Leer antes. Márgara Noemí Averbach
de este problema: Don DeLillo, Ring Lardner, Saul Bellow, Jonathan Frazer, Richard Powers, William Gibson, Norman Mailer, entre otros. Si se miran las fotos publicadas en Ñ, el punto queda todavía más evidente: son todos (todos) hombres, todos blancos (menos Saul Bellow y Eugenides, que no son “anglosajones” ni del todo blancos en la definición muy estrecha que se hace en los Estados Unidos de la palabra, ya que uno tiene antepasados judíos y otro antepasados griegos).
La cita de Harold Bloom, el hombre que más ha hecho para defender este tipo de lista con su inefable El canon occidental, no hace más que confirmar la posición de Burn. Y lo criticable no es que Burn lo cite sino que, en la textura de su nota (para usar una palabra que amarían Thomas Pynchon y Vladimir Nabokov), no haya ninguna marca que deje testimonio de que la visión de Bloom no es la única posible en una definición de “literatura nacional estadounidense”. Burn ni siquiera nombra una vez las posiciones de muchísimos críticos y estudiosos que se oponen al pensamiento representado por Bloom; y tampoco toca el tema de las razones por las cuales el prólogo de El canon occidental parece un discurso de barricada, escrito por alguien que se siente acorralado: la definición de Bloom no es la que más se utiliza en las universidades estadounidenses. Al contrario, Burn da por sentado que, si hablamos de “literatura”, estamos hablando de los “grandes nombres”, pero la lista de nombres que propone la nota simplifica y empobrece terriblemente la cultura que está examinando y la reduce al arte de los miembros de cierta clase social, cierto género, cierta raza.
El canon y sus bemoles
Por definición, el canon es una lista de nombres. En el caso del análisis de literaturas nacionales, son los nombres que, según se supone, representan al arte literario de una nación. Pero si se lo piensa sólo un momento, se verá que el canon es mucho más: esa lista de nombres es un espacio de lucha, un lugar en el que se producen debates y enfrentamientos por espacios en la lista. Una lucha para determinar qué se incluye en ella y qué no.
La definición canónica que da Burn de la literatura estadounidense tiene rivales muy serios ya desde la década de 1960, a partir de la lucha por los llamados Derechos Civiles que inauguraron tanto las mujeres como la minoría negra. Desde ese momento, hubo críticos y críticas que revisaron la lista “oficial” del “canon” literario y vieron vacíos enormes, enormes cegueras. Tanto ha cambiado la consideración de ese “canon” que, actualmente, críticos muy importantes como Eric Sundquist reivindican para la minoría negra (y esclava) la creación de géneros literarios totalmente originales —no copiados de Europa como la novela, el teatro, la poesía occidental— como las llamadas “Slave Narratives”, las narraciones autobiográficas de los esclavos escapados del Sur antes de la Guerra Civil, de las cuales la de Frederick Douglas es la más famosa.
Si se incluyen las Slaves Narratives en la literatura, el canon del siglo XIX cambia por completo y se puede decir, con todos los críticos negros —por ejemplo, Henry L. Gates—, que no era cierto que no hubiera escritores negros anteriores al movimiento del Renacimiento de Harlem en la década de 1920. Había y muchos: el problema era que no estaban incluidos en el canon. El canon era ciego a esas producciones. Los que lo manejaban habían decidido que nada que no fuera novela, teatro o poesía era literatura y eso dejaba fuera de la lista a autores como Douglas.
El “canon” es un instrumento ideológico y tiene sentido que hombres como Bloom se dediquen apasionadamente a defender la lista que proponen: esa defensa tiene que ver con una idea de nación, específicamente con quiénes están dentro de la nación y quiénes no. No es mi intención hablar de lo que significa “nación” ni de las pasiones que se relacionan con ese concepto —ese tema excede los límites de esta nota— pero sí quiero relacionar la lista de nombres literarios del canon, fría y aparentemente académica, con ese concepto y las pasiones que despierta. “¿Quiénes son nuestros escritores?” es una pregunta sumamente ligada a “¿quiénes somos?”
Janet Tompkins, crítica feminista, escribió un artículo al respecto, publicado hace años en castellano en la revista Feminaria. El artículo discute la idea de Bloom (y otros) según la cual la inclusión en el canon depende solamente de la “calidad” de cada texto y los autores incluidos serán valiosos tanto hoy como dentro de muchos años. Tompkins ataca la supuesta “eternidad” de los valores según los cuales se juzga esa calidad y lo hace de una forma muy simple: revisando antologías. Hay que aclarar que las antologías son la corporización del canon y tienen un título que lo declara: se llaman, por ejemplo, Antología de la literatura estadounidense, es decir que tienen un afán de abarcarlo todo, afán interesante de por sí.
Tompkins revisa y compara antologías estadounidenses muy conocidas desde la década de 1930 hasta el momento en que escribe su artículo y llega a la conclusión de que no hay nada “eterno”. A principios del siglo XX, esas antologías no tomaban a Emily Dickinson y en cambio, entronizaban la poesía de Longfellow. Lo que se leía de Edgar A. Poe era la poesía y no los cuentos (que es lo que se estudia ahora). La lista sigue. Tompkins afirma que cada época busca temas, formas y recursos muy diferentes en la literatura y que la “calidad” de la literatura depende también de qué se esté buscando en ella. Incluso el idioma está en juego: una nueva antología de literatura estadounidense publicada a fines de la década de 1990 se llama Antología de literatura estadounidense no escrita en inglés, con lo cual la definición de lo “nacional” cambia por completo y considera estadounidense obras escritas en castellano, alemán, polaco, mandarín y en los idiomas indios originales. No hay duda de que los políticos de California que abolieron el bilingüismo en las escuelas se enfurecen cuando les hablan de eso. Pero, ¿acaso Isaac B. Singer no es estadounidense aunque escriba en idish? Y sobre todo, ¿no son “americanos” los indios, que estuvieron en el territorio siglos antes que los anglosajones? En el otro extremo, ¿acaso nosotros, los argentinos, no leemos a William Hudson, que escribió sobre Argentina en inglés?
Hay una anécdota personal que viene muy al caso: en un curso al que asistí en los Estados Unidos, un curso en el que la visión general de la literatura era multicultural e incluía a las mujeres, hubo un único profesor que defendió el canon al estilo Bloom. Hizo una lista de nombres semejante a la que aparece en la nota de Burn. Furiosos con los vacíos evidentes en la lista, un compañero de curso y yo pensamos en un nombre que fuera indiscutible y se nos ocurrió preguntarle qué pensaba de una Premio Nóbel estadounidense, Toni Morrison. Nada más canónico que el Nóbel aunque la persona que lo reciba sea negra y mujer.
Supuse que el profesor me diría que Morrison no le parecía buena, que no le gustaba, es decir, que me daría una opinión discutible pero aceptable como la que da Burn en la nota. Si lo hubiera hecho, yo habría tenido que callarme. Morrison me parece uno de los genios que prueban que la literatura estadounidense está bien viva, pero no hay duda de que no a todos les gusta su ficción. Sin embargo, el profesor me sorprendió: dijo que no la había leído. Era un estudioso de la literatura de su país y nunca había leído a esa mujer, ganadora del mayor de los premios literarios del mundo. La siguiente pregunta por supuesto es ¿por qué no la había leído? ¿Por qué no le había interesado Morrison? ¿Tal vez porque no se parecía a lo que el canon quiere que sea un escritor nacional? ¿Porque era negra y mujer?
Otra lista
Lo correcto después de leer la nota de Burn es preguntarse si no hay otros nombres para considerar en lugar de la larga lista de hombres blancos que aparecen en ella. Y si, al agregar esos nombres alternativos, las características que da Burn a la “literatura estadounidense” no son bien diferentes.
Y la verdad es que sí hay otros nombres, nombres grandes como el Joyce Carol Oates (capaz de variar la voz, la estructura, el tema en cada una de sus novelas), el de Leslie Marmon Silko (tal vez la escritora más original de los Estados Unidos), el de Louise Erdrich, el de Greg Sarris, el de Sherman Alexie, el de Alice Walker, el de Isaac B. Singer, otro Nóbel. La lista es interminable y lo notable, lo que cuesta entender, es que Burn no considere importantes a ninguno de estos autores, ni siquiera a una Premio Nóbel como Toni Morrison.
Todas esas voces escriben cada una a su modo una ficción espectacular, desde la infinita diversidad que es la verdadera esencia de la literatura