo que habla de diversidad dentro de una unidad mayor. En ambos casos, un fragmentarismo provisorio que termina por instaurar una visión unitaria (pero heterogénea) de la novela misma, una visión que respeta diferencias individuales y culturales pero que es, en el fondo, netamente colectiva. Tal vez eso explique que, en gran parte, estas novelas no tengan protagonista a menos que se defina como tal al lugar en que transcurre la acción o a la comunidad toda.
Fin de siglo: festival de las diferencias
A principios del siglo XXI, en el jardín de la novela estadounidense, los senderos se abren en todas direcciones y hay espacio para las concepciones más disímiles y opuestas. Con sólo revisar lo publicado en la década de 1980 y 1990, basta para tener un buen muestrario de esta variedad. La novela “histórica” abarca en ese tiempo desde el feminismo apasionante de la Blonde de Joyce Carol Oates hasta el experimentalismo de Mason Dixon de Thomas Pynchon pasando por la revisión de la Guerra Civil en la última novela traducida de Jane Smiley, Las maravillosas aventuras de Lidie Newton. El posmodernismo más puro sigue adelante, no sólo con los intentos del mismo Pynchon sino también con los ensayos de autores como Steven Millhauser, que intentan un cruce de la literatura con artes visuales como la historieta o la pintura. El western todavía resiste: basta con leer En la frontera de McCormack o Donde los ríos cambian su curso de Spragg. Y, más allá de la increíble versatilidad de las mujeres novelistas más conocidas como la misma Smiley y Oates, hay nombres como Barbara Kingsolver con La Biblia envenenada o Melissa Banks con Manual de caza y pesca para chicas, tan sorprendentes como las dos primeras. Eso, sin hablar de los géneros populares (ciencia ficción, fantasía, policial, terror) que retienen dentro de sus filas a escritores de increíble valor a pesar del desprecio de cierta crítica tradicional que se niega a leerlos en profundidad.
Como se ve, en los Estados Unidos del último siglo, la novela ha sido un género de posibilidades infinitas, un género capaz de reproducirse y crecer como ningún otro. Por su vitalidad, se diría que, a pesar de los malos pronósticos que anuncian su muerte desde la década de 1960, la novela goza de una salud impecable y de un afán de aventuras digno de la adolescencia, un afán que la lleva simultáneamente hacia cientos de direcciones por su jardín mil veces bifurcado.
Los géneros populares: las ideas van y vienen
Como las jergas orales del pueblo, los géneros populares son semilleros de ideas, innovaciones, conceptos y recursos para la literatura “general”. Tienen sus lectores fanáticos, que aman el género y lo leen por lo que tiene de “genérico”, no por el autor ni por la calidad de cada libro. Pero eso no significa que algunos libros y algunos autores “de género” no sean directamente extraordinarios.
En la ciencia ficción, por ejemplo, hay una fuerte creación de recursos literarios que en otros tiempos se hubieran llamado “de vanguardia”, desde lenguajes nuevos hasta estructuras circulares, fragmentarias, y pictóricas, como las que proponen Kurt Vonnegut o William Gibson, entre otros. Las mujeres de la ciencia ficción (Lois McMasters Bujold, Ursula K. Le Guin, Suzy McKee Charnas, Cherryh) también han hecho aportes significativos tanto en los planteamientos socio-políticos como en las reconstrucciones de mundos que suelen caracterizar al género.
La novela policial, por su parte, ha tenido una relación de ida y vuelta con la novela de “literatura general”, para darle algún nombre. Autores de mucho renombre han escrito novelas y cuentos policiales (William Faulkner, entre muchísimos otros) y copiado esquemas, ideas y figuras típicas de ese género. Por otra parte, algunos escritores policiales han tomado recursos de la literatura “general” y enriquecido así el género.
Lo mismo ha sucedido con el terror (en el que Stephen King se está convirtiendo cada vez más en un autor que se estudia en la academia; ya era hora: su manejo del lenguaje suele ser capaz de dejar a sus lectores sin aliento), la “novela histórica” y hasta la novela romántica (que inspiró más de una vez versiones revulsivas de autoras feministas).
Hay autores posmodernos como John Irving cuya literatura no existiría sin las cadencias, recursos, estereotipos, problemáticas de los géneros populares, en quienes se apoya una y otra vez. Para dar sólo un ejemplo: la mal comprendida Un hijo del circo está sin duda relacionada con la novela policial ya que hay un crimen, un misterio, una investigación y una carga de miedo alrededor de un asesinato; Una mujer difícil narra otro crimen y otra investigación; Oración por Owen gira alrededor de varios misterios y de ciertas alusiones a la novela sentimental y religiosa.
Lo cierto es que las relaciones entre los géneros populares y la literatura “general” son profundas y fascinantes aunque no se las haya estudiado mucho. Si abrimos todavía más la mirada hacia géneros mixtos como la historieta y el cine, la novela estadounidense demuestra que su capacidad de asimilar, aprender y entregarse a otros géneros y espacios artísticos es sorprendente y está tan despierta como en el siglo XIX.
Literatura estadounidense: lo que hay detrás de una lista de nombres
El artículo de Gordon Burn sobre la novela estadounidense, publicado en Ñ el sábado 20 de marzo (de 2004), está basado en una falacia muy grande que me parece importante discutir. El problema va mucho más allá de una diferencia de opiniones sobre la descripción que se hace de esa ficción “nacional” o sobre su supuesta “decadencia”, mucho más allá de una “defensa” de esa literatura en sí misma.
Antes de pasar al análisis de ese punto en particular, quiero aclarar que la parte de “opinión” del artículo de Burn puede discutirse en un nivel mucho más personal, enfrentando lo que dice con una visión distinta pero igualmente discutible. En cuanto a las opiniones, Burn hace dos afirmaciones: por un lado, dice que la literatura estadounidense es desmesurada; por otro, se dedica a hablar de la frialdad y el cientificismo de los autores que nombra.
Si de opiniones se trata, yo creo que Burn tiene razón en cuanto a lo “exagerado” de la literatura estadounidense pero opino que eso es justamente lo que la hace maravillosa, como sucede con todas las literaturas del continente americano, cada una a su manera y en su propia dimensión, todas tan distintas de los mesurados autores europeos. Por otra parte, si de minimalismo se trata (es lo que Burn parece pedir al final de la nota), ¿por qué no hay mención alguna de Raymond Carver?
Juan Ramón Jiménez decía que había odiado la poesía de Pablo Neruda porque le parecía exagerada y monstruosa, hasta que viajó a América y comprendió que aquí, de este lado del Atlántico, la monstruosidad, la exageración era no sólo posible sino coherente. El deseo de minimalismo de Burn es muy europeo y además, muy personal porque no todos los lectores desean eso en los libros que leen. Yo soy un ejemplo en contrario: la desmesura de novelas como la de Jeffrey Eugenides, que él mismo nombra, es fabulosa y deseable para mí.
Por otro lado, su queja sobre la frialdad de la prosa en autores como Thomas Pynchon o, antes, Vladimir Nabokov, es otro punto opinable, y lo digo aunque, en esto en particular, me apunto con Burn. A mí tampoco me interesa la literatura que algunos llaman “autorreferencial”. Yo, como Burn, la llamo “fría” y “cerebral”. Pero nuevamente: hay lectores que la aprecian, escritores que se han nutrido de ella —ciertos escritores argentinos muy reconocidos, por ejemplo—, y por más que a algunos de nosotros nos parezca cansadora y aburrida, no es ni más fría ni más cerebral que ciertos autores ingleses irónicos como Tibor Fischer, por ejemplo.
¿Literatura nacional?
Sin embargo, el problema de la nota de Burn no está en esas opiniones, ni siquiera en el hecho de que él las presente —por lo menos en un principio—como algo menos personal que una “opinión”. Tampoco en el hecho de que, desde mi punto de vista, confunda la frialdad de lo científico con la maravilla de la desproporción bien utilizada, cosa que hace con Middlesex de Eugenides, una novela dedicada al mundo (no a la literatura), un libro claramente político, que no debería ponerse en la misma bolsa que las obras de Pynchon o Nabokov. Lo que realmente se puede criticar del artículo