Historia de Occidente. Luis Enrique Íñigo Fernández

Historia de Occidente - Luis Enrique Íñigo Fernández


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en el grupo.

      Existen jerarquías, pero tardarán en ver la luz los gobiernos, la burocracia, los impuestos, todo lo que la costumbre, paradójicamente, ha dado en llamar civilización. Es necesario para ello un cambio de escala, mayores excedentes, una población mucho más densa, ciudades, una sociedad más compleja. Las pequeñas aldeas no reúnen las condiciones necesarias para ello. Sólo los grandes ríos como el Nilo o el Indo, como el Tigris o el Éufrates, una vez dominado el ímpetu de sus crecidas, proporcionarán los excedentes suficientes para alimentar a una sociedad más sofisticada sobre la que plantará sus raíces el Estado naciente.

      Pero antes se producirán otros cambios. El arte refleja las transformaciones sociales. El Neolítico nos ha dejado una hermosa y variada cerámica; una pintura que, por fin, presta atención a la figura humana, postergada por los artistas de las cavernas, e incluso originales híbridos de naturaleza y arte bajo la forma de cráneos decorados mediante conchas y arcilla. Pero lo que quizá mejor expresa la profundidad del cambio que experimentaba la sociedad humana es la arquitectura megalítica. De grandes piedras se alimentan menhires que marcan territorios o encarnan silentes homenajes a misteriosas fuerzas, dólmenes que sirven de última morada a jefes o cabecillas, alineamientos o círculos de arcanas reminiscencias astrales y, sobre todo, túmulos grandiosos que albergan a veces a todo un pueblo, unido en el tránsito a la otra vida, o, en ocasiones, a un solo hombre, deseoso de mostrar más allá de toda duda la magnitud de su poder en ésta. Nada de ello, empero, habría sido posible sin excedentes capaces de alimentar a artesanos y constructores; sin una organización apta para planificar trabajos tan colosales con técnicas tan pobres y movilizar a cientos o miles de hombres para llevarlos a cabo. Los megalitos, en fin, nos han dejado la mejor prueba de la existencia temprana, en aquellos tiempos a medio camino entre la humilde piedra y el orgulloso metal, de una sociedad que, enterrada para siempre la igualdad entre los hombres, comenzaba a introducir entre ellos distancias insalvables.

      CAPÍTULO TERCERO

      Reyes y dioses

      “Los artesanos, jornaleros y trabajadores del transporte tal vez hayan sido voluntarios inspirados por un entusiasmo religioso. Pero si no recibían una paga por su labor, por lo menos han debido ser alimentados mientras trabajaban. Esto implica que se contaba con un excedente de materias alimenticias para su manutención. La feracidad del suelo, que permitía al labrador producir mucho más de lo que podía consumir, suministró ese excedente. Pero su inversión en los templos sugiere algo confirmado por los documentos posteriores: que los dioses lo concentraron y lo distribuyeron entre sus servidores. Quizá estos dioses eran proyecciones de la sociedad de los antecesores y considerados como los creadores –y por lo tanto, dueños eminentes– del suelo que la sociedad misma había conquistado al desierto y a los pantanos, gracias al esfuerzo colectivo de las sociedades pasadas.”

      Vere Gordon Childe: Qué sucedió en la historia, 1985.

      El engañoso Edén

      En los cinco o seis milenios que precedieron a la invención de la escritura, momento en el que da comienzo la historia propiamente dicha, el hombre había sufrido una profunda transformación en sus modos de vida. La caza y la recolección habían dejado paso a la agricultura y la ganadería; el continuo errar en pos de las manadas de caballos, ciervos o mamuts y la vida en cuevas y campamentos, al vivir sedentario en poblados y aldeas rodeados de majadas y campos de labor; la sólida piedra, el afilado hueso y las toscas pieles, a la humilde pero dúctil arcilla, los prácticos molinos de mano y el delicado fruto del telar. El clan, otrora indisoluble y poderoso, había empezado a diluirse al ganar los hogares familiares autonomía y privacidad, y en el mundo de las creencias, preocupadas las gentes por el preñado vientre de sus campos, las misteriosas deidades de la caza y la procreación se habían batido en retirada ante la gran madre Tierra y los espíritus protectores de los antepasados.

      Por el camino, la humanidad había tenido que pagar un alto precio. Los largos ocios de la civilización depredadora hubieron de ser sacrificados en beneficio del cuidado absorbente de los campos y los rebaños. La paz o, en el peor de los casos, las escaramuzas rituales y poco costosas en términos demográficos, dejaron su lugar a una guerra frecuente y mortífera. Y la igualdad entre individuos, apenas matizada por las diferencias entre los sexos que la agricultura había contribuido a reducir, tardó poco en morir en el seno de una sociedad que, de la mano del metal, se tornaba a cada paso más injusta y jerarquizada.

      Con todo, en los albores del quinto milenio antes de nuestra era, cambios todavía más profundos estaban a punto de iniciarse. Las culturas de azada no podían ir mucho más allá del punto al que habían llegado. Los excedentes de que disponían no permitían un mayor crecimiento demográfico ni un aumento paralelo de la complejidad de las relaciones sociales, sólo posible cuando un número significativo de personas puede ser mantenido sin necesidad de que entregue su esfuerzo al cultivo directo de la tierra. En algunas zonas especialmente bendecidas por la naturaleza, empero, la aplicación de técnicas tan sólo un poco más avanzadas que las que se hallaban a disposición de las poblaciones neolíticas y de la temprana Edad de los metales podían producir cosechas mucho más abundantes. Los valles de grandes ríos como el Nilo o el Tigris y el Éufrates, en el llamado Creciente Fértil, ofrecían tierras de cultivo de una extraordinaria feracidad gracias al limo que, año tras año, depositaba sobre los campos el desbordamiento de las aguas que seguía al deshielo estival.

      Pero las crecidas eran traicioneras. Por desgracia, no siempre acudían puntuales a su cita, y cuando lo hacían, a veces prodigaban sus dones con extrema cicatería y a veces con desmedida largueza. Además, el terreno que anegaban, en su mayor parte cubierto de pantanos y junglas infestadas de animales peligrosos, era muy escaso y fuera de él, el desierto o las montañas que rodeaban los fértiles valles fluviales no ofrecían oportunidad alguna de supervivencia.

      Y, sin embargo, aquellos lugares en apariencia inhóspitos parecían alzarse ante los ojos de los hombres como una desafiante provocación. La naturaleza, como escribiera el historiador británico Arnold Toynbee, planteaba un poderoso reto a quienes aspirasen a establecer allí sus hogares. Si se mostraban capaces de superarlo, desecando los pantanos, controlando las crecidas, asegurándose, en fin, un suministro razonable y continuo de agua, recibirían a cambio riquísimas cosechas y un bienestar colectivo inimaginable. Pero superar el desafío exigía un colosal esfuerzo de organización. La infraestructura necesaria para ello, canales y presas, acequias y embalses, demandaba la colaboración de millares de personas, que habían de trabajar guiadas por un objetivo común, sometidas a los dictados de gentes capaces de concebir y planificar obras de tal magnitud. Semejante organización no podía sino lograrse al precio de un mayor sometimiento de la mayoría de la población a manos de la minoría dirigente que detentaba el conocimiento necesario para supervisar las tareas de las que dependía el bienestar de todos. Y después, cuando las presas y los canales comenzaron a rendir su benéfico fruto bajo la forma de cosechas excepcionales, la desigualdad se hizo todavía mayor. Los excedentes, producidos en cantidades nunca vistas, a la vez que aceleraban el crecimiento de la población, permitieron una división social del trabajo mucho más intensa, que contribuyó a establecer diferencias aún más profundas en el seno de la sociedad. Pero si los más díscolos habitantes de las aldeas de la Edad del cobre habían de pensárselo dos veces antes de huir de los abusos crecientes de los poderosos, los moradores de los ricos valles de Egipto y Mesopotamia, de la India y China, no tenían nada que pensar. La alternativa a una vida de trabajo y opresión, pero con vivienda y sustento garantizados, simplemente no existía. Los yermos desiertos y las estériles montañas que rodeaban sus fértiles hogares no tenían nada que ofrecer a quien, cegado un momento por el ansia de libertad, escogiera internarse en ellos.

      Así las cosas, el proceso, una vez iniciado, se aceleró poco a poco. Siendo tan abundante el excedente, podía serlo también la población y dentro de ella, las gentes que no necesitaban ya ocuparse por sí mismas de las tareas agrícolas. A los artífices del metal vinieron a sumarse ahora artesanos de toda índole que trabajaban las materias primas más variadas, traídas de lejanas tierras por intrépidos comerciantes. Los sacerdotes, que seguían jactándose de interpretar la divina voluntad de las arcanas fuerzas del más allá, se ocupaban también ahora de domeñar las salvajes aguas


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