Historia de Occidente. Luis Enrique Íñigo Fernández

Historia de Occidente - Luis Enrique Íñigo Fernández


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la contrapartida de dar a luz niños inmaduros que requerían cuidados más absorbentes y prolongados por parte de sus madres. Las hembras no podían ya, en consecuencia, dedicar el tiempo necesario a la obtención de comida; necesitaban machos que las ayudasen a criar a sus hijos, cazando y recolectando en su lugar. La experiencia demostró que sólo aquéllas que se mostraban más receptivas sexualmente lograban la protección preferente de los machos, así que, poco a poco, los períodos de celo fueron dilatándose hasta desaparecer. Los machos empezaron, de este modo, a tomar bajo su cuidado a una hembra concreta que le brindaba a cambio sus favores con mayor exclusividad. La pareja humana había nacido.

      Ello no quiere decir que la familia nuclear fuera todavía la célula social básica. La necesidad de cooperación dentro del grupo y los fuertes vínculos de parentesco que unían entre sí a todos sus miembros hacían que fuera el clan y no la pareja la estructura fundamental de la sociedad. Además, la ausencia de propiedad privada, más allá de unos pocos útiles o adornos, y el continuo errar de las poblaciones, de campamento en campamento, de cueva en cueva, buscando cuando era posible la orilla de los ríos, que ofrecían agua, piedra y comida, siempre en pos de las manadas que llegaron a erigirse en su principal alimento, sin duda favorecían el fortalecimiento de los lazos grupales. El clan lo era todo porque fuera de él la supervivencia era imposible. No se requería la fuerza para convencer a los individuos de ello, ni tampoco era posible ejercerla. No existiendo recursos que pudieran almacenarse, faltaba la base económica sobre la que afirmar el poder, porque no había forma de privar a nadie del acceso al alimento. No busquemos, pues, ni reyes ni jefes entre los hombres del Paleolítico. La autoridad era moral y se ganaba como fruto de la destreza en la caza, la experiencia en la vida o el conocimiento de las misteriosas fuerzas que la regían.

      Porque las creencias religiosas contribuyeron también a afirmar la fuerza del clan. La humanidad, a lo largo de esta dilatadísima infancia que constituye la Edad de Piedra, dependía por completo de una naturaleza que apenas entendía, que no podía sino antojársele misteriosa y voluble. Unirse para protegerse de ella, para tratar de someterla, para suplicar su generosidad a la hora de obtener el sustento y asegurar la procreación, se convertía en necesidad primordial del hombre y del grupo. Pero ¿cómo domeñar la naturaleza con medios tan precarios? Sin ciencia a su alcance, dueño de una tecnología tan pobre, al hombre no le restaba sino valerse de la magia y la religión.

      Así, inseguro ante la realidad, sin armas racionales que le permitieran comprenderla, pero convencido de que necesitaba de su generosidad para sobrevivir, imaginó un mundo espiritual detrás del mundo real, un universo mágico, poblado de seres fantasmagóricos que habitaban en cada árbol, en cada fuente, en cada animal y cada planta. Y concibió también las formas de comunicarse con ellos y solicitar su generosidad. La visión animista del mundo dio así lugar a ritos colectivos que habían por fuerza de tener como destinatarios a aquellos seres de los que dependía el sustento y la procreación. Y así, en los lugares más recónditos de las cuevas, donde la impenetrable oscuridad personificaba el misterio mismo que el hombre percibía en cada manifestación de la naturaleza, el clan, más unido que nunca, se entregaba a rituales elaborados que, a medio camino entre la magia y la religión, entre el conjuro y la súplica, trataban de asegurar el éxito del grupo en la caza y la perpetuación de la especie.

      El arte, así las cosas, se convertía en un instrumento del rito, en un apéndice de la religión, a la que venía a servir casi por completo. Dejando de lado pequeños adornos, el grueso de las manifestaciones estéticas de la Edad de piedra tiene un significado religioso. Religiosa es la finalidad de las pequeñas estatuillas que representan mujeres de faz desdibujada y exagerados atributos femeninos, como las halladas en Laussel, Brassempouy, Willendorf y Grimaldi, sin duda iconos propiciatorios, amuletos llamados a asegurar el éxito en la procreación, al igual que los símbolos fálicos tallados por doquier sobre la roca en el interior de tantas cuevas. Religioso también es el objeto de las representaciones de animales encontradas en Lascaux, Altamira o El Castillo. Bisontes o caballos, ciervos o elefantes, multicolores en ocasiones, monocromos en otras, con relieve o sin él, superpuestos las más de las veces, sin formar escenas reconocibles, ausente cualquier figura humana que robe protagonismo a los animales, siempre presas habituales, especies de las que dependía su sustento, creían nuestros antepasados que reproducir su efigie, danzar en torno a ella, mendigar así la generosidad de las fuerzas misteriosas que regían el mundo, haría más fácil su vida.

      Alimento y procreación, vivir y hacer vivir, comer y engendrar hijos, como escribió Frazer, obsesionaban a la humanidad, como siempre la ha obsesionado y siempre la obsesionará aquello que necesita o desea y no está segura de alcanzar. En esto, como en tantas cosas, los hombres de la Edad de piedra no eran muy diferentes de nosotros.

      CAPÍTULO SEGUNDO

      La primera revolución

      “Lo que hasta este momento he demostrado es que la aparición de la vida aldeana fue una respuesta a los agotamientos producidos cuando se intensificó el modo de subsistencia basado en la caza y la recolección. Pero en Oriente Medio, una vez hecha la inversión en el tratamiento del grano y en las instalaciones correspondientes para su tratamiento, la elevación de los niveles de vida y la abundancia de calorías y proteínas hicieron sumamente difícil que no se tolerara o estimulase el crecimiento de la población.”

      Marvin Harris: Caníbales y reyes. Los orígenes de las culturas, 1978.

      Entonces formó Dios al hombre de barro de la tierra…

      Así, en esa aparente inmovilidad bajo la que se ocultaban lentísimos cambios, imperceptibles pero evidentes progresos, transcurrió la infancia del hombre. Durante dos millones de años, la humanidad paleolítica recolectó, cazó y pescó; talló la piedra para darle la forma que precisaba; erró de un lugar a otro, montando y desmontando una y otra vez sus efímeros hogares de pieles y madera, conjurando con su fuego protector los amenazadores espíritus que pululaban en la oscuridad de las cuevas; afirmó con fuerza irrepetible los lazos del clan del que dependía su supervivencia, y, en un vano intento de mejorar lo precario de su existencia, rindió culto a las potencias sobrenaturales tratando de conmoverlas con un arte de extraordinaria belleza. Entretanto, de manera despaciosa pero continua, los hombres crecieron y se multiplicaron. Poco a poco, fueron poblando cada valle, cada pradera, cada lugar donde la naturaleza se mostraba dadivosa y ofrecía sustento a quienes todavía no habían sentido la necesidad de producirlo por sí mismos.

      Y entonces, unos doce mil años ante del presente, la generosidad del mundo pareció agotarse. El clima se tornó de nuevo más seco; muchos grandes animales como el mamut y el rinoceronte lanudo se extinguieron y otros como el reno emigraron hacia latitudes septentrionales, y un sinnúmero de lugares antes abundantes en alimento se volvieron inhóspitos. La presión de la población sobre el entorno se hizo excesiva. Muchos grupos humanos se encontraron con graves problemas para sobrevivir. La caza, la recolección, la pesca ya no bastaban; era necesario explorar otras formas de obtener sustento. El hombre, como millones de años atrás, cuando otra desecación hizo retroceder los bosques africanos, volvía a encontrarse ante un reto ecológico, poderoso e insoslayable, en el que se jugaba su supervivencia.

      Al principio trató de seguir haciendo lo mismo que había hecho generación tras generación. Simplemente, probó a hacerlo mejor. Multiplicó la variedad de las especies que cazaba; prestó atención a algunas más pequeñas, que requerían más esfuerzo para obtener menos recompensa; no bastándole con los peces, recogió también marisco, mucho más trabajoso, y, practicando el trueque, aprendió a ofrecer a otros grupos lo que le sobraba esperando obtener de ellos aquello de lo que carecía. Recolectó frutos y semillas que hasta entonces había despreciado y, en fin, perfeccionó hasta extremos inconcebibles la técnica de tallado de la piedra y aprendió a esculpir el hueso con maestría insuperable. Pero todo ello no hizo sino postergar unos miles de años la solución al problema. El agotamiento de los recursos había conducido al hombre a un angustioso atolladero y era necesario hallar cuanto antes la salida.

      En realidad ya la conocía. A lo largo de decenas de milenios, el contacto continuado con las plantas y los animales de los que dependía su sustento le había enseñado muchas cosas acerca de ellos. De hecho, en muchos lugares,


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