La censura de la palabra. José Portolés Lázaro
También sería un acto censorio nada dominante ni hegemónico, y ahora al alcance de cualquier usuario de internet, la repetición de un comentario por parte de quien opina sobre una noticia en una publicación digital con el fin de desplazar fuera de la pantalla –la medida textual del nuevo medio– los anteriores comentarios de aquellos otros que no comparten sus ideas. Y es que el poder no es una fuerza estática e independiente de cada situación, sino una forma de comportamiento en una situación determinada.32 Thornborrow (2002: 8-9) considera que el poder es «a contextually sensitive phenomenon», en el que la asimetría entre los participantes no ocurre únicamente en la comunicación institucional, sino que también puede darse en la comunicación cotidiana. La diferencia en el caso de la interacción dentro de una institución se encuentra en que la identidad y el papel de los participantes y, en consecuencia, la asimetría se reconoce en el propio contexto, si bien se redefine en cada momento de la interacción. En cambio, en la interacción conversacional coloquial la simetría o asimetría entre los participantes se crea en la construcción de turnos. En definitiva, el poder de aquel con una identidad censoria en muchos casos se limita simplemente a la capacidad de que su acto de censura tenga efecto –se satisfaga (§ 4.2)– en un momento determinado, más que a una dominación y a una hegemonía ideológica en la sociedad en la que vive.
2.4 LA PERIFERIA DE LA CENSURA
De acuerdo con una definición de una censura prototípica como la que se ha adoptado, es esperable encontrar casos periféricos en los que se compartan algunas de las características del prototipo censorio y no otras. Por ello, la categorización de una interdicción de la palabra como censura con frecuencia no es sencilla.
En nuestra caracterización de la censura, hemos defendido como criterio de diferenciación una propiedad del comportamiento humano: la aplicación de normas por parte de terceros. No obstante, a causa del temor a la delación, en muchas ocasiones es difícil diferenciar cuándo, por parte de un emisor, hay una acomodación convergente en sus palabras hacia el destinatario de su mensaje (§ 1.2) o cuándo existe autocensura por temor a un grupo social que puede recibir el mensaje a través de la delación de un receptor (§ 5.1).
Otra duda que se presenta a la vista de los hechos recogidos es cuándo los miembros de un grupo, libremente adscritos a él, se convierten en censores del resto de sus compañeros al exigirles un comportamiento verbal determinado. En la Neakademia, que reunió en la Venecia de inicios del XVI el impresor Aldo Manuzio, era obligatorio hablar en griego y quienes no lo hacían debían pagar una multa. La cantidad recogida se utilizaba para abonar comidas comunes en las que se cantaban y recitaban poemas.33 Por su parte, el historiador de las ideas Peter Burke (1996: 146) cuenta cómo en la década de 1950 durante las comidas en el St John’s College de Oxford se reprobaba decir más de cinco palabras en una lengua extranjera, hablar fuera de lugar o mencionar a una señora. Quien transgredía estas normas debía pagar la cerveza de los otros comensales. Pues bien, ¿eran unos terceros censores Manuzio o Burke?
Si la aplicación del concepto de tercero alberga dudas, no son menores las que acarrea el de ideología. A lo largo de la historia han sido muchos quienes han prohibido adivinaciones por distintos motivos ideológicos. El emperador Augusto ordenó quemar buena parte de los libri fatidici (libros de profecías) en el 12 a. C. y, a comienzos del s. V, el general Estilicón hizo lo mismo con los libros sibilinos. Por su parte, la Iglesia católica en el Quinto Concilio de Letrán (1516) prohibió que los predicadores predijeran la llegada del Anticristo y, en concilios posteriores, la adivinación.34 Así las cosas, cuando leemos que Jacobo I de Inglaterra decidió en 1603 que los pronósticos meteorológicos de los almanaques debían ser aprobados por jueces, nuestra primera impresión es que se trata de un caso más de prohibición de la adivinación; sin embargo, pudiera no ser así: se había comprobado que pronósticos de malas cosechas ocasionaban el acaparamiento de grano y ello traía como consecuencia el desabastecimiento y, en definitiva, el hambre.35 No habría, pues, ideología contraria a la adivinación, pero, de todos modos, ¿se puede hablar de una ideología relativa al buen gobierno? Algo semejante sucede con la prohibición a los científicos de las empresas privadas de la publicación de sus descubrimientos.36 ¿Es el secreto empresarial un tipo de ideología?
También el criterio de prohibición tiene problemas. Michel Foucault (1971) considera censura la exclusión de discursos como impropios de una disciplina –el hecho de que, por ejemplo, un tipo de exposición se considere no científico–.37 Con todo, opinar que un texto es más propio del curanderismo que de la medicina o de la astrología que de la astronomía no es censurarlo de acuerdo con los criterios que aquí se han propuesto: no compartir unas ideas y negarse a difundirlas sin prohibir que otros las difundan no es censura, tampoco es censura que el receptor se niegue a escuchar o leer aquello que no le interese y que delegue en otros la criba de los discursos que puedan llegarle. En este último caso habría la actuación de lo que Daniel Cassany (2007: 26) denomina un lector filtro –registro, secretaría, gabinete de prensa o comunicación, bibliotecario o programa anti-spam– que bloquea la difusión de un documento en una organización. Ahora bien, también es legítimo preguntarse hasta qué punto quienes dominan las disciplinas se limitan a no difundir lo que consideran equivocado y en qué casos pasan a impedir que otros distintos de ellos mismos difundan algo.
Y, por último, no es menos problemático el criterio de castigo. ¿Son los condicionamientos propios de una opinión pública determinada suficientes para hablar de censura? La investigadora alemana Elisabeth Noelle-Neumann defendió una concepción impositiva de la opinión pública en su teoría de la espiral del silencio. De acuerdo con esta teoría, los seres humanos, como seres sociales que somos, tememos quedar aislados por la desaprobación de nuestros congéneres y, en consecuencia, tendemos a unirnos a las opiniones y comportamientos de la mayoría. Para conseguirlo, comprobamos constantemente qué actos son aprobados o desaprobados en nuestro medio. Esta conducta establece una opinión pública: se sigue a la mayoría. La espiral consiste en que el mismo hecho de que una opinión se perciba como dominante hace que crezca todavía más y, en consecuencia, disminuyan sus alternativas.38 Una prueba de este comportamiento sería el llamado «efecto del carro ganador»: desde hace tiempo se conoce que después de unas elecciones las personas que dicen haber votado al partido que las ha ganado son más que las que realmente votaron por él. Una explicación plausible de este hecho es que los ciudadanos temen quedarse aislados ante la mayoría que se ha reflejado en el resultado electoral. Algunos comportamientos ante los discursos parecen tener más relación con la opinión pública que con la censura. El bibliófilo y político inglés Samuel Pepys narra en su Diario (8-2-1668) que, después de leer un libro francés ocioso y pícaro que acababa de comprar –L’école des filles ou La philosophie des dames–, iba a quemarlo. Lo haría, explica Pepys, para no desprestigiar su colección si alguien lo encontraba en su biblioteca.39 Si fue así, Pepys no había actuado por temor a la censura, sino a la opinión pública. Ahora bien, el paso a la censura es sencillo. María José Vega (2013b: 222-223) denomina censura difusa a aquella llevada a cabo en el siglo XVI por guías espirituales, confesores o docentes en asuntos que, en realidad, no atacaban claramente al dogma. Lo denunciado no era punible,40 pero estos personajes lograban crear un sentimiento de culpa –ahí el castigo– en quienes se acercaban a ciertos textos o participaban de ciertas opiniones, un sentimiento que los conducía a desconfiar de muchas lecturas y a rechazarlas.