Duelos para la esperanza. Mateo Bautista García

Duelos para la esperanza - Mateo Bautista García


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Siempre soñaba con su fiesta de 15 y quería ser médica.

      Pablo, flaco y alto. Le gustaba usar el cabello corto, número dos de la rapadora, lo que hacía resaltar sus llamativos ojos verdeazulados. Sano, vital, alegre, divertido, lleno de energía y de proyectos. Quería aprender saxo y tocar en la banda del colegio, ser chef y tener su propio restaurante. Preparaba unos asados espectaculares; él hacia todo, desde comprar la carne, buscar las maderitas, hasta servir la mesa. Cuando sabía que el abuelo venía, lo recibía con alguna comida preparada especialmente y nunca faltaba el tiramisú. ¡Qué gran muchacho Pablo!

      Tengo añoranza de momentos que nunca voy a vivir, pero qué hacer con la vida, si cada mañana amanece conmigo.

       Fue la última vez que vi a mi hija Andrea con vida

      Amaneció fresco en la ciudad, era el 14 de junio de 1991. Yo, que estaba embarazada de ocho meses, y mi hija Andrea, de cinco años, nos preparamos para ir a un almuerzo en el colegio donde trabajaba como profesora de ciencias naturales en varios cursos. «Hoy quiero estar como una princesa», me dijo Andrea. «¿Qué te gustaría ponerte?», le respondí con total naturalidad. «Ese vestido azul que me puse para el casamiento del tío». «Bueno, está bien, pero abrígate con el saquito blanco que te queda tan lindo». «¡Sí, mamina!». ¡Qué bien lo pasamos en el almuerzo!

      Cuando ya casi nos íbamos, llegó al colegio mi esposo diciendo que venía a buscar a la nena para llevarla con él, argumentando que pasaba poco tiempo con ella. Esa tarde él viajaba a una ciudad distante unos 200 km, para hacer unas cobranzas. Le dije que era mejor que fuera solo y pensáramos en un paseo para el fin de semana, en familia. Él insistió. Le dije que Andrea estaba desabrigada y que, cuando bajara el sol, podría refrescar. Insistió y dijo: «Pasamos por casa y llevamos la campera». Volví a decirle que no quería quedarme sola, ya que tenía algunas contracciones y que prefería que Andrea se quedara en casa conmigo. Tuvimos un cambio de palabras, nada serio. Él insistió y dijo: «Me la llevo y punto». Antes de irse, Andrea me musitó: «Mamina, ¿me esperas con sandwichitos de matambre caserito?».

      Esa tarde descansé, como cualquier tarde. No estaba preocupada por nada. En ningún momento pasó por mi mente que ese día cambiaría nuestra vida para siempre. Cerca de las seis de la tarde, me puse a preparar el matambre para que estuviera listo para la cena. El tiempo fue pasando, se hacía la hora en que tendrían que estar de vuelta, pero no llegaban. Las ocho, las nueve; ya estaba preocupada, pero en ese momento no teníamos móvil (no me acuerdo si existían), ni un número de línea fija como para llamar a alguien; solo me quedaba esperar. ¡Las diez! Ya tenía la certeza de que algo malo había ocurrido; solo restaba que llamaran a la puerta.

       La última en enterarse es la mamá

      Te cuento que, cuando ocurre una tragedia, una desgracia o un accidente con un hijo, casi siempre la última en enterarse es la mamá. ¡Claro! Si lo pensamos juntas, hasta es lógico. ¿Quién querría dar semejante noticia? Pero no, no es lógico, ni la muerte de Andrea tampoco es lógica.

      A las 23:30 h llamaron a la puerta. «¿Quién es?», dije yo. «¡Soy yo, primita!», me respondieron del otro lado; abrí y pregunté: «¿Qué pasó?». Me contó que habían tenido un accidente y que estaban graves los dos. A mi marido estaban trasladándolo a un hospital y Andrea había sido derivada a otro nosocomio en una ciudad diferente. Por supuesto que en la desesperación decía que quería viajar inmediatamente a ver a la nena. Le pregunté si le llevaba ropa. Mi primo, con mucha paz, pero con el corazón hecho pedazos, me abrazó y me dijo: «Ya hablamos con tu obstetra y no te permite viajar; y por la ropita, espera a ver qué te dicen los médicos».

      Fuimos hasta el hospital, donde todos parecían esperarme. Monitorizaron al bebé; estaba bien. Me decían que me tranquilizara: «Lo importante ahora es el bebé». Trataban de mantenerme acostada; me faltaba el aire, me ahogaba. Preguntaba por Andrea y me decían que me tranquilizara. ¡Cómo tranquilizarme sin saber nada de ella! De repente me senté, miré de frente a la médica que me atendía y le pregunté: «¿Cómo está la nena?». «¡Tu hija murió!», respondió. «¿Qué? ¡Andrea muerta! ¡Noooooooooooooo!». Salió un aullido desgarrador de mi garganta. El alma se me escapaba del cuerpo, como si mi vida quisiera irse con ella. De repente, alguien me tapó la boca: «Que la señora no llore –se escuchó por allí–, está entrando la ambulancia con el esposo». ¡Que la señora no llore! ¡No podía hacer otra cosa! Quisieron darme un tranquilizante, pero preferí estar lúcida para despedirme de mi hija.

      Mi hermano viajó en la ambulancia para traer el cuerpo sin vida de nuestra amada Andrea. En una bolsa venían su vestido azul, su campera y sus zapatos. La noticia revolucionó a toda la familia. Todos querían viajar, pero alguien con buen tino dijo que era mejor viajar de a uno, ya que esto iba a ser para largo y necesitaríamos estar acompañados por un buen tiempo.

      Mi esposo quedó hospitalizado. Tenía un yeso pelvipédico, es decir, que va desde debajo de las axilas hasta la punta del pie; le abarcaba una pierna y el resto del cuerpo, ya que durante el accidente, entre otras cosas, se había pulverizado el fémur. ¿Cómo estaría haciendo su duelo?

      Querido lector, ¿cómo seguir contándote? ¿Cómo poder trasmitirte mi sufrimiento infinito de ese momento? Velamos el cuerpo de Andrea solo por algunas horas, no sé por qué, no me acuerdo, creo que era una disposición de la sala velatoria, y luego la llevamos al cementerio. Imagen patética, si las hay: ¡una mamá con una tremenda panzota de ocho meses de embarazo llevando una manija del féretro que contenía el cuerpo de su hija de cinco años!

      Te escribo y casi no puedo creerlo, y digo casi, porque no puedo creer mi propia historia, nuestra historia. Ese sueño de una hija para llevarla de la mano y acompañarla en su crecimiento se vio truncado cuando la muerte decidió arrebatarla de mi vida.

       La vuelta a casa

      Me quedé unos días con mi hermano y mi cuñada, en compañía de mi hermana mayor, que viajó especialmente para acompañarme, y luego tomé la decisión de volver a mi casa; en algún momento lo tenía que hacer, lo teníamos que hacer: mi panza y yo. ¡Estaba tan triste!, como anestesiada, sin ganas de vivir, aunque una vida latía dentro de mí.

      En los días previos imaginaba cómo sería encontrarme con sus cosas, su ropa, sus juguetes, su guardapolvo de preescolar, su habitación, todo de ella, pero sin ella, en medio de una ausencia fría e infinita. Pensaba: «¿Guardaré sus cosas o las regalaré?», como si eso fuera en el fondo tan importante. Mi mente iba y venía tratando de ordenarse como después del paso de un tsunami. Por momentos sentía que nada estaba en pie dentro de mí, así y todo, una vida seguía creciendo.

      Pero todo eso que yo había estado imaginando y tratando de organizar dentro de mí se vio derrumbado cuando llegué a casa y no había rastro de Andrea. Todas sus cosas, ropa, juguetes, adornos, dibujitos, todo lo que se te pueda imaginar, había sido guardado de manera desordenada en bolsas negras de consorcio. Nadie me había preguntado si yo quería eso. ¡Fue muy difícil hacer frente a esa situación! Es muy común que la gente decida por una sin consultar; por supuesto que todos obran de buena fe y pensando que están haciendo lo mejor para mí, pero yo no había perdido la cabeza, ni la posibilidad de elegir o tomar decisiones. A mí, era a mí a quien se le había muerto la hija. Me costó muchos años ir abriendo de a una las bolsas, ver qué tenían, decidir qué hacer y despedirme de cada juguete, de cada prenda. Era un reabrir la herida cada vez. Yo no había elegido eso. Nadie me había preguntado, sin embargo, debí pasarlo. Fue un proceso largo que se fue mechando con la alegría del nacimiento de Pablo.

      A los pocos días de la muerte de Andrea comencé con muchas contracciones. El médico obstetra decidió internarme y frenar el trabajo de parto, queriendo ganar unos días más para el buen desarrollo pulmonar del bebé, hasta que el 11 de julio nació Pablo Hernán por parto normal, un bebé regordete que pesó casi cuatro kilos. Ese día nevó en la ciudad. Hacía muchos, pero muchos años que esto no ocurría. Vino


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