La censura de la palabra. José Portolés Lázaro

La censura de la palabra - José Portolés Lázaro


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      Capítulo 2

      LA IDEOLOGÍA COMO NORMA

      Los seres humanos comparten intenciones y ello los conduce a cooperar. No se trata únicamente de algo aprendido de sus progenitores, sino que se asienta en una base evolutiva: estamos biológicamente adaptados para actuar cooperativamente como miembros de un grupo. De acuerdo con Tomasello (2013: 132), es casi inimaginable que dos chimpancés colaboren espontáneamente en transportar un objeto pesado o en fabricar algo, un comportamiento que, sin embargo, los seres humanos llevamos a cabo desde la infancia.

      Como vimos más arriba (§ 1.1), los seres humanos no solo actuamos de un modo físico, sino también con la palabra y, por tanto, no ha de extrañar que se hayan desarrollado normas también en este ámbito. El censor se ocupa como tercero de que se cumplan algunas de ellas impidiendo que se comunique algo.

      Con todo, cualquiera que trata de impedir que se comunique algo no adquiere una identidad censoria. No es un censor, por ejemplo, un joven que no desea que sus amigos revelen que se ha enamorado de una compañera de clase. Esto es así porque el censor no defiende únicamente sus opiniones personales, sino las creencias del grupo que representa o que cree representar en un momento dado. Defiende lo que se ha llamado una ideología. Van Dijk (2000: 54-56) explica su concepción de la ideología con una metáfora: como sucede con las gramáticas de las lenguas, que condicionan los usos particulares de los hablantes, las ideologías son «gramáticas» de las prácticas sociales específicas de un grupo. Les dicen a las personas qué deben pensar sobre distintas cuestiones sociales. Con otras palabras del mismo autor, se trata de sistemas de creencias evaluativas –opiniones– socialmente compartidas por grupos. Facultan a las personas que forman parte del grupo para «organizar la multitud de creencias sociales acerca de lo que sucede, bueno o malo, correcto o incorrecto –según ellos– y actuar en consecuencia» (van Dijk, 1999: 21). Así pues, para que haya censura, es preciso que alguien, por motivos ideológicos compartidos por un grupo, comprenda el respeto a su ideología como una norma que los demás también han de cumplir.

      Cuando en 1959 el entonces director de La Vanguardia Española Luis Martínez de Galinsoga interrumpió a un sacerdote que oficiaba la homilía en catalán y no en castellano –la única lengua oficial en la España franquista–, no lo hizo de forma individual, sino arrogándose el papel de defensor de la ideología del régimen político que se encontraba en el poder. Tampoco los patronos cataríes de la empleada que tenía su expresión limitada actuaban de un modo particular, sino respaldados por una ideología de la que participa un buen número de miembros de aquella sociedad.


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