Duelos para la esperanza. Mateo Bautista García
Volví a Buenos Aires y pensé: o me siento a llorar toda la vida esperando que la muerte venga a buscarme y me transformo en una carga insostenible para los demás, o tomo las riendas de mi vida. Junté mis pedazos y comencé de nuevo, como después de un terremoto, cuando nada queda en pie. ¡Volver a empezar!
Como en un túnel, al principio oscuro, con agua en los pies...
El psicólogo que me acompañaba en este proceso me dijo que, cuanto antes aceptara entrar en el camino del duelo, sería mejor para mí. No lo entendí. Creía que yo ya no tenía salida, que nunca jamás volvería a sonreír, que de ahora en adelante sería un sobrevivir con pena, ¡pero había salida! Me lo explicó con una metáfora que quiero compartir contigo: es como entrar en un túnel, que al principio es oscuro y tiene un poco de agua; de a poco sientes que se te mojan los pies. Aún está oscuro, el agua sigue subiendo y por el momento no se ve claridad, pero no te ahogas, porque en determinado momento y casi sin darte cuenta comienza la claridad y llega el tiempo en que pisas en seco. Claro que esto no es magia; es un proceso lento que necesita de ayuda, para que las heridas sanen desde lo profundo hasta la superficie. Al principio duele pero, a medida que se trabaja sobre la muerte del ser amado, el dolor se vuelve más calmo. Siempre duele, pero cada vez con más serenidad, hasta que un día aprendes a resignificar la vida, a darle un nuevo sentido.
En el camino del duelo te vas encontrando con personas que están dispuestas a ayudarte incondicionalmente, pero que muchas veces no saben cómo hacerlo. En este sentido yo tuve una gracia inmensa: formar parte del Grupo Resurrección. Participar en un grupo de mutua ayuda te da contención y te confronta con tus pares. El grupo te hace salir del ensimismamiento, te da una perspectiva más amplia del sufrimiento y del duelo, te hace ver la realidad desde dos orillas, te plantea el camino del duelo desde ti y desde el ser querido fallecido. El grupo, como es Resurrección, te da alas más grandes para el cultivo de la espiritualidad, de la fe, de la relación personal con Dios que también pasó por el sufrimiento y el duelo, ¡su principal mensaje y lenguaje! Son herramientas a nuestra disposición que debes hacer trabajar.
También el grupo entrega preciosas observaciones, útiles para una misma y para tratar a los demás. Sí, y lo digo con humildad: a los demás les tenemos que enseñar. Yo hice docencia con mis amigas, con aquellas que decidieron quedarse, porque ya verás que no todos se quedan. Algunos están un tiempo, otros deciden no estar, otros llegan para quedarse. En todos estos años, pero sobre todo al principio, yo les decía lo que necesitaba: si hablar, si estar en silencio, un abrazo infinito, compañía, comida y salidas compartidas, ir al cementerio, hacer algún ritual en fechas claves. Ellas fueron aprendiendo a conocer mis necesidades y formamos una red, como me gusta llamarla a mí, una red de hilos fuertes, donde puedo aflojarme y dejarme caer, sabiendo que allí están. Es tan antinatural que se nos muera un hijo, es tan terrible, es tan increíble, que no existe una palabra para definirnos. Nunca más volvemos a ser los mismos que éramos. Cuando la muerte te arrebata un hijo, o dos o más, te secuestra el porvenir, pero está en nosotros resignificar la vida.
A los que están atravesando un duelo
Amigo/a, que estás leyendo este relato: te abro mi corazón, mi mente, mi alma y mi espíritu, como si una vasija de barro llena de agua fresca se derramara en cascada y refrescara tu dolor, tu sufrimiento, tus heridas, esas sensaciones que no se pueden describir con palabras.
Quiero que sepas que algo intuyo de lo que estás pasando. Si me acompañaste en mi relato, habrás notado que soy una persona de carne y hueso, que se animó a atravesar el camino del duelo y está hoy aquí para intentar ayudarte.
Tal vez te parezca imposible hoy, pero anímate, no te detengas en el túnel, empieza a mojarte los pies, hasta ver la claridad y pisar en seco.
Tengo añoranza, ciertamente, de momentos que nunca voy a vivir, pero qué hacer con la vida si cada mañana amanece conmigo. Yo decidí vivirla. ¿Qué decides?
Sin perdón nunca se sana el duelo
Por experiencia te comunico que, sin perdón,
nunca se sana el sufrimiento.
Cuando formamos nuestra familia, se la entregamos a Dios. Fuimos bendecidos con tres hijos: José Antonio, Pedro y Beatriz. La vida transcurrió con sus buenas épocas y también hubo tiempos difíciles, especialmente en lo laboral. Nuestros esfuerzos fueron para darles lo mejor que se podía en educación y calidad de vida, siempre al amparo y providencia de Dios, para que ellos tuvieran las mejores posibilidades para desarrollarse, cultivando virtudes y ejercitando cualidades que los ayudasen a ser buenas personas.
Ese sábado, 13 de agosto de 2005, José Antonio, nuestro hijo mayor, de 18 años, que ya había concluido su bachillerato y estaba preparado para entrar a la universidad, tenía un encuentro con sus excompañeros del colegio para hacer una despedida, puesto que todos comenzaban la universidad, unos aquí y otros en el exterior. Antes de ir a la fiesta, decidió salir con su primo, que se encontraba de paso en la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, a comer unas hamburguesas. Estaban en una zona céntrica de la ciudad y debían atravesar una avenida de cuatro carriles para llegar al lugar. Cruzaron el primer carril sin novedad y cuando estaban en el segundo, según relata mi sobrino, de pronto apareció un camión a gran velocidad y en sentido contrario al que debía circular, lo embistió sin frenar y continuó su camino raudamente. El golpe fue tan fuerte que prácticamente José Antonio voló por los aires varios metros, cayó sobre el asfalto y quedó inconsciente. Mi sobrino me llamó por teléfono, cuando ya nuestro hijo estaba en la ambulancia, para avisarnos de lo sucedido. No sabía quién era el autor del hecho, pues solo vio que un camión lo atropelló y huyó. Él entonces pidió ayuda inmediatamente. Ahora nos indicaba el hospital al que lo llevaban para que nosotros llegáramos rápido. Yo estaba todavía en recepción cuando recibí una llamada (no sé cómo me ubicaron) y me avisaron de que el chófer había sido detenido, que estaba tan ebrio que no se podía poner de pie.
José Antonio tenía una fractura en el fémur, pero la más grave se encontraba en el cráneo. Tenía raspaduras y todo el lado derecho estaba golpeado. El pronóstico desde el principio no fue bueno, pues el impacto había sido terrible. Clínicamente se siguió todo el protocolo establecido para situaciones de este tipo. Desde ese momento, nosotros comenzamos a vivir una pesadilla, estábamos estupefactos, impotentes, en medio de oraciones, que muchas veces no salían bien, o no decían todo, con promesas temerosas y esperanzas en el milagro, con una fe que parecía muy débil ante la brutalidad del golpe.
Nuestro hijo lejos de mejorar se debilitaba más y más. El martes 16 ya no clamé por el milagro. Comprendí que debía dejarlo en manos de Dios. Él con su infinita sabiduría y misericordia tenía que decidir lo más conveniente para nuestro hijo, a quien le dijimos, cada uno a su manera, que podía irse, que siempre estaríamos con él donde estuviere. Ese miércoles, 17 de agosto de 2005, falleció, dejándonos una impronta tan dolorosa que nos marcó para siempre.
Nos ofrecieron hacerle lo que quisiéramos dentro de la cárcel
Desde ese día la vida ya fue distinta. Entendimos que no teníamos el control de todo. Tras el velatorio y el entierro nos quedamos sumidos en una noche oscura, sobrevivientes de una terrible tormenta que duró solo unos días, pero que parecía tener efectos de eternidad. Sentí que envejecíamos décadas. Todas las decisiones que había que tomar, desde la frase que había que escribir en la lápida hasta las más cotidianas como decidir qué comer, se tornaron difíciles. Lidiábamos con el inmenso dolor de su ausencia, con el miedo, la culpa, la impotencia y la angustia. Estábamos en una borrasca en alta mar, acongojados, enojados, desesperados, sin encontrar respuestas a todos los porqués. Pero sobre todo incubábamos mucha rabia, puesto que en este caso había un irresponsable que, después de pasar una tarde entera bebiendo, salió a ocasionar semejante daño. ¡En ese momento deseaba