Duelos para la esperanza. Mateo Bautista García

Duelos para la esperanza - Mateo Bautista García


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que repara las fracturas de la cerámica con resina a base de polvo de oro. Forma parte de una filosofía que plantea que las fracturas de un objeto deben mostrarse en lugar de ocultarse, transformando así la pieza reparada y dándole un nuevo valor. Cuánta similitud con nuestro sufrimiento en el proceso del duelo que parece rompernos por dentro, dejándonos múltiples cicatrices, ¿no? El paso del tiempo desgasta la cerámica, pero también desgasta nuestro cuerpo y nuestra alma hasta que nos rompe no solo por fuera mediante el llanto, sino también por dentro a través de la pena y el sufrimiento. Pero lo bueno y esperanzador que tiene esa rotura tanto en el objeto como en nosotros es que se pueden reparar los objetos mediante el polvo de oro y rehabilitar a las personas mediante la resiliencia. Esta es la capacidad que tenemos para afrontar situaciones adversas, asumirlas, soportarlas y salir fortalecidos de ellas.

      Tomarme el duelo como un trabajo me ayuda mucho. Todos los días le dedico un espacio de tiempo para saber cuáles son mis luces y mis sombras, ya que todos tenemos nuestra parte luminosa y nuestra parte sombría. Me propuse comenzar a iluminarla poco a poco. Logré potenciar hábitos saludables en mi vida cotidiana (alimentación, ejercicio físico, sueño reparador). Reforcé mi autoestima, lo que me posibilitó tener una actitud optimista ante la vida. Trato de ser bondadosa conmigo misma y con los demás. Me dejo mimar y acompañar por todos los amigos que me quieren y disfruto mucho de su compañía. Ellos son otro hermoso regalo que me dio Dios. Incremento día a día mi tiempo de esparcimiento priorizando el contacto con la naturaleza. Trato de amigarme con mis defectos e imperfecciones, ya que al intentar mejorarlos fortalezco mi espíritu.

      Disfruto diariamente de nuevas formas de orar al realizar mis actividades cotidianas, ellas fortifican mi fe. Planifico con anticipación cada una de mis fechas claves (aniversarios, cumpleaños). Elijo cómo y con quién prefiero pasarlas, priorizando a aquellas personas que me saben acompañar de manera empática. Continúo participando con entusiasmo y entrega, ahora en una familia más grande, como son los dos grupos de mutua ayuda, el de Resurrección y el de la Red Sanar de la Pastoral de la Salud. De ambos grupos aprendí a sanar y sanear mi corazón, mi mente y espíritu para resignificar mi vida, tomando conciencia de que ayudando a los demás me ayudo a mí misma.

       «Adiós» hay que leerlo: «a-Dios»

      También estoy aprendiendo que los adioses forman parte de la vida. Me encantó escuchar en Resurrección que «adiós» hay que leerlo: «a-Dios». Es poder hacer una entrega confiada de alguien que no «es nuestro» sino que «es con nosotros», diciendo: «Ve con Dios».

      Debo aún continuar dedicando tiempo a todos y a cada uno de esos acontecimientos en los cuales vuelvo a sentir la sensación de una nueva pérdida. Por supuesto que estoy aprendiendo que cada «a-Dios» me prepara para nuevas bienvenidas: a desapegarme para continuar mi marcha, a cambiar para crecer, a descubrir y aceptar que existe una vida nueva, aunque sea distinta a la vida que antes tenía.

      Querido amigo/a lector/a: la muerte de un ser querido nos deja en situación de «puzle» que hay que «encajar y ordenar». Los duelos sin elaborar, y más si se trata de duelos acumulados, no son una buena inversión para la vida. Los duelos por muertes y pérdidas nos invitan y desafían cotidianamente a reconstruir y resignificar nuestra persona para continuar viviendo felices el proyecto de vida que Dios nos ha confiado, hasta ese día en que lo veamos a Él cara a cara, en la dicha sin fin, y en el que nos volvamos a reencontrar con toda nuestra «bandita del cielo» en la fiesta del amor eterno. ¡Un abrazo de oso!

      El camino del duelo por la muerte de un hijo es desolador, no se puede ni se debe hacer en solitario

       Todos estaban allí para sostenernos.

      ¡Qué gran ayuda fue!

      Hola, queridos amigos! Tengo el honor de que me concedan su tiempo para compartir un camino de vida. Les quiero presentar a nuestra familia. Vicente y yo nos casamos en el año 1971, el 30 enero. Éramos jóvenes, él tenía 22 y yo 19. Quisimos esperar unos años para que vinieran los hijitos. En tanto, paseamos todo lo que no nos dejaron en el noviazgo y disfrutamos mucho en compañía de amigos que hasta hoy tenemos, gracias a Dios.

      Así pasaron dos años y llegó el embarazo de Pablito. Nació en 1973, sanito, por cesárea, y lo criamos a teta. Creció bien. En 1976 llegó Gisela, su hermana, y juntos crecieron felices. Participaban siempre muy activamente en sus tareas y actividades escolares. Cuando llegaban las vacaciones, a Vicente y a los niños les gustaba mucho ir de campamento. Con sus primos y amigos disfrutábamos todos a pleno sol, mar y aire.

      Teníamos buenos proyectos para ellos. Vicente siempre decía que Pablito era tímido y para forjarle el carácter algún arte marcial le iba a venir muy bien, cosa que no prosperó porque al chico no le gustaba. Gisela crecía con sus juegos, y juntos compartían todo; se amaban mutuamente. Vicente trabajaba y nos cuidaba mucho. Yo, ama de casa, siempre me gustaba hacer algo más. Todo estaba bajo control. Éramos una familia unida y compartíamos todo en común. Así pasaron los años.

      Viajamos a Italia. Gisela tenía entonces 14 años. Pablito, con sus 17, cumplió su sueño de conocer la torre de Pisa, pues había manifestado que no se quería morir sin conocerla. ¡Las cosas de la vida! Fue un año muy feliz. Volvimos a la Argentina y todo siguió normal: los hijos estudiaban, Vicente seguía con su trabajo y yo los atendía.

      Todo iba normal hasta ese fatal día, un 19 de enero del año 1997, cuando Pablo tenía 23 años. Domingo de sol radiante. Almorzamos juntos. Nuestro hijo se alistó para ir a trabajar a la localidad de San Miguel. Su padre lo iba a llevar, pero él desistió porque la estación del tren en Palomar está cerca de nuestra casa y lo dejaba a una cuadra del trabajo. Lo llevamos hasta la estación y allí «nos despedimos». Eran más o menos las 14:40 h.

      Nos volvimos a casa. Yo fui a tomar un poco el sol. El día transcurrió con normalidad. Casi a las 20:00 h sonó el teléfono y del trabajo nos preguntaron por qué Pablo no había ido a trabajar. En ese momento comenzó una búsqueda angustiosa. ¿Por dónde empezar? Yo no podía pensar nada, Vicente sí. Un cuñado nos pasó un número de personas NN1. Vicente llamó y le dijeron que había una persona sin vida y las descripciones coincidían. A mí solo me dijo: «Vamos a una comisaría a ver quién es». Era en William Morris. ¡Dios mío, lo que nos esperaba! Unas ropas estaban tiradas en el suelo. Eran las pertenencias de Pablo. Yo prorrumpí en llanto, desesperación, descontrol; Vicente, siempre a mi lado. El policía quería darme un calmante. Me di cuenta y se lo prohibí. Preguntamos cómo fue, qué pasó. ¡Por robarle un par de zapatillas y unos pesos!

      Nunca supimos del todo qué sucedió con nuestro hijo. Cayó del tren San Martín en el que viajaba y lo recogieron unos bomberos todavía con vida. Lo llevaron al hospital más cercano donde no había tomógrafo. El golpe fue todo él en la cabeza. De allí lo trasladaron al hospital de Haedo, donde murió a las 18:00 h. Como no tenía documentos, porque se los habían robado, lo llevaron a la morgue de William Morris.

       También quería yo sepultarme con él

      Tuvimos que ir a reconocerlo. Nos acompañaban nuestros cuñados. Allí estaba el cuerpo sin vida de nuestro hijo. Lo besé, me arrodillé, lloré amargamente y rezamos un Padrenuestro. Nos tuvimos que retirar porque tenían que llevarlo para hacerle la autopsia.

      Llegamos a casa y un mundo de gente nos esperaba. ¡Allí estaba nuestra hija Gisela! No tengo palabras para describir ese momento. También ya estaba la amada novia de Pablo, y miembros de la familia, amigos y vecinos; todos estaban allí para sostenernos. ¡Qué gran ayuda fue! Pasamos la noche todos en casa para ir al otro día al velatorio. Todo un mundo de personas, todas desconcertadas, pero allí presentes, acompañándonos. Y allí mis padres, firmes ¡Era la muerte de su primer nieto!

      El velatorio duró todo el día y toda la noche. El padre Werman, nuestro amigo, celebró la santa Misa de cuerpo presente. ¡Qué gracia de Dios! Allí todos estaban presentes para sostenernos. ¡Cuánto lo


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