Duelos para la esperanza. Mateo Bautista García

Duelos para la esperanza - Mateo Bautista García


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para dejar la documentación del crédito que íbamos a solicitar para adquirir nuestra primera vivienda. Me encantó la idea. La sobremesa siguió...

      Hacia las 15:00 h sonó el teléfono. Atendió mi mamá en la cocina y con un grito exclamó: «¡No, no, no puede ser!». Me acerqué, me miró apenadísima y me dijo: «¡A Damián le dispararon!». Le pedí que se quedara con Pilar y con mi papá me fui para allá rápidamente en un taxi. Cuando nos acercamos a la esquina del local vimos a muchos agentes de policía y que la calle estaba cortada.

      Empezaba una película de terror. Caminaba entre la gente y todos me miraban. Veía chicos sentados en la vereda, llorando. Damián era muy querido en el barrio y tenía muchos jóvenes como clientes. El frío se apoderaba de mi cuerpo. Un escalofrío aterrador que nunca olvidaré me invadió. Cuando me iba acercando al negocio veía ambulancias, policías y una cinta que lo rodeaba. Intenté acercarme y cruzar la cinta, pero los que me conocían me echaban para atrás diciéndome que no lo hiciera. Yo no entendía el porqué. Pregunté por Damián y no veía que estaba enfrente de mí, en el suelo, con una bolsa azul que le cubría el cuerpo. Cuando me di cuenta de que era él, empecé a gritar y a gritar hasta que me desplomé. No sé qué hice ni qué dije. Me subieron a la ambulancia y recuerdo ver a mi papá llorando, que solo repetía: «¡No puede ser! ¡No puede ser!».

      Llegamos al Hospital Fernández y en el estado en que me vieron me dieron una pastilla para que me tranquilizase, la cual me dejó muda, sin reacción. Fue acercándose mi familia y no podía contestarles nada. Estaba en shock y, aun estando acompañada, sentía una inmensa soledad. Todos gritaban y lloraban. Yo, totalmente bloqueada, no sabía ni dónde estaba, ni qué estaba pasando. No entendía nada de nada, ni sé cuánto tiempo transcurrió.

       No podía entender que le hubieran robado la vida

      Me llevaron a casa de mi hermana. En la entrada me estaban esperando otros familiares. Nos abrazamos y empecé a darme cuenta de que algo acontecía. Esa noche dormí abrazada con dos amigas. No podía pensar ni en mi hija, que se había quedado con mi mamá. Al día siguiente escuché a mi cuñado que me decía: «Hoy va a ser un día difícil. Tienes que prepararte». Fui con él y mi hermana a la comisaría y de ahí nos dirigimos al velatorio. Solo recuerdo que había mucha gente, y muchos periodistas. Entré corriendo para saber si era verdad lo que ya suponía. Cuando lo vi en el cajón no podía creer lo que veía. Me tiré sobre él y me desplomé en el suelo. No podía entender que con 28 años le hubieran robado la vida. Nadie hasta ese momento me había explicado lo que había sucedido y seguramente yo tampoco querría saberlo.

      En el transcurso del velatorio me fui enterando de cómo había ocurrido todo, y ocurrió de la siguiente manera: entró una cliente y detrás de ella se posicionó el asesino con un arma calibre 22, la encerró en el baño y exigió a Damián que le entregara el dinero. Él, a quien yo conocía bien, y segura de que no permitiría que le robaran lo que había trabajado ese día, quiso sustraerle el arma y, mientras forcejeaban, el chico, de 17 años, drogado, sin temor alguno ni límites, le disparó.

      Tuvimos que prolongar el tiempo del velatorio para que el afligido papá de Damián pudiera llegar a despedirlo; venía desde Brasil donde vivía. La acongojada mamá estaba en shock. Su rostro se desgarró al ver a su hijo en un cajón. A su hermana la noté quebrada de dolor. La concurrencia de amigos y familiares fue inmensa.

      Como la muerte de Damián fue un caso muy resonante en el periodismo, motivado por la inseguridad reinante en Palermo, se hizo una unión vecinal con su nombre y empezamos a hacer «marchas»... Quiero destacar aquí, y agradecer profundamente, el coraje de la hermana de Damián que se puso al frente de esas «marchas». Peleó con fiscales y abogados, contrató hasta a un detective privado... ¡Quería justicia para su hermano, no venganza! Para ella aquello era una tortura constante, pero no se acobardó. Su esfuerzo titánico, sufriente y estresante dio su resultado. Después de un tiempo, el asesino fue enjuiciado...

      Yo, por el contrario, dejé en manos de los abogados el tema judicial. Nunca me importó que aquel muchacho estuviera preso o suelto, ya que nadie me devolvería a Damián en esta vida. Toda esta situación me hacía sentir ahogada, presionada. La desesperación era tal que creí salir de mi cuerpo. Tenía miedo y me sentía sola. Me había perdido, estaba como en una pesadilla...

      A los tres meses decidí irme al pueblo donde nació mi padre, Coronel Pringles, sin saber qué iba a hacer con mi vida y con mi hija, quien ya había cumplido un año. Damián, un fiel creyente, había manifestado en alguna ocasión que, tras su muerte, deseaba la cremación, cosa con la que yo no estaba de acuerdo, pero accedí ya que era su voluntad. Llegué a Coronel Pringles con mi hija y «con Damián en una urna». Me veía sola, abatida, desesperada y vacía. Cuando iba por la calle la gente me miraba... Me sentía señalada y juzgada como algo raro. No encajaba en ningún lugar, ¡ni me importaba!

       Compartir el sufrimiento con alguien te marca la vida

      A los tres meses de vivir ahí tocaron un día el timbre de la puerta de mi casa. ¡Bendita visita! Era Zulema, buena samaritana de la Pastoral del Duelo, que me invitaba al Grupo Resurrección. Fue providencial porque yo no dejaba de llorar y nada me importaba. No dormía, fumaba y no quería salir de casa. Veía a Damián entre las personas, lo escuchaba, hasta sentía que me tocaba y me abrazaba. Nada me movilizaba. Me molestaba la gente. Las risas y las fiestas eran un calvario para mí. ¡Tuve hasta el impulso de abrir la urna que tenía en el placar de mi habitación! No sé cómo, pero le dije que sí a Zulema y fui. ¡La mejor decisión de mi vida!

      Mi transitar por el grupo fue realmente muy difícil. Estaba enojada con Dios. Como una ilusa, pensaba entonces que Dios se lo había llevado. Me preguntaba insistentemente: «¿Por qué a él? ¿Por qué a mí? ¿Por qué a nosotros?». Solo quería quedarme en mi casa con mis recuerdos y llorar. En el grupo dio la casualidad que éramos todas viudas. Hoy en día son mis hermanas, porque reír se puede hacer con cualquiera, pero compartir el sufrimiento con alguien te marca la vida. Me sentía contenida entre ellas. Entendían con naturalidad lo que me estaba pasando. Me desahogaba y me escuchaban. Pero con eso solo no alcanzaba, tenía que poner mi esfuerzo, y esto era lo más difícil. Después de mucho llorar, ahí entre mis pares, aprendí a desapegarme y a amar a Damián en su nueva vida, y de diferente manera. Al ir aceptando su nueva vida en Dios fui aceptando mi nueva vida, nuestra nueva vida, porque también estaba nuestra hija...

      Al terminar el grupo me llevé no solo hermosas personas, sino también una cajita de herramientas y una herida en sanación. La herida estaba, pero poco a poco fue cicatrizando. No fue fácil, para nada. En el grupo tuve que curar mis broncas y perdonar para poder proyectar mi propia «resurrección». Sí, «yo resucité», estoy segura de eso. Me sentí muerta y volví a vivir. Volví a creer en el amor. A los dos años conocí a Claudio con quien posteriormente me casé y tuve dos hijos más. Volví a formar una familia, a sonreír, a proyectar y a creer.

      El Grupo Resurrección me ayudó en todo. Hizo crecer mi espiritualidad, el sentido de comunidad cristiana y pude purificar mi fe. Me ayudó muchísimo para estabilizarme en todas mis dimensiones. Me aportó muchos recursos para tratar con mi pequeña hija. Mis diálogos con Pilar sobre su papá fueron siempre fluidos y seguidos. Nunca le oculté la muerte. Cuando surgía el tema se hablaba libremente, le contaba anécdotas de su papá y nos reíamos juntas, hasta de sus defectos. Ella creció sabiendo la verdad. Esa fue la mejor manera de vivir nuestra historia, sin mentiras, sin ocultar nada.

      Hoy en día soy coordinadora del Grupo Resurrección, ya desde hace ocho años. La muerte de Damián me fortaleció. Puedo vivir una vida sin resentimientos. Veo lo que maduré, el esfuerzo que hice y todo lo que me regaló el grupo. Valoro mi familia y lo que tengo. Disfruto cada día de mi esposo y mis tres hijos, y le agradezco a Dios haber podido elegir el camino de la sanación.

       ¡Nunca le regalé mi odio!

      Querido lector/a: saber perdonar es lo más


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