La ciudad como utopía. Sebastián Salazar Bondy

La ciudad como utopía - Sebastián Salazar Bondy


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por ese entonces –el artículo está fechado en 1954, es decir, en plena dictadura del general Manuel A. Odría– un momento crítico en el que la posibilidad de respuesta de los ciudadanos al poder político era prácticamente nula. Por otra parte, la descripción de la escena simula el encuentro casi teatral entre dos actores sobre el fondo de una circunstancia y contexto –las reformas emprendidas por el alcalde y la correspondiente opinión del cronista al respecto– lo cual, a su vez, contribuye a legitimar las posiciones y roles de ambos actores: el alcalde es reconocido por el cronista en su calidad de autoridad política y este último lo es en términos de la importancia que aquel asigna a sus opiniones, es decir, a su palabra.

      La tercera sección –titulada “El poco verde que nos han dejado”– agrupa textos que abordan el problema de la carencia de áreas verdes para el habitante promedio de la ciudad. Sostenidamente, Salazar Bondy emprende una obstinada defensa del árbol al punto de convertirlo en una suerte de símbolo del permanente divorcio entre la ciudad y la naturaleza. Uno de los más notables de la sección es, sin lugar a dudas, aquel en el cual el cronista sugiere cómo el maltrato que sufren los árboles en el espacio urbano da lugar a una grotesca progenie de criaturas de ficción:

      Ni cuando el hombre inventó el hacha, el hacha fue más activa. La Plaza de Armas soportó el arma, el Parque de la Reserva supo de su filuda hoja, el Parque de la Exposición gimió bajo el martirio, la Avenida de la Paz agonizó con sus golpes, la Alameda Pardo sucumbió al furor de la flamante divinidad. En estos días es la Alameda Palma, la de don Ricardo, segundo fundador de Lima, como lo considera Raúl Porras, la que existe en el pánico del Azote del Árbol. Mas eso no es todo: para un Podador Técnico matar con hacha no es todo el placer. Hay que apuñalar, y surge entonces el Árbol Indicador, el Árbol de Dirección de Tránsito, el Árbol Publicitario. Hay que carbonizar, y aparece el Árbol Poste Eléctrico, el Árbol Telefónico y el Árbol Telegráfico. Hay que envenenar, y se da el Árbol Letrina, el Árbol Alcantarilla, el Árbol Tanque. Hay que ahogar, y se crea el Árbol Sediento. La muerte toma a los árboles de pie, pero un día se desploman. (“El árbol: un ser humillado y ofendido”)

      El pasaje es significativo en la medida en que el Árbol –palabra escrita con mayúscula– adquiere una dimensión mitológica y religiosa (al comienzo del artículo, el cronista escribe, por ejemplo: “Plinio el Joven escribió que el árbol fue el primer templo en donde el hombre rindió su reverente tributo a los dioses”), como un ser sobrenatural y ajeno al mundo de los seres humanos que ha sido trasladado al ominoso paisaje del presente constituido por plazas, parques y avenidas. Haciendo uso de una serie de recursos estilísticos que contribuyen a exaltar el martirio que sufre el Árbol a manos de ese nefasto personaje que es el Podador Técnico (véase, por ejemplo, el encadenamiento de verbos que aluden al sufrimiento del protagonista, todo ello con una clara reminiscencia cristiana: “soportó”, “gimió”, “agonizó”, “sucumbió”), Salazar Bondy acierta a crear una imagen vívida y trágica de la existencia del árbol en una ciudad como Lima. Aparte de ello, en la extensa enumeración de los tipos de árbol que surgen a partir del maltrato (el Árbol Indicador, el Árbol de Dirección de Tránsito, y muchos otros más) diríase que hay una cierta reminiscencia vanguardista según la cual un elemento de la naturaleza asume las funciones propias de un artefacto o máquina creado por el hombre (“el Árbol Poste Eléctrico”, “el Árbol Telefónico” y el “Árbol Telegráfico”, por ejemplo).

      Por otra parte, es también cierto que en esta defensa de los escasos espacios naturales de la ciudad –y en particular, del árbol– ante el avance de la destrucción emprendida principalmente por las autoridades ediles, hay un cierto tono de melancolía y tristeza que llega a translucirse en ciertos pasajes:

      Hacía muchos años que estaban ahí, tantos que no hay vivo ya nadie que los conociera pequeños. Su nobleza la daban sus perfiles secos, sus fuertes ramas, sus copiosas hojas. Eran sobrevivientes majestuosos de un pasado íntimo. A su sombra transcurrieron muchos diálogos de amor, muchas amistades, muchas vidas, y ellos supieron ser discretos y amables, generosos e indulgentes, como ancianos cargados de experiencia a quienes nada sorprendía ya. Pasaron penurias y sed, y continuaron existiendo, hechos una sola unidad con la calle, con las gentes, con la ciudad. Eran como el símbolo del tiempo, pues todo podía cambiar a su alrededor sin que, gracias a su peculiaridad, el trozo de la ciudad en que estaban perdiera su carácter. Bastaba trazar sobre un papel la solidez de su tronco, la gracia de sus ramas y la densidad de su copa, para evocar de inmediato, no solo el rincón que les pertenecía, sino su atmósfera, su encanto, su historia. Toda alegoría de Miraflores los tenía que contar para ser verdaderamente significativa. (“Elegía para unos ficus asesinados”)

      Significativamente, en otra de sus crónicas Salazar Bondy hará mención del cuento de Julio Ramón Ribeyro –“Páginas de un diario”– identificado con un personaje que, como él, parece desgarrarse “ante los cambios de la ciudad natal”24.

      Recuerda el cronista unas páginas melancólicas –“Páginas de un diario”, se titula el cuento– de Julio Ramón Ribeyro a propósito del arrasamiento arbóreo de la “Alameda” Pardo, también en Miraflores, en donde la memoria de la infancia de un hombre se desgarra ante los cambios del barrio natal, como si dicha violenta transformación ocurriera no solo en el ámbito donde el niño iniciara su aventura vital, riesgo y desengaño, sino en su interior más profundo, en su corazón central. Ese relato es la protesta que todos quisiéramos hacer cada vez que, con argumentos prácticos tajantes, las municipalidades hurtan a nuestra ciudad lo único que ella tiene de encantador. Valga ese diario personal del personaje de Ribeyro –tal vez él mismo, quién sabe–, como el testimonio de que no todos, en este tiempo, optamos por un expediente fácil en la tarea de hacer más habitable este espacio amado en el cual nacimos25. (“Otra vez los árboles”)

      La cuarta sección, “La prosperidad con mendigos”, reúne un conjunto de textos en los cuales el cronista incide en las contradicciones sociales y económicas propias de la ciudad y reflexiona acerca de los males que aquejan a la sociedad limeña, expresados principalmente en el problema de la mendicidad, pero también en la proliferación de un sinfín de “oficios” producto del desempleo generalizado (cuidadores de autos, vendedores ambulantes, niños lustrabotas, delincuentes, entre otros). Urgido por el panorama desolador del futuro que se cierne sobre las nuevas generaciones, Salazar Bondy plantea que las raíces del problema se sitúan en las deficiencias y limitaciones del sistema educativo y llega a proponer algunas alternativas de solución:

      ¿Con qué derecho, podemos preguntarnos, hemos de exigir a quienes nacen y crecen en los tugurios de los barrios clandestinos, que Lima ostenta como una verdadera lepra, educados, de otra parte, en escuelas donde la enseñanza adolece de formalismo y vacua grandilocuencia, un sólido fondo ético? (“Delincuencia y juventud”) Alguien ha dicho que los conceptos educativos que rigen en los países desarrollados no pueden ser aplicados sin revisión previa a nuestro medio, porque la idea de la infancia –etapa de aprendizaje y preparación para la existencia adulta– es entre nosotros, desde el punto de vista cronológico, infinitamente más reducida que la de aquellos. En efecto, para la pedagogía francesa, inglesa o norteamericana, un ser es niño hasta bastante avanzada la adolescencia. Su época de educación y juego es vasta, lo que permite que los conocimientos le sean proporcionados con método y parsimonia. En tanto, los niños del Perú –por lo menos, los niños de una buena parte de la clase popular– lo son hasta el momento en que pueden echarse a la vía pública a conseguir el sustento por el medio que el azar ponga a su alcance: la caja de lustrabotas o la astucia del “pájaro frutero”. ¿A qué edad termina, pues, la infancia? A los seis, siete u ocho años. En adelante, la vida de un chico es tan dura como la del cualquier obrero. ¿Esto no justificaría que nuestros planes educativos se redujeran, para aumentar su eficacia, mientras el país no puede ofrecer a cada ciudadano una formación completa? ¿No sería propio disponer un mecanismo de “promociones adelantadas”, mientras subsiste la emergencia del desamparo infantil? (“Un lustrabotas y el país futuro”)

      A diferencia de aquellas crónicas que proponen una relectura del pasado de la ciudad, o bien las que buscan identificar “el meollo singular de nuestro modo de ser” a través de la revaloración del patrimonio histórico,


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