Redes cercanas. Javier Díaz-Albertini Figueras

Redes cercanas - Javier Díaz-Albertini Figueras


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unidades (buses, micros, combis), aunque solo requería la mitad de ellas para satisfacer la demanda. Esto produjo una competencia salvaje entre las propias unidades y sus conductores. Debido a su tamaño, maniobrabilidad y velocidad destacaron por sus acciones temerarias en las vías públicas: invadiendo carriles, deteniéndose en cualquier lugar para recoger o dejar pasajeros, cruzando violentamente a otros vehículos, etcétera. Como resultado, se popularizó el apelativo de “combis asesinas” al convertirse en las principales responsables de los accidentes y las víctimas del tránsito urbano. Carlos Amat y León (2006), por ejemplo, incluye el modelo de comportamiento combi en su apreciación acerca de cómo los peruanos y peruanas se adecuan a la realidad, y describe su estrategia como: “[...] lograr ambiciones sin escrúpulos, satisfacer los apetitos sin límites” (p. 93).

      En los espacios más íntimos o cercanos —la familia, los amigos, los paisanos, los grupos del mismo estatus— la conducta de las personas que cometen imprudencias o son prepotentes varía, evidenciándose un mayor respeto y observancia de las normas. Se podría decir que es así porque opera lo que Coleman (1994) define como closure o encierro, en el sentido de que la efectividad de las normas se sustenta en redes cerradas y las relaciones sociales forman una urdimbre densa que promueve la reciprocidad y el cumplimiento. El incumplimiento de normas en estos espacios tiene un costo muy alto, ya que representaría una ruptura con los intercambios sociales que son importantes para la vida del individuo.

      Considero que no es correcto, sin embargo, asumir que esta doble visión —dividida entre lo público y lo próximo— conduzca hacia una dualidad en la conducta social, como si los individuos optaran por ciertos patrones en un espacio y por patrones diferentes en otro. Por el contrario, lo que tiende a existir es una continuidad. Aparentemente, lo que opera en la determinación del comportamiento de un buen número de limeños y limeñas son criterios particularistas que nacen de sus relaciones más cercanas: linaje, estirpe, comunidad, estatus. Esto, como hemos analizado en otra investigación (Díaz-Albertini et al. 2004),6 es común en las sociedades tradicionales o premodernas, previas a la construcción de un sentido universal de derechos y de la ciudadanía. Si mi compromiso hacia los demás está limitado por criterios particularistas, entonces solo reconoceré y respetaré aquellos con los cuales me identifico y así se restringe mi capacidad de empatía únicamente hacia mis similares o, en todo caso, hacia los que considero como iguales.

      Esto significa que en los espacios públicos como zona de encuentro entre diferentes y desiguales —en los cuales deberían primar los criterios universalistas, de lo que Putnam (1994) llama reciprocidad generalizada—, la tendencia sería a “medir” a los demás de acuerdo a códigos personales, y así determinar el trato que merecen. Santos Anaya (1999) señala que en el Perú resulta difícil pensar y tratar a los demás en espacios públicos como individuos anónimos, es decir como ciudadanos sujetos de derechos universales. Por el contrario, este autor analiza cómo el mecanismo o lenguaje jerarquizador de “¿sabes con quién estás hablando?” cumple diversos propósitos en el proceso de medir y determinar el trato, los derechos y privilegios otorgados al “otro” u “otra”. De acuerdo con este mecanismo, una parte esencial de nuestras interacciones sociales en el mundo público consiste en ubicar y situar al otro u otra según criterios particularistas de posicionamiento social. Es decir, según las nociones que manejamos con respecto a clase, etnia, raza, linaje, procedencia, entre otros.

      Lo que existe, entonces, es un arraigado sentido de lo particular, lo cual lleva a personalizar nuestra aproximación hacia otros, sean estos actores individuales o institucionales. Evidentemente, esto conduce a lo que Vallaeys describe como la “cultura del arreglo”:

      [...] cuando a uno le conviene, se prefiere obviar la regla moral o jurídica conocida por su carácter público, universal, obligatorio, anónimo y abstracto, para desviar hacia el “arreglo”, concebido esta vez como privado (¡es entre nos!), particular (no se quiere que los demás hagan lo mismo), excepcional (¡por esta vez!), bien personalizado (¡porque somos amigos!), y concreto (en este caso). Una vez instalada la “cultura del arreglo”, cualquier nueva regla, ley o prohibición puede servir de instrumento para nuevos arreglos. De ahí el famoso y desesperante dicho “hecha la ley, hecha la trampa” (2002: 74).

      Aunque se podría argumentar que estos mecanismos de diferenciación son comunes en cualquier sociedad y que han sido temática central en las diversas teorías de estratificación en la sociología, hay algunas especificidades que resultan altamente perniciosas para la sociedad peruana:

      • En primer lugar, con frecuencia la diferenciación y exclusión no son reconocidas como problemas públicos. Como bien indicara Callirgos (1993) al analizar el racismo peruano, existe un “doble discurso” con respecto a la exclusión. El discurso público que insiste en la igualdad —en el caso del racismo que somos un país “mestizo”— y niega distinciones en la sociedad peruana. El discurso privado, por el contrario, está fuertemente informado por nociones y prácticas de exclusión, entre las cuales destaca el “ninguneo”.7 Al no reconocer el problema, este desaparece del debate público y, curiosamente, se convierte en una suerte de tema “tabú”. Las pocas veces que salta a la luz pública, rápidamente es acallado bajo el pretexto de que dicha discusión genera divisiones entre los peruanos.8 Según Gonzalo Portocarrero (2007), lo que opera en este caso es una “discriminación individualizada” debido a que en el país existe el racismo al mismo tiempo que el mestizaje. Esto implica que no existen comunidades raciales claras, sobre las cuales se ejercería una discriminación pública o colectiva. Cada individuo negocia y construye su identidad racial de acuerdo al momento y entorno en el que se encuentra, siendo posible pasar de discriminador a ser discriminado con suma facilidad.

      • En segundo lugar, la debilidad de nuestras instituciones, especialmente las responsables de impulsar la defensa y el respeto de los derechos, no permite una actuación eficaz en la disminución de las desigualdades. La inoperancia, la corrupción, la incapacidad sancionadora y la lentitud de las instituciones estatales son prácticas que encajan perfectamente con el patrimonialismo o la apropiación privada de las funciones públicas.9 Al decir de Crabtree (2006) el “peso de la historia” juega un papel central en este sentido, ya que los cambios institucionales deben responder al contexto cultural más profundo. Portocarrero ubica este peso en la conformación, durante la Colonia, del sujeto criollo, “[...] minusvalorado, desconocido y despreciado [...]” por el discurso de la metrópoli, pero el cual —ante la débil legitimidad de la autoridad colonial— “[...] lo convoca a transgredir, a no tomar tan en serio las leyes que lo legislan” (2004: 14). Como bien señala este autor, toda transgresión, a su vez, debe tener víctimas, y la laxitud en el cumplimiento de normas ha significado en nuestra historia la injusticia y exclusión de los “otros”: indígenas, mestizos, negros. El criollo despreciado por la autoridad, sin embargo, no logra reivindicarse vía la “permitida” transgresión, sino que su práctica lo hace más despreciable, ya que lo aleja simultáneamente, por un lado, de las fuentes cercanas y afirmativas de su identidad (lo pluricultural, el mestizaje) y, por el otro, de las sociedades ordenadas que admira (la metrópoli, lo moderno, lo desarrollado).

      • En tercer lugar, la exclusión socioeconómica se refleja en la persistente pobreza y desigualdad. Esto es de manera parcial producto de la falta de efectividad de las normas, especialmente las consagradas en la modernidad, siendo la equidad de oportunidades uno de sus principales baluartes. De ahí que nuestras instituciones y normas no solo son débiles, sino también ilegítimas porque, ante los ojos de la mayoría, no son operativas. Esto abre las puertas al fomento de otro tipo de transgresión: la de los débiles. Hace dos décadas, Scott (1985) estudió cómo los débiles reaccionaban ante las autoridades que consideraban injustas y explotadoras. Rara vez expresaban su malestar abiertamente porque reconocían que acarreaba diversos riesgos físicos, económicos y de supervivencia. Por el contrario, desarrollaban estrategias de resistencia a la autoridad basadas en transgresiones pequeñas y cotidianas, como podrían ser la burla, el arrastrar los pies, los pequeños hurtos, los errores intencionales, entre otros. Scott denomina este patrón de conducta como las “armas de los débiles” (weapons of the weak), las cuales no llevan a cambios significativos en la situación vivida, pero sí a una resistencia cotidiana


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