La censura de la palabra. José Portolés Lázaro
Un caso de restricción generalizada de la información sin censura se produjo en los inicios de la BBC: hasta 1938 la BBC carecía casi de noticias, pero ello se debía a la presión de los periódicos para impedir la competencia de la radio pública, no a motivos ideológicos. Había un único boletín informativo breve y más tarde de las 19 h, cuando los periódicos ya habían vendido sus ediciones.4 Tampoco el revisor profesional de un texto original o de una traducción –en la mayor parte de las ocasiones se trata de escritos sobre asuntos prácticos– se ha de comprender como un censor, sino como un lector modelo que exige al autor o al traductor que se sigan unas normas lingüísticas, ortográficas y ortotipográficas para que el texto tenga una calidad suficiente para ser recibido por los lectores.5 No hay detrás de su labor una ideología que vaya más allá de unas normas profesionales. Asimismo, extrañaría ver como censores a unos padres que obligan por la noche a apagar la luz a una hija aficionada a la lectura. No le prohíben la lectura de algo determinado de acuerdo con su ideología de grupo, al día siguiente puede seguir con su libro. Solo quieren que, cuando se levante para ir al instituto, haya descansado lo suficiente.
De nuevo de acuerdo con van Dijk (1999: 187), otra condición para que se pueda hablar de ideología es que el grupo que la comparte no ha de ser efímero. Supongamos que una persona se erige como portavoz de unos pasajeros que se quejan del trato que les concede una compañía aérea. Esta persona, al exponer sus motivos, no defiende una ideología, esto es, no se puede hablar de la ideología de los pasajeros de un avión o de los asistentes a un concierto que se quejan de un sonido deficiente.
Que la ideología es importante en la labor del censor se refleja precisamente en que quien censura no ha de atender a todo tipo de discursos. Al censor le preocupan unos asuntos, pero se desentiende de otros que no amenazan su ideología. Eso explica que quienes temen a la censura rehúyan hablar de ciertos temas y pasen a comentar otros (§ 5.1). Durante las purgas soviéticas de la década de 1930,6 el temor a los castigos hizo que el crítico y literato ruso Kornéi Chukovski se especializara en literatura infantil y en la traducción de clásicos juveniles.7 Del mismo modo, en España, el periodista Mariano José de Larra (1809-1837) en los momentos en los que arreciaba la censura oficial se demoraba en la crítica teatral y los artículos de costumbres8 y, un siglo después, el filólogo y poeta Dámaso Alonso, que había pertenecido al mismo grupo poético que Federico García Lorca –fusilado en 1936– o que los exiliados Pedro Salinas, Jorge Guillén y Rafael Alberti, confesaba que se sentía cómodo enseñando Filología Románica en la Universidad de Madrid –y no Literatura Contemporánea, pongamos por caso–: no se le podía denunciar por su explicación de las teorías de la diptongación en las lenguas románicas o de la doble d cacuminal.9
Adviértase que, pese a todo, el hecho de que una ideología guíe la actuación del censor no trae consigo reconocer necesariamente una ideología contraria en el censurado. Es posible, incluso, que quien sufre la censura carezca de una ideología reconocible en su discurso y que, de todas formas, el censor considere inconveniente lo que comunica. En 1999 el ministro saudí de Comercio pidió a la compañía de refrescos 7 Up que cambiara su logo porque, en opinión de un denunciante, se asemeja al nombre de Alá escrito en árabe.10 Tampoco se ha de reconocer necesariamente un grupo detrás del censurado. La compañía 7 Up no forma parte de un grupo con una ideología determinada, algo que sí sucedía con Martínez de Galinsoga o los empleadores cataríes, es decir, con aquellos que adquirían una identidad censoria en su actuación.
2.2 IDEOLOGÍA E IDENTIDAD
Se puede pensar que una ideología es una de las características de la identidad de un grupo, pero esta hipótesis de partida no carece de problemas. Ciertamente, del mismo modo que sucede con la ideología, las identidades no son efímeras; al fin y al cabo, la propia identidad personal se fundamenta en saber quién se ha sido en el pasado y en que se va a continuar siendo la misma persona en el futuro. Esta continuidad es precisamente uno de los motivos de la existencia de la identidad.11 También, los grupos sociales procuran que su identidad tenga continuidad, aunque, en realidad, existan cambios; por ello, no es extraño que reinterpreten su pasado para mostrar una pervivencia en su historia que no se constata necesariamente. Es ilustrativo saber que en la Europa comunista no era posible que un líder que hubiera caído en desgracia fuera mencionado por su acción pasada como dirigente «ortodoxo» del régimen: a partir del momento en que alguien era considerado un traidor, se juzgaba que siempre había sido un traidor.12 Se le otorgaba, pues, una identidad constante y se actuaba en consecuencia. Por el mismo motivo, cuando en las purgas de la época estalinista eran condenados autores soviéticos cuya obra había sido ampliamente difundida en años previos por el mismo poder que ahora los castigaba, la condena acarreaba la retirada y destrucción de todas sus obras de las bibliotecas públicas y privadas, lugares adonde previamente el poder había enviado los ejemplares.13
En cualquier caso, en la relación entre identidad e ideología, si bien es verdad que un grupo con una identidad propia se puede describir por una ideología que lo caracteriza –se puede ser católico, ecologista o nacionalista húngaro–, también es cierto que la correspondencia directa –a una identidad grupal se le atribuye una ideología– puede llevar a equivocaciones. Así, grupos que comparten una misma identidad puede que varíen en su ideología o que crean que existen diferencias en cómo aplicarla (§ 1.4.4). Por otra parte, mientras que la identidad del grupo puede conservarse a lo largo de la historia, la ideología de los grupos sociales puede evolucionar.14 Los censores franquistas de mi edición infantil del Quijote, guiados por la ideología católica conservadora del momento, tenían especial cuidado con los asuntos sexuales –puta era una palabra prohibida en una edición que pudieran leer niños–; en cambio, el índice inquisitorial del cardenal Zapata (1632) ordenaba expurgar la frase: «y advierta Sancho que las obras de caridad que se hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada»,15 porque se pudiera reflejar en ella una interpretación de la caridad que no coincidía con la ortodoxia católica del Concilio de Trento (1545-1563). Otro ejemplo de cambio de intereses ideológicos con una continuidad en la identidad, en este caso la de la escuela estadounidense: en una primera época el libro de Mark Twain Huckleberry Finn (1885) fue censurado en las bibliotecas de estas escuelas porque se consideró que el comportamiento de sus protagonistas constituía una mala influencia para los lectores jóvenes y, en cambio, en la actualidad se desaprueba por la aparición en él de palabras como el hispanismo nigger, que se aprecian como racistas.16
También aconseja la distinción entre identidad e ideología el hecho de que algunos censores –sobre todo, cuando forman parte de una censura oficial–puedan actuar de acuerdo con una ideología, pero sin compartirla; después de todo, ejercer la censura dentro de una institución puede ser un medio de vida. En la década de 1970 el encargado de la editorial MacMillan para Oriente Medio acudió a la oficina de censura en Yida (Arabia Saudí); en su visita, lejos de hallar a un estricto moralista saudí, encontró a un joven palestino que apreciaba vivamente los libros que debía censurar y que no compartía el wahhabismo dominante en el reino. El joven censor se justificó diciendo con tristeza y levantado los brazos: «Es mi trabajo» (Mostyn, 2002: 22).