La ciudad como utopía. Sebastián Salazar Bondy

La ciudad como utopía - Sebastián Salazar Bondy


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actos, los sentimientos, como verdaderos, como conformes a lo que el yo quiere evocar” (Idez, 2013, p. 6).

      La presencia del sujeto de la enunciación en la crónica es un rasgo constante en los artículos de Salazar Bondy: aun cuando el yo enunciativo por momentos aparece disimulado bajo el recurso de referirse a sí mismo como “este cronista”, ya sea en tercera persona o a través del uso de la primera persona del plural, lo cierto es que en muchos casos el texto se funda sobre la base de una experiencia personal y subjetiva12. De hecho, el empleo del término “cronista” constituye de por sí una prueba de la conciencia que tiene el autor respecto a su propia función13, a la par que lo transfigura en una suerte de personaje más de sus propios artículos: identificado plenamente con su rol, se construye así una segunda identidad que interactúa a su vez –dentro del nivel de realidad del texto– con otros personajes insertos en el mundo de la ciudad: el alcalde, el transeúnte, el comerciante, el lustrabotas y muchos otros más. Entendido de este modo, el cronista construye un escenario de ficción que, por otra parte, contribuye a darle una mayor verosimilitud a su discurso sobre la base de una información siempre “veraz” a la vez que “novedosa”.

      El pacto referencial al que hemos aludido líneas arriba entre el cronista y el lector se funda también en la idea de la transitoriedad de los eventos referidos, condición estrechamente vinculada con la naturaleza de la “noticia” tal como se concibe en los medios masivos y, sobre todo, dentro del marco espacio-temporal de la modernidad. En algunos casos, a través de una intensa subjetivización, el cronista tematiza, por ejemplo, el contraste entre el pasado y el presente colocándose en una posición crítica frente al pretendido avance y/o progreso de la ciudad:

      Solíamos ir a la Plazuela del Cercado cuando, en esta ciudad descabellada de lujo y miseria, queríamos encontrar un recodo cuya realidad semejara la del verso, la de la ilusión, y donde persistiera, a despecho de tanta vana literatura, la menos falaz de las bellezas que tuvo, si las tuvo de veras, Lima. Era un espacio añoso, con una iglesia suave y marchita flanqueada por un atrio sin ostentaciones. Era un ámbito de árboles, fuente, faroles y estatuas, donde la noche podía detenerse vieja de siglos y, sin embargo, tan joven como nosotros (…).

      Este fin de semana pasado fuimos a la Plazuela del Cercado a ver si aquella “remodelación” había respetado, en su afán urbanizante, la poesía. Contaré lo que vimos, nada más. Los antiguos árboles habían sido reemplazados por inmensos postes pintados de un torpe plateado, en cuyo extremo deslumbraban unas luces enceguecedoras; la fuente deslucía igualmente pintada, de rojo y verde pero con el añadido de que un espíritu de pueril realismo se había complacido en convertir a los pájaros decorativos que la adornan en copias de los modelos escolares, pues el cuerpo soporta el blanco, el pico y las patas el amarillo y los ojos el negro; la piedra también había padecido el colorinche, gris por fuera y azul –“como de piscina”, dijo correctamente alguien– el interior: la iglesia y la parroquia, como para que ningún despistado las confundiera, habían sido perfectamente delimitadas por el amarillo pálido y el verde caliente… En vez de lajas, cemento inciso a tiralíneas, los árboles peinados como vegetales decentes, los jardines arreglados con esa economía de imaginación que caracteriza a los funcionarios de la inspección respectiva, completaban el cuadro. La Plazuela del Cercado de nuestra periódica visita, el recoveco poético que creíamos a salvo de la invasión perfeccionista, el último jirón de la verdad limeña, había pasado a engrosar ese álbum de falsificaciones que estamos brindando a propios y extraños como testimonios de la sinrazón nostálgica que extravía a los habitantes de esta ciudad. (“Réquiem para una plazuela remodelada”)

      El pasaje propone una visión de la ciudad revestida de una cierta nostalgia respecto a los violentos cambios que ha sufrido. Salazar Bondy traza una serie de dicotomías que contrastan la poética sencillez del pasado (“Era un espacio añoso, con una iglesia suave y marchita flanqueada por un atrio sin ostentaciones”) con la opacidad de una “ciudad descabellada de lujo y miseria”, así como la belleza y autenticidad de la antigua Lima (“la menos falaz de las bellezas que tuvo, si las tuvo de veras, Lima”; “último jirón de la verdad limeña”) con el “álbum de falsificaciones” que constituye la urbe del presente. Diametralmente contrapuestas en la mirada del cronista estas dos Limas parecen irreconciliables, rostros opuestos de una misma moneda entre los que no parece haber reconciliación posible. Sin embargo, lo que podría entenderse como una vocación pasatista está muy lejos de serlo: tal como sucede con las diversas imágenes de la ciudad, la del cronista es también una visión signada por la inestabilidad y la volatilidad. Como veremos más adelante, un número significativo de artículos también se ocuparán de especular con la posibilidad de una Lima simbiótica o sincrética en la que el pasado y el presente –la Lima criolla y la Lima provinciana, la Lima colonial y la moderna– coexistan armónicamente. En todo caso, lo que subyace a estas diversas facetas con las que se representa la ciudad es que muestran una visión contradictoria y en conflicto consigo misma, lo cual a su vez es un fiel reflejo de la propia condición y función del cronista: enfrentado ante una realidad cambiante y contrastante se ve en la necesidad de reconstruir constantemente su discurso e intentar amoldarlo a las condiciones del presente.

      A la visión que se ofrece de estos espacios sometidos a transformaciones violentas y vertiginosas se une aquella otra vinculada a las multitudes14. En los artículos de Salazar Bondy, el personaje colectivo de la multitud representa en última instancia la masa de aquellos individuos que han sido marginados por la modernización de la ciudad. Sintomáticamente, en esa masa se vislumbra la posibilidad de la rebelión:

      Cuando se comenzó a decir que Limatambo sería reemplazado, algunas gentes que piensan en el progreso, no solo en términos crematísticos, no solo en la medida de inversiones y dividendos numéricos, sino en relación con la salud y el bienestar espiritual de la multitud de seres que no tendrán ni los medios de escapar al abrumador encierro civil, supusieron que en aquellos 800 mil kilómetros cuadrados que quedarían libres, o por lo menos en parte de ellos, se podría crear un bosque artificial semejante al que en la mayoría de las ciudades modernas sustituye la falta de verdor natural que abruma al hombre de la urbe. (“Un bosque que no existirá”)

      No nos llame la atención que, en cuanto el agitador acerca la llama demagógica a la multitud, el polvorín que esta tiene en su fondo (el polvorín que constituye la miseria que la existencia de esa niñez desvalida evidencia) se encienda violentamente. Ahí está, además, ese inexplicable prurito que hay en nuestro pueblo de destruir todo lo que representa, inclusive para él mismo, un servicio: los teléfonos públicos, el Estadio Nacional, los asientos de los ómnibus, etc. (“Una apuesta sobre el país”)

      La multitud, sin embargo, aparece representada no solo en términos de una masa explotada e ignorada por el poder político, sino también como un cuerpo orgánico y pleno de vida: “Hoy, por el contrario, esta estrecha arteria compulsa una multitud apresurada, a la cual acechan vendedores, buhoneros, gentes imprecisas y toda ralea de seres impertinentes” (“Jironear”).

      La multitud, en la que se entremezclan sin odiosas segregaciones todas las clases sociales y todas las razas; la música de la banda militar, que lanza en sus pintorescos acordes las notas de un vals o una marinera; el castillo de fuegos artificiales, en cuya cúspide la paloma de luz fatua espera ganar el espacio nocturno; el bullicio de la devoción y la fiesta, todo en esa zona dice durante estos días que se trata de una ocasión en que, por sobre las maneras importadas, los gustos recientes y las prácticas nuevas, hay algo en Lima que sobrevive como meollo singular de nuestro modo de ser. (“Vivanderas”)

      Los carros de riego solían reemplazar con eficacia la ausencia en nuestro metálico clima de la lluvia, que en otras partes tan útiles servicios presta como lavadora de calles y plazas, y los cubos rodantes acarreaban para la incineración todo aquello que la multitud depone en su infatigable producción y consumo. (“La higiene urbana”)

      El cronista se sumerge en la multitud con lo cual se convierte, a su vez, en una suerte de flâneur a la manera del personaje del París de mediados del siglo XIX representado en la poesía de Charles Baudelaire y estudiado posteriormente por Walter Benjamin15. Seducido por la vitalidad de la multitud, Salazar Bondy llega a vislumbrar en ella


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