Historia de Occidente. Luis Enrique Íñigo Fernández
de la cooperación de centenares de pequeños funcionarios adiestrados en el uso de los complejísimos sistemas de escritura y numeración creados con el objetivo de permitir la administración de los pletóricos graneros y almacenes. Y los soldados, cada vez más numerosos, permanecían entregados a su doble misión de asegurar que nadie se olvidaba de prestar su contribución a los graneros públicos, convertida ahora en forzosa, y mantener alejados a quienes, desde fuera de aquel aparente Edén, tratase de tomar por la fuerza lo que tanto sacrificio había costado lograr.
Y así, poco a poco, la quietud dejó paso al bullicio; la sencillez, a la complejidad, y las aldeas se tornaron ciudades. Mesopotamia y Egipto, otrora estériles tremedales, se poblaron de urbes. Y en cada una de ellas, en su centro mismo, el templo, a un tiempo morada de su dios tutelar y palacio de los sacerdotes que lo servían, se erigía en rector indiscutible de un mundo nuevo que crecía y se afanaba a su alrededor. Graneros donde se guardaban las pródigas cosechas, almacenes para las materias primas traídas de lejanas tierras, talleres para transformarlas en productos de lujo a mayor gloria del dios y de sus servidores terrenales, archivos donde se apilaban cientos de tablillas de arcilla en las que escribas minuciosos registraban con preciso detalle cuanto entraba y salía de la morada divina, todo ello bajo la atenta mirada de los escrupulosos sacerdotes, conformaban una realidad distinta a todo lo que el hombre hubiera conocido hasta entonces. Y en torno al templo, cientos de casas edificadas con humilde adobe, protectoras murallas, profusos canales e innumerables campos de labor, reservados unos al dios y a sus servidores más directos, cedidos otros a los campesinos que alimentaban tan compleja maquinaria con su esfuerzo diario, cada vez menos libres, a cada paso más sometidos a un orden del que ellos venían a ser los menos beneficiados.
Porque, progresiva y quizá inconscientemente, la distancia entre la élite de sacerdotes-administradores y la gran masa de campesinos forzados a entregar la mayor parte de sus cosechas en forma de contribuciones obligatorias a los graneros del templo fue haciéndose mayor. La coacción física, a la que siempre podía recurrirse en caso de necesidad, apenas sería precisa, pues, con todo, la vida de los humildes continuaba siendo mejor que la que podrían soñar siquiera allende los límites de aquel engañoso edén. La sanción religiosa resultaba, sin duda, un instrumento mucho más útil para perpetuar la sumisión de las masas. De la mano del clero organizado, los jefes de aldeas y poblados dejaron su lugar a los reyes. El poder, antes privado de soporte espiritual, se pretendía ahora fruto de la voluntad misma de los dioses, como sucedió en Mesopotamia, o resultado sin más de la filiación divina de los propios monarcas, como fue el caso de Egipto. Su naturaleza, en todo caso, se mostraba siempre muy por encima de los demás mortales para persuadir con sutileza a los descontentos de la evidente inutilidad de cualquier conato de sedición. Gigantescos monumentos, ciclópeas pirámides, inmensos zigurats, llamados a empequeñecer al individuo ante el poder evidente del soberano, y complicados rituales que lo envolvían en una deliberada aura de mágico misterio favorecieron esa impresión. Y, en fin, el Estado, corolario político de tan complejas transformaciones económicas y sociales, entró a formar parte para siempre de la vida de los hombres.
Mientras, el mundo del espíritu se hacía eco de los cambios que experimentaba la vida colectiva. Las fuerzas de la naturaleza, objeto de la veneración de los viejos pobladores de las aldeas neolíticas, completaron su mutación en deidades dotadas de atributos personales. Los viejos tótems se transmutaron en dioses, se encerraron en los oscuros y misteriosos templos, reunieron a su alrededor una exquisita corte de adoradores profesionales y requirieron de las masas devoción y riquezas. Dueños de todo en nombre del dios al que decían servir, los sacerdotes proscribieron las experiencias religiosas individuales, desterraron del Edén a los viejos chamanes y se erigieron en una casta cerrada de burócratas consagrados a arcanos e incomprensibles rituales, sólo en parte visibles para los simples mortales. Y, deseosos de asegurarse la sumisión de las masas, concibieron un mundo habitado por divinidades ordenadas de acuerdo con rígidos principios jerárquicos, un séquito celestial de dioses menores postrados en torno a un dios supremo, un orden sobrenatural que remedaba el mismo orden que aspiraban a perpetuar en la Tierra.
Cada cultura, empero, tiñó con colores propios el lienzo de la otra vida. En Mesopotamia, dioses de poéticos nombres como Anu y Ki, Shamash y Enlil recibían complacidos las ofrendas de gentes que, educadas en el temor, no esperaban del otro mundo sino la oscuridad y la muerte. El país del Nilo, por el contrario, seguro quizá tras la formidable protección del desierto y el mar, alimentó la esperanza de los vivos mediante una elaborada teología que prometía la inmortalidad a los hombres dispuestos a pagarla bajo la forma de precisos rituales y complejas técnicas que, capaces de preservar la integridad de los cuerpos transmutándolos en imperecederas momias, decían serlo también de asegurar la de las almas.
La extensión de la servidumbre
No acabaron aquí los cambios. El Estado y los complicados procesos sobre los que se apoyaba eran expansivos por su propia naturaleza. Una vez que los reyes hubieron visto la luz en Mesopotamia y en Egipto, volvieron los ojos en torno suyo y apetecieron cuanto quedaba al alcance de su mirada. Razones había para ello. La tierra, habitada ahora por una población mucho más numerosa, se había tornado de nuevo escasa y el fantasma del hambre se cernía una vez más sobre los hombres. Además, la organización estatal confería una evidente superioridad militar a los pueblos que la poseían sobre aquellos que carecían de ella. Era, pues, tan sólo cuestión de tiempo que los monarcas trataran de arrebatar por la fuerza las materias primas que necesitaban sus artesanos en lugar de obtenerlas mediante el comercio, imponiendo sin más un tributo forzado a quienes las producían allende sus fronteras, a la vez que incrementaban la masa de trabajadores a su servicio sin más esfuerzo que el de convertir en esclavos a los soldados derrotados. Porque la esclavitud, en aquellas sociedades, se daba en raras ocasiones en el seno de los propios súbditos, sometidos más bien a un estado de servidumbre colectiva que les confería al menos el derecho a guardar para sí una parte de sus cosechas. Los esclavos, privados de derecho alguno, eran casi siempre prisioneros de guerra. Y así, al cadencioso ritmo de los tambores y el metálico son del entrechocar de las espadas, el Estado fue extendiéndose. Nacido a veces en una ciudad, otras en una pequeña región, se enseñoreó de territorios cada vez más amplios. Unos pocos siglos después de su aparición, los estados dieron paso a los imperios.
Tres mil años antes de nuestra era, todo el país del Nilo aparece unido por vez primera bajo el cetro de un solo monarca, Menes, el primero en ceñir la doble corona del Alto y el Bajo Egipto. Cinco siglos más tarde, Sargón, rey de Akad, somete a su dominio la mayor parte de Mesopotamia. Es sólo el principio. Los pueblos colindantes pronto descubrirían que sólo les cabían dos opciones. Podían someterse sin más a los dictados de sus poderosos vecinos, integrándose en condiciones precarias en su desigual red de producción y redistribución de recursos que iba extendiéndose a partir de los núcleos estatales originales. Pero también podían, quizá, optar por imitar su organización, crear ellos mismos sus propios estados y tratar de resistirse a su voluntad imperialista, controlando en beneficio propio sus materias primas y rutas comerciales, o incluso valerse de las ventajas organizativas que el Estado confería para lanzarse ellos mismos a la guerra contra sus vecinos, no con el objetivo de someterlos, sino tan sólo para depredar sus riquezas. Frente a los estados prístinos, en una colosal mancha de aceite que se extendía poco a poco por las regiones más adelantas del planeta, vieron así la luz los estados secundarios, y territorios próximos a la gran media luna fértil donde los hombres habían dado el salto de la barbarie a la civilización como Palestina, Anatolia o Persia desarrollaron también sus propios estados con algunos siglos de retraso. En medio del ascenso y caída de sucesivos imperios a cada paso mayores y más poderosos, el futuro del hombre iba escribiéndose con letras teñidas de servidumbre y de sangre.
Poco, no obstante, debe el progreso general de la humanidad a aquellos imperios tan fastuosos como vanos. Poco, pero no nada. Sin duda no auspiciaron con sus conquistas nuevos progresos técnicos. Todos los avances fundamentales, como el arado, el torno del alfarero, la rueda o el bronce, habían visto ya la luz cuando el primer imperio impuso su dominio a los pueblos vecinos. Pero no puede negarse, empero, que hicieron posible al menos la difusión de estos avances más allá de los lugares donde habían surgido, y, desde luego, lo que sí impulsaron fueron notables transformaciones de índole social