Nuestro maravilloso Dios. Fernando Zabala

Nuestro maravilloso Dios - Fernando Zabala


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estaban sufriendo de un mal aún mayor: el olvido. Preocupados ante la posibilidad de olvidar incluso los nombres de los artefactos cotidianos básicos, los pueblerinos recurrieron al método de marcarlos por nombre: mesa, silla, puerta, pared, cama... De esta forma, el problema estaría solucionado. Sin embargo, luego cayeron en cuenta de que podría llegar el día en que, aunque recordaran los nombres de las cosas, no recordaran para qué servían. Entonces decidieron ser más específicos. El letrero de la vaca, por ejemplo, decía: “Esta es una vaca. Hay que ordeñarla cada día para que produzca leche...”.

      Al cabo de un tiempo, todo el pueblo estaba lleno de carteles. El más grande, en la calle central de Macondo, decía: DIOS EXISTE (Cien años de soledad, pp. 49-53). Por muy extendida que estuviera la peste del olvido, una cosa estaba clara en Macondo: aunque olvidaran todo lo demás, el letrero de la calle principal siempre les recordaría que Dios existe.

      A nosotros, que vivimos en la era de la información –en la que literalmente nuestro cerebro registra muchísimos más estímulos de los que puede procesar e interpretar–, quizá también nos convendría definir qué cosas no podemos darnos el lujo de olvidar. E incluso podríamos pensar en escribir letreros que nos ayuden en este sentido. Yo sugeriría, por ejemplo, un cartelito con nuestro versículo de hoy: “El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor”.

      Y a su lado, o un poquito más abajo, colocaría esta cita explicativa; como hicieron en Macondo:

      “ ‘Dios es amor’ está escrito en cada capullo de flor que se abre, en cada tallo de la naciente hierba. Los preciosos pájaros que llenan el aire de melodías con sus alegres cantos, las flores exquisitamente matizadas que en su perfección perfuman el aire, los elevados árboles del bosque con su rico follaje de viviente verdor; todo testifica del tierno y paternal cuidado de nuestro Dios y de su deseo de hacer felices a sus hijos” (El camino a Cristo, p. 15).

      Gracias, Padre celestial, porque en toda la creación podemos leer de tu gran amor por cada uno de nosotros, y porque en tu Palabra nos recuerdas que somos tus hijos amados.

      Cuando Dios llora

       “Entonces Jesús, al ver llorar a María y a los judíos que la acompañaban, se conmovió profundamente y, con su espíritu turbado, dijo: ‘¿Dónde lo pusieron?’ Le dijeron: ‘Señor, ven a verlo’. Y Jesús lloró” (Juan 11:33-35, RVC).

      ¿Por qué lloró Jesús ante el sepulcro de Lázaro? Algunos de los presentes en la escena dijeron que lloraba por lo mucho que lo amaba; pero sabemos que el Señor no lloraba por Lázaro, ya que sabía que lo iba a resucitar. Entonces ¿por qué lloró el Señor?

      Jesús lloró porque “su corazón tierno y compasivo se conmueve siempre de simpatía por los dolientes”; porque, “aunque era Hijo de Dios, había tomado sobre sí la naturaleza humana y lo conmovía el pesar humano” (El Deseado de todas las gentes, p. 490).

      Aquí estamos hablando de un Dios que “llora con los que lloran y se regocija con los que se regocijan”. Es decir, un Dios muy cercano a tu corazón y el mío.

      La idea de un Dios compasivo tuvo que haber sido totalmente incomprensible para la mentalidad griega de aquel tiempo. En opinión de ellos, sus dioses no compartían el pesar de sus adoradores. Pero lo que para ellos era inconcebible, para nosotros es el corazón de las buenas nuevas. ¿Cuáles son esas buenas nuevas? Que Dios, además de ser infinitamente poderoso, es también supremamente compasivo. ¡Y que ese Dios, nuestro amante Padre celestial, se identifica plenamente con todo lo que suceda a sus hijos!

      Hay, además, una segunda razón: Jesús lloró por el pesar que le causaba saber que “muchos de los que ahora estaban llorando por Lázaro pronto maquinarían la muerte de quien era la resurrección y la vida” (ibíd.). Aquí, de nuevo, tenemos una vislumbre del carácter de Dios; de ese Dios que “es tardo para la ira y grande en misericordia” (Núm. 14:18); del Dios que no quiere “que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Ped. 3:9).

      Quiero comenzar este nuevo día dando gracias porque el Dios todopoderoso, que hizo los cielos y la tierra, es tu Padre celestial y también el mío. Quiero agradecer, además, porque a Jesucristo, su amado Hijo, lo conmueven profundamente nuestras aflicciones, y porque no permanece indiferente ante nuestros pesares. Finalmente, quiero dar gracias porque un glorioso día, quizás hace ya mucho tiempo, ese bendito Salvador nos invitó a darle nuestro corazón.

      ¿Qué le diremos hoy a nuestro maravilloso Salvador?

      Gracias, Jesucristo, porque, además de poderoso, eres un Salvador compasivo. Te consagro de nuevo mi vida, y te pido que la uses para que otros también conozcan de tu incomparable amor.

      “¿Quieres ser sano?”

       “El que estaba sentado en el trono dijo: ‘Yo hago nuevas todas las cosas’ ” (Apocalipsis 21:5).

      “¿Quieres ser sano?” Esta fue la pregunta que hizo el Señor Jesús a un hombre que había estado imposibilitado durante 38 años, y que, según su propio testimonio, esperaba que las aguas del estanque de Betesda lo sanaran.

      Siempre me ha llamado la atención esta pregunta. A simple vista, pareciera no tener sentido. Sin embargo, ¿hizo Jesús alguna vez una pregunta sin sentido? Bien podría haber sucedido que el paralítico ya se hubiese “acostumbrado” a su enfermedad; es decir, ya se hubiese acostumbrado a vivir sin responsabilidad alguna porque, debido a su condición, otros cuidaban de él. Si ese era el caso, ¿por qué cambiar la seguridad que le brindaba su condición de enfermo por un futuro desconocido?

      Por supuesto, estas son solo suposiciones. Sin embargo, hay otra pregunta que conviene considerar: así como existe la posibilidad de que un enfermo no quiera ser sanado, ¿podría darse el caso de un pecador que no desee ser perdonado? La respuesta es, de nuevo, sí; porque el perdón tiene implicaciones. Una de ellas es que el pecador perdonado debe cambiar el rumbo de su vida, y ¿cuántos están dispuestos a cambiar?

      Este punto nos trae de regreso al caso del paralítico de Betesda. Según el relato bíblico, después de haber sido sanado, Jesús lo encontró en el Templo. ¿Qué le dijo el Señor, entonces? “Mira, has sido sanado; no peques más, para que no te suceda algo peor” (Juan 5:14). En otras palabras, la enfermedad del hombre había sido producto de una vida de pecado. ¿Habrá sido esta la razón por la que el Señor le preguntó si deseaba ser sanado? Ser sanado significaba que se abría la posibilidad de volver a la vida antigua, la clase de vida que lo había llevado a su deplorable condición. ¿Deseaba él eso?

      Hoy el Señor se acerca a ti y a mí, y nos pregunta: “¿Quieres ser sano?” “¿Quieres ser perdonado?” Obviamente, la respuesta debería ser sí. Pero… Desear ser perdonados significa que no hemos de seguir viviendo como antes. Significa que ahora odiamos lo malo que antes amábamos. Significa, en resumen, que la vida antigua quedó atrás, porque ahora somos nuevas criaturas.

      ¿De verdad quieres ser sano? ¿De verdad quieres ser perdonado? Si este es tu deseo, ahora mismo puedes pedir a tu Padre celestial que transforme tu corazón.

      Padre celestial, concédeme hoy tu sanidad, y también dame tu perdón. Pero ayúdame, por favor, a vivir como es digno de un hijo tuyo que ha sido perdonado por la preciosa sangre del Cordero que fue inmolado.

      Las primeras lecciones

       “Instruye al niño en su camino, y ni aun de viejo se apartará de él” (Proverbios 22:6).

      ¿Cuán temprano en su vida ha de comenzar el niño a aprender las primeras lecciones relativas a su desarrollo espiritual?

      Algunos padres consideran que primero se han de suplir


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