Historia de Occidente. Luis Enrique Íñigo Fernández

Historia de Occidente - Luis Enrique Íñigo Fernández


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para convertirse en agricultor y ganadero. Si no lo había hecho antes era simplemente porque no había sentido la necesidad. La economía productora proporcionaba comida en abundancia, pero exigía también un enorme esfuerzo, mucho mayor que el que requerían la recolección y la caza. No bastaría ya con alargar la mano y tomar de la naturaleza lo que se necesitaba. Ahora habría que preparar la tierra, extirpar de ella las malas hierbas, seleccionar las semillas, plantarlas, vigilar su crecimiento y, en fin, recolectarlas y construir lugares para almacenar las cosechas. Sería también preciso escoger entre los ganados los sementales más aptos, alentar su reproducción y preocuparse de las crías, cuidar los rebaños y construir para ellos cercados o majadas, ordeñar a las hembras y llevar a cabo un sinfín de tareas que exigían dedicación y trabajo considerables. Y, una vez hecho el esfuerzo, habría que defenderlo de las apetencias agresivas de vecinos menos aplicados.

      El camino que se abría ante el hombre no era precisamente muy seductor, pero la alternativa aún lo era menos. La única opción disponible al incremento de los recursos era el control del crecimiento de la población. No obstante, este control implicaba sacrificios mucho mayores que la agricultura y la ganadería, pues llevaba aparejadas graves penalidades psicológicas y físicas. El aborto en condiciones de gran peligro para la mujer, la negligencia y el descuido en el cuidado de los niños pequeños o, en el mejor de los casos, la prolongación de la lactancia hasta el límite de lo posible eran las únicas técnicas de control demográfico al alcance de las culturas de cazadores y recolectores. El cultivo de los campos y el pastoreo de los rebaños implicaban la forzada renuncia a los prolongados ocios a los que estaban acostumbrados, pero al menos hacían posible que la población siguiera creciendo. No había mucho que pensar.

      Y fue así como, en diversos lugares del mundo, diez milenios atrás, el hombre se hizo al fin agricultor y ganadero. Un historiador, Braidwood, denominó a estos lugares zonas nucleares, porque desde ellas las nuevas técnicas se difundieron por todo el mundo, en un proceso que duro varios miles de años más. Pero lo cierto es que, aun a su pesar, lo que los habitantes del Próximo Oriente, América central o el norte de China estaban poniendo en marcha era una genuina revolución, la revolución neolítica.

      No se trata de una exageración. La magnitud del cambio merece el apelativo, aunque, paradójicamente, el nombre que le seguimos dando, Neolítico, hace incidencia en el aspecto menos importante de ese cambio, ya que con él queremos indicar que el hombre deja de tallar la piedra, como lo venía haciendo durante centenares de miles de años, en el período que denominamos Paleolítico, es decir, Edad de la piedra antigua, para pulimentarla, por lo que denominamos al período Edad de la piedra nueva o Neolítico. No obstante, la nueva tecnología no es lo más relevante, ni se limita sólo a la piedra, a la que acompañan ahora la alfarería y los tejidos. Lo esencial del cambio es que el hombre empieza al fin a intervenir en la naturaleza, a transformarla, iniciando así una andadura que ya nunca abandonará. Se trata, en fin, de la mutación más relevante experimentada por la civilización humana hasta finales del siglo XVIII, cuando da sus primeros pasos la revolución industrial.

      Porque los cambios no fueron tan sólo económicos y técnicos. Se transformaron también la sociedad y las creencias. La economía productora llevaba aparejada algunas exigencias insoslayables. No era posible cultivar la tierra si sus dueños continuaban errando sin cesar. La agricultura requería cuidados que imponían una forma de vida sedentaria. Los campamentos y las cuevas dejaron su sitio a los poblados estables; las chozas de pieles y ramas, a las cabañas de madera, a las casas de tapial o de adobe. El tamaño del grupo, al ser más abundante el alimento, crece hasta alcanzar varios centenares de individuos, a la par que disminuye la superficie necesaria para mantenerlo. En los espacios libres se establecen nuevos grupos. Las aldeas se multiplican. En su interior, la sociedad evoluciona. El hombre continúa prefiriendo la caza a la agricultura, y la mujer, que se ocupa del trabajo de la tierra, ve aumentar su importancia, tornándose en matriarcado la tradicional primacía masculina. No se concibe aún la propiedad privada. Los campos, los graneros, los rebaños pertenecen a todos, y todos trabajan en ellos tomando luego cuanto necesitan del almacén común. En cada casa, el agricultor y el ganadero es también alfarero y tejedor. No hay leyes ni se necesitan. Las costumbres, la tradición, son suficientes para guiar al grupo. Los cambios disgustan; crean inseguridad. Se trata, en fin, de una sociedad homogénea, cerrada, que se basta a sí misma en lo esencial; una sociedad de aldeanos, en la que son las relaciones personales, y no los vínculos legales, las que sirven de argamasa al edificio social.

      Pero, aunque escaso, el excedente de las cosechas existe ya, y con él, la posibilidad de alimentar a personas, pocas todavía, que no se ocupan de producir alimentos. Las prioridades se imponen. Urge apaciguar a los dioses, ganarse su favor. Y así surgen los primeros especialistas a tiempo completo en la religión y sus ritos. La supervivencia depende ahora, antes que de la abundancia de las manadas, de la fertilidad de los campos, esclava del devenir de las estaciones y su corte de fenómenos meteorológicos. La tierra, convertida en la gran madre, transmutada en deidad fundamental, recibe el culto preferente. Pero no se olvidan los hombres del Neolítico de la lluvia que vivifica los campos, el viento que arrastra las nubes, el granizo que arruina las cosechas. Tampoco se posterga a los difuntos, cuyos restos alimentan la tierra en un ciclo continuo de muerte y renacimiento, venerados en forma de cráneos que adornan las viviendas bajo las que reposan. Milenio tras milenio, el hombre adapta sus creencias y sus ritos a sus necesidades. El objetivo, empero, es siempre el mismo: otorgar alguna seguridad a una existencia precaria en su naturaleza misma, o, al menos, una suerte de consuelo ante sus imprevisibles avatares.

      El paraíso perdido

      Con todo, la humanidad había puesto en marcha transformaciones en su modo de vida que ya no dejarán de arrastrarla hacia formas de civilización a cada paso más gravosas y exigentes. La naturaleza no siempre se muestra generosa. Es necesario prepararse para las malas cosechas, o el hambre, su corolario inevitable, se abatirá sobre el poblado, con su compaña fatal de enfermedades y muerte. Para impedirlo, no queda sino incrementar los excedentes; sembrar más de lo necesario, atesorar para el mañana, cuando acaso la carestía suceda a la abundancia. Además, la multiplicación de aldeas y campos de cultivo y el crecimiento incansable de la población en las zonas más adelantadas terminan por agotar las tierras más aptas. La falta de espacio conduce al enfrentamiento. Ningún grupo, ninguna aldea o poblado, por humildes que sean sus campos o exiguas sus reservas de alimentos, renunciará a ellos sin lucha. El esfuerzo ha sido demasiado grande, demasiado continuado, y merece la pena recurrir a la violencia para preservar lo que se posee. Ha nacido la guerra.

      La combinación de ambos procesos alimenta un cambio trascendental. En cada aldea, en cada poblado, los acrecidos excedentes se usan ahora también para producir especialistas en la guerra. Junto a los magos y sacerdotes, nacen los guerreros. Y las batallas se ganan fuera, pero se pierden dentro. Los soldados poseen las armas y pueden usarlas para imponer su autoridad. La igualdad desaparece, y la semilla de la servidumbre se planta bien honda en el interior de las comunidades. Las exigencias organizativas, impuestas por la construcción de murallas y fosos, por la disciplina y el entrenamiento militar, facilitan la división entre los que mandan y los que obedecen. Los díscolos, los que no se pliegan ante el abuso incipiente, pueden verse privados del derecho a acceder a los graneros colectivos. Podrán huir, pero la huida garantiza una existencia aún más precaria y son pocos los que optan por arriesgarse. Han nacido los jefes; pronto aparecerán los reyes.

      Los avances técnicos llevarán a las comunidades de campesinos y ganaderos un paso más allá por el sendero de la servidumbre. El metal, cobre primero, bronce después, cuando el hombre aprenda a fundirlo en íntima alianza con el estaño, pero siempre más maleable y sólido que la piedra y capaz de renacer una y otra vez de sus cenizas, hará posible fabricar herramientas más eficaces y duraderas, aptas para arrancar de los campos cosechas más generosas. El excedente aumenta. Su volumen permite añadir a soldados y sacerdotes un nuevo grupo social que no se verá ya obligado a cultivar la tierra. Y los herreros, que atesoran el precioso tesoro del trabajo del metal, se convierten en imprescindibles para la comunidad. Ya no será posible autoabastecerse. Cada hombre podrá ser a un tiempo agricultor, pastor, tejedor y alfarero, pero no podrá ser también maestro en el arte misterioso del metal. La división del trabajo se impone; las fronteras entre grupos


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