Nuestro maravilloso Dios. Fernando Zabala

Nuestro maravilloso Dios - Fernando Zabala


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“Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mateo 6:12).

      Perdonar. ¿Hay algo más difícil en la vida que perdonar? No estoy hablando aquí de perdonar al vendedor que miente descaradamente para hacer pasar su mercancía como una de las maravillas del mundo moderno. Ni del empleado en la oficina que te saluda con tanto cariño, pero tiene la vista puesta en el cargo que ocupas. Me refiero a cómo perdonar a quien dice ser tu mejor amigo, o amiga, y a tus espaldas está hablando mal de ti. Perdonar a ese ser querido en quien creíste y que terminó traicionando tu confianza.

      Esta última experiencia la vivió Mike, según un relato que cuenta Graeme Loftus (“God’s Lesson in Grace”, Signs of the Times, octubre de 2003). El caso es que el mejor amigo de Mike lo había convencido de invertir en un negocio que, en su opinión, estaba “blindado”. Pero el negoció fracasó, y Mike perdió los ahorros de toda su vida.

      Lo que más le dolió a Mike fue enterarse de que su “amigo”, en secreto, había protegido su propia inversión contra todo riesgo, de modo que cuando el proyecto se fue a pique, él nada perdió. Por si esto fuera poco, ni siquiera se dignó de ofrecer algún tipo de ayuda a Mike.

      Dice el relato que, aunque el golpe fue severo, con el tiempo Mike “recogió los pedazos” de su fracaso, siguió adelante, y logró recuperar sus finanzas. Sin embargo, un día Mike supo que su amigo estaba en bancarrota y que su familia estaba pasando por tremendas dificultades. ¿Puedes imaginar lo que sucedió? Mike puso a un lado el pasado, y ayudó a su amigo a salvar su trabajo y también su familia.

      Este es el milagro del perdón. Muy difícil, pero no imposible. ¿Por qué no es imposible? Porque nuestro Padre es un “Dios perdonador, clemente y piadoso, tardo para la ira y grande en misericordia” (Neh. 9:17). Él quiere morar en nuestro corazón, para que así como él ha perdonado nuestras ofensas, también nosotros perdonemos a quienes nos han ofendido.

      ¿Hay en tu corazón alguna amargura, algún rencor, por el dolor que alguien te ha causado? Hoy es un buen día para perdonar. El perdón no solo nos acerca a Dios, también hace que seamos más semejantes a él. Más importante aún, si Dios ha perdonado el mal que nosotros hemos hecho, ¿por qué no perdonar a quienes nos han hecho mal?

      Padre, que tu Espíritu more hoy en mí, de modo que yo pueda perdonar de la misma manera que tú me has perdonado. Solo así habrá unidad donde antes hubo separación; gozo, donde antes hubo sufrimiento y pesar.

      Lo que llama la atención del Señor

       “Jesús se detuvo a observar y vio a los ricos que echaban sus ofrendas en las alcancías del Templo. También vio a una viuda pobre que echaba dos moneditas de cobre” (Lucas 21:1, 2, NVI).

      El Señor Jesús probablemente se encontraba frente a la sección del Templo conocida como “atrio de las mujeres”, cuando una viuda pobre echó en una de las arcas para ofrendas dos moneditas “de muy poco valor” (Mar. 12:42). Por ser viuda y pobre, esta mujer ocupaba el estrato más bajo de la sociedad.

      Este estrato estaba integrado mayormente por quienes, por tener algún tipo de impedimento físico, no podían trabajar: ciegos, sordomudos, paralíticos, leprosos. Esta gente, por lo general, tenía que mendigar. También pertenecían a esta categoría los que dependían de la caridad pública: las viudas, los huérfanos y quienes, además de no poder trabajar, no tenían a nadie que les proveyera el sustento.

      Con este trasfondo, no sorprende leer que Lucas, en su relato, diga que se trataba de una viuda “muy pobre”, y que el término que use en griego signifique “uno que vive con lo indispensable, y que tiene que trabajar cada día a fin de tener algo que comer al día siguiente” (Comentario bíblico adventista, t. 5, p. 634). Su ofrenda, por lo tanto, tuvo que haber sido muy pequeña, y muy inferior a la de los ricos; estos, según Marcos, “echaban grandes cantidades” (Mar. 12:41, NVI).

      Al reflexionar en este episodio, no puedo evitar sentir una amorosa reprensión de parte del Salvador por lo poco que estoy dando –de mi vida, de mi tiempo, de mis recursos– a su iglesia y a quienes tienen menos que yo. No puedo evitar pensar que, mientras esta pobre mujer dio como ofrenda “todo el sustento que tenía”, yo, en cambio, estoy dando de lo que me sobra.

      Pero así como en este relato recibo una amorosa reprensión, también encuentro un poderoso estímulo. De todo cuanto ese día ocurrió en el Templo, fue el sacrificio de esa pobre mujer lo que más llamó la atención del Salvador. El Templo era imponente, también lo eran las ceremonias, pero lo que cautivó su atención fue la ofrenda más pequeña, proveniente de la persona que ocupaba el lugar más bajo del estrato más pobre de la sociedad judía.

      ¡Alabado sea Dios! Él nota y aprecia nuestros mejores esfuerzos. No importa cuán débiles, cuán pequeños, puedan parecer ante la vista humana, para él tienen mucho valor.

      Gracias, Padre celestial, porque notas mis esfuerzos por serte fiel. En el precioso nombre de Jesucristo, tu Hijo, te ruego que suplas lo que yo con mis mejores esfuerzos no puedo lograr. Amén.

      El lugar secreto de oración

       “El Señor es bueno; es un refugio en el día de la angustia. El Señor conoce a los que en él confían” (Nahúm 1:7, RVC).

      ¿Tienes un lugar favorito de oración? Natanael, “el de Caná de Galilea” (Juan 21:2), estaba en su lugar favorito de oración cuando Felipe lo encontró para decirle que habían hallado “a aquel de quien escribieron Moisés, en la Ley, y también los profetas: a Jesús hijo de José, de Nazaret” (Juan 1:45). Pero bastó que Felipe dijera “Nazaret”, para que el prejuicio indujera a Natanael a preguntar: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” (vers. 46).

      Nazaret no había sido mencionada por los profetas como lugar de origen del Mesías; además, era un pueblo muy poco distinguido. ¿Cómo podría, por lo tanto, provenir de Nazaret el esperado Mesías? Natanael, sin embargo, no poseía toda la información. Aunque Jesús había crecido en Nazaret, no había nacido en Nazaret, sino en Belén; y de Belén sí habían hablado los profetas (ver Miq. 5:2). Lo cierto del caso es que Felipe no respondió a la pregunta de Natanael, sino que se limitó a decirle: “Ven y ve” (vers. 46). Dice el relato bíblico que “cuando Jesús vio a Natanael que se le acercaba, dijo de él: ‘¡Aquí está un verdadero israelita en quien no hay engaño!’ ” (vers. 47). Grande tuvo que haber sido la sorpresa de Natanael.

      –¿De dónde me conoces? –preguntó.

      –Antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi (vers. 48).

      Estas palabras revelan que Natanael nunca estuvo solo en su lugar secreto de oración. En ese lugar ya lo había visto el Salvador. Aun más, según El Deseado de todas las gentes, cuando Felipe lo encontró, Natanael “oraba a Dios que si el anunciado por Juan [el Bautista] era el Libertador, se lo diese a conocer” (p. 113).

      Apreciado amigo, amiga, cuando el desánimo quiera apoderarse de ti, y creas que Dios te ha olvidado, recuerda que Aquel que vio a Natanael debajo de la higuera, también te ve ti en tu lugar secreto de oración. Más aún, también te conoce de manera personal. Él sabe de las preocupaciones que ahora mismo te están robando la paz, así como también de los anhelos más arraigados en tu corazón. Lo mejor de todo es que, en el tiempo oportuno, responderá tu oración según lo que sea mejor para ti.

      ¿Qué tal si ahora mismo das gracias por ese maravilloso Salvador que es Cristo, el Señor?

      Gracias, Señor Jesús, porque tus ojos no se apartan de mí, porque me conoces por nombre, y porque siempre estás atento a mis súplicas y oraciones.

      “El Dios de


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