Historia de Occidente. Luis Enrique Íñigo Fernández
comenzó a cuartearse. La guerra, corolario forzoso, como vimos, de la combinación de crecimiento demográfico, escasez de tierras y superioridad militar de los estados nacientes, como no podía dejar de suceder, reforzó el poder militar en detrimento del religioso. El rey-sacerdote dejó paso al rey-guerrero; el palacio, como ha demostrado la Arqueología, se independizó del templo y se rodeó a su vez de graneros, talleres, almacenes y tierras. Las conquistas produjeron nuevos cambios. Junto a la propiedad colectiva de los campos, en nombre del dios y en beneficio de sus administradores terrenales, aparece ahora la propiedad privada. Pequeña, en el caso de los soldados que reciben su parcela tras una campaña victoriosa o una larga vida en la milicia; enorme, cuando el beneficiario es un caudillo que ha extendido con sus victorias las fronteras del imperio, pero siempre individual y ajena al control de corporación o gremio alguno. El comercio, antes limitado a los territorios próximos a las ciudades, expande ahora sus rutas a los países más lejanos y, mucho más complejo y diversificado, exige medidas fiables del valor y el precio de las mercancías, unidades que permitan pasar del simple trueque o el pillaje disfrazado de intercambio al comercio en toda regla. El dinero, bajo la forma de lingotes de metal, pesados primero en cada transacción, sellados después para garantizar su peso y su ley, a un paso tan sólo de la moneda tal como hoy la conocemos, satisfará tal necesidad. Y de la mano de las nuevas formas de propiedad y el comercio a gran escala, nuevas clases sociales surgen junto a los sacerdotes y los artesanos. Comerciantes independientes, que trabajan ya en beneficio propio y no tan sólo del templo que antaño requería de sus servicios, y una clase media de labradores libres al fin de su dependencia, pero también verdaderos esclavos en un número nunca visto, fruto indeseable de las interminables guerras, vienen a enriquecer una sociedad a cada paso más compleja.
Y mientras, uno tras otro, sucesivos imperios nacen, crecen, se despedazan y desaparecen, tan sólo para ceder su lugar, después de un período más o menos dilatado de anarquía y caos, a un sucesor llamado a idéntico destino. Sumer, Akad, Asiria, Egipto, Mitanni, Hatti fueron escribiendo con orgullo sus nombres en letras de oro en los anales de la historia. Pero ¿por qué caían y se levantaban los imperios? ¿Qué suerte de misteriosa ley histórica, de existir alguna, imponía destino tan nefasto a construcciones políticas de factura tan sólida? Olvidemos las apariencias. Si por un momento tan sólo rascamos bajo la opulencia superficial de las distintas civilizaciones que durante cuatro milenios fueron desarrollándose, una tras otra, en las tierras de Egipto, Mesopotamia, e incluso la India y China, observaremos, en lo esencial, lo mismo.
Tan colosales edificios históricos responden a una estructura en extremo bipolar en la que una minúscula élite agrogerencial asienta su dominio sobre una enorme masa de campesinos cuyo excedente administra en beneficio propio mientras los mantiene tan sólo un poco por encima del límite de la supervivencia. Las mejoras en el nivel de vida se produjeron sólo al principio. Luego, cuando el entorno alcanza el límite de población que puede soportar con la técnica disponible y dejan de producirse avances nuevos, la única opción es expandir el sistema hacia afuera, en pos de nuevas tierras y poblaciones ajenas. Así nacen los imperios. Pero más territorios exigían más burocracia, más soldados, más tributos para mantenerlos, y crean al punto más corrupción y menor eficacia, pues las oportunidades de autonomía y enriquecimiento para los representantes del poder central son tanto mayores cuanto mayor es la distancia que los separa de él. Y mientras, el interés por la preservación de los canales y presas de las que depende la economía misma del imperio disminuye a igual ritmo. El imperio, en suma, devoraba pronto los beneficios que generaba, aumentando la pobreza y el descontento, debilitándose por dentro y haciéndose más vulnerable a los ataques externos. Así, más pronto o más tarde, la autoridad del soberano se desmorona ante los embates simultáneos o sucesivos de los enemigos internos y externos. El imperio se derrumba en medio de un enorme estrépito de hambre, pillajes, destrucción y caos, dejando paso a una época de anárquico predominio de los poderes locales que, de manera sistemática, concluye cuando uno de ellos o un invasor reúne poder suficiente para imponer de nuevo su autoridad al conjunto. El ciclo se repite una y otra vez; los imperios, uno tras otro, nacen, crecen, envejecen y mueren.
Aún nos queda algo por comprender. A pesar de la naturaleza terriblemente despótica de aquellos imperios, cuando el Estado se transmutó, la religión que le acompañaba se transformó con él, proclamando universales a los dioses nacionales y tiñendo de misericordia y amor su faz antes terrible. Nada hay de sorprendente en esta paradoja. Los dioses misericordiosos proporcionaban un útil instrumento que hacía más fácil el sometimiento de los pueblos vecinos, ganados por las promesas de una vida mejor bajo gobernantes mucho más generosos que los suyos propios. Una ayuda mucho mayor, sin duda, que la que podían proporcionar las viejas deidades prontas a devorar, de uno u otro modo, la carne de los enemigos vencidos. No en vano interesaba más a los imperios nacientes mantener a las poblaciones sometidas produciendo alimentos y recursos en su beneficio que saquearlas y terminar sin remedio con sus posibilidades futuras. Ya por entonces, los reyes comprendían que matar a la gallina de los huevos de oro para obtener de una sola vez todas las pretendidas riquezas que atesora su vientre constituía un negocio mucho peor que esperar pacientemente para apropiarse de su fruto cotidiano. Los imperios, de cualquier modo, no eran sino enormes depredadores llamados a perecer cuando ellos mismos devorasen las riquezas que los alimentaban pero no sabían producir. Grecia y Roma, en este sentido, no fueron sino las últimas manifestaciones de una economía política insostenible a largo plazo. Cuando la expansión territorial ya no fuera posible, tampoco lo sería su existencia. La caída del Imperio romano estaba ya escrita miles de años antes de que se produjera. Pero esto es otra historia.
SEGUNDA PARTE
EL NACIMIENTO
CAPÍTULO CUARTO
El alba de Occidente
“Pero al contrario que los egipcios, los babilonios o los asirios, los nobles no consideraron muy importante que nada cambiara. Sus numerosas incursiones de saqueo y luchas contra pueblos extranjeros les proporcionaron una mentalidad abierta y les hicieron disfrutar con el cambio. Esa es la razón de que, partir de entonces, la historia mundial avance en estas tierras mucho más deprisa, pues, desde aquellas fechas, los seres humanos dejaron de estar convencidos de que lo mejor es que las cosas sean como son.”
Ernst H. Gombrich: Breve historia del mundo, 2005.
La estirpe de Occidente
La civilización occidental vino al mundo en una cuna muy humilde. La región meridional de la península Balcánica, la más oriental de las europeas, es también la más pobre, y no son mucho más ricas las islas que, como en un desordenado rosario, la rodean por doquier. Montañosa hasta la extenuación, fragmentada en innumerables valles mal comunicados entre sí; de una sequedad extrema, azotada por vientos inclementes, sin ríos ni lluvias que alivien a la tierra su crónico anhelo de agua; dueña de un suelo tan parco que apenas ofrece sino rocas que nada pueden prometer a los pueblos de agricultores hechos al cultivo del trigo y la cebada, Grecia, complaciente tan sólo con el olivo, la higuera o la vid, parecía satisfecha de rechazar la compañía del hombre.
Ninguna cultura semejante a las que habían proliferado en el Creciente Fértil podía, pues, germinar allí. El medio era, quizá, menos exigente que en Mesopotamia o Egipto, pero también menos generoso. El excedente, escaso, sólo podía arrancarse tras un denodado esfuerzo, que compensaba a duras penas el incansable trabajo del agricultor. La población, forzada a ser austera, no alcanzaría nunca el crecimiento exuberante de sus vecinas. Y las comunidades humanas, dispersas e independientes, no se sentirían con facilidad llamadas a la cooperación, y menos aún se mostrarían dispuestas a someterse a un Estado omnipotente que no poseía argumento alguno con el que persuadirlas.
Pero Grecia, tan lejana en espíritu, se hallaba muy cercana en cuerpo a las tierras donde los hombres, quizá sin saber del todo lo que hacían, habían comenzado a soportar sobre sus encorvadas espaldas el creciente peso del Estado. Apenas dos milenios antes de nuestra era, los habitantes de aquel mundo de islas y valles fueron también seducidos por el perfume de la civilización. La primera cultura estatal de que tenemos noticia, la minoica, refleja, como un espejo de plata deformado por la impericia de un orfebre