Disrupción tecnológica, transformación y sociedad . Группа авторов

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2006: 58), cuando Justus George Frederick propuso el “principio de la obsolescencia progresiva”, según el cual los compradores deberían obligarse a sí mismos a cambiar los productos de consumo no perecederos, aunque estos no se hubiesen desgastado y aún permitiesen en cumplir funcionalidades. De acuerdo con la concepción del mencionado autor, los ciudadanos deberían adquirir productos con el ánimo de estar actualizados, de ser eficientes y de tener un estatus acorde con el estilo vigente (Frederick, 1928 en Chacón, 2014: 37-40). Idea que fue adoptada por Christine Frederick en Selling Mrs. Consumer, obra en la cual promovió la obsolescencia desde una perspectiva estética, sugiriendo, entre otros aspectos, el cambio en los diseños como una forma de progreso y el abandono de las influencias estéticas europeas que impactaban la cultura estadounidense de la época (Chacón, 2014: 48).

      Por su parte, Bernard London (1932: 3) conceptuó que “el principal problema económico no se basaba en estimular a los productores, sino en organizar a los compradores”, en virtud de que históricamente han sido precisamente estos –que además deberían continuar haciéndolo– quienes han determinado la demanda de bienes en el mercado.

      Con posterioridad a la gran depresión que azotó a Estados Unidos y el mundo entre los años 1929 y 1937, los consumidores empezaron a mostrar proclividad por utilizar los bienes adquiridos por un tiempo mayor al que solían hacerlo con antelación a la mencionada crisis económica (London, 1932: 3). De acuerdo con su perspectiva, dicha conducta surgió por un “estado de ánimo histérico y atemorizado” (London, 1932: 3) que requería de una solución basada en la intervención estatal (London, 1932: 4).

      Para London (1932: 3) esa intervención debía consistir en una política administrativa de vida útil de los productos según la cual los bienes deberían funcionar por un tiempo determinado oficial, que una vez cumplido, debía obligar al consumidor a regresarlos a una agencia de carácter estatal, encargada a su vez de otorgar por ellos títulos valores o análogos a utilizar en la compra de objetos nuevos o en el pago de impuestos (London, 1932: 7). De modo que nuevos productos saldrían de las fábricas constantemente en reemplazo de los obsoletos, asegurando la existencia y funcionamiento de la industria, al igual que la creación y subsistencia de empleos para la población (London, 1932: 8).

      La idea de London no se materializó en una política de Estado, pero empezó a hacer parte de una política implementada por las industrias de diseñar y producir bienes, basada en el mismo principio: comprar, desechar y comprar de nuevo. Un círculo vicioso que hoy alimenta la economía de mercado (Dannoritzer y RTVE, 2010)1 y que está presente en los más variados objetos: automóviles, bombillas eléctricas, textiles y productos tecnológicos.

      Elaborar un concepto concreto que englobe todos los criterios que influencian la obsolescencia programada no resulta tarea sencilla. La planificación que se suscita mediante algunas decisiones empresariales se encuentra en continua evolución, adhiriendo nuevos instrumentos que le confieren mayor riesgo y trascendencia a la obsolescencia. La ciencia y la tecnología se han erigido en aliados naturales del sector empresarial, haciendo más compleja la labor de identificación de los elementos que favorecen la estructuración del marco conceptual de la obsolescencia programada.

      A pesar de esa realidad tan dinámica, la concepción de la obsolescencia programada responde a un catálogo de elementos fundamentales que apenas se han visto alterados con la implementación de políticas de planificación más complejas. Tim Hindle (2008: 147) define la obsolescencia programada como

      … una estrategia de negocios consistente en el proceso de volver obsoleto un producto, desde su concepción. Lo que genera que en el futuro el consumidor tenga la necesidad de adquirir nuevos productos y servicios que el productor ofrece como remplazo de los anteriores.

      Hindle (2008: 1) considera la obsolescencia programada como una de las estrategias o ideas en la administración de los negocios que más ha influenciado a las empresas desde el siglo XX.

      Por su parte, Giles Slade (2006: 5) considera la obsolescencia programada como “la diversidad de técnicas utilizadas para limitar artificialmente la durabilidad de bienes manufacturados, con miras a estimular el consumo repetitivo”. A su vez, Soto Pineda (2017: 240) la define en un sentido lato, como “una estrategia de fabricación puesta en práctica por las empresas, mediante la cual se planifica y controla la vida útil de los productos, con el objetivo de dominar los intereses de consumo y favorecer la mas dinámica reposición de los mismos”.

      Entre tanto, Correa (2017: 53) considera que la obsolescencia programada es “una fórmula de actuación empresarial que incrementa la producción y el consumo, bien sea por el acortamiento de la vida útil objetiva de los bienes o porque las nuevas tecnologías y tendencias favorezcan el uso y la adquisición de nuevos productos”; y Hernández (2018: 10) propone una definición que condensa las arriba expuestas al manifestar que “… la obsolescencia programada se refiere a las técnicas utilizadas en la producción de bienes que buscan limitar la vida útil de estos, con el fin de estimular o crear la necesidad del consumo repetitivo”.

      La obsolescencia planificada se extiende como estrategia a todos los niveles de la cadena de valor, influenciando el proceso desde la fase de diseño hasta el momento de descarte del producto, implementando políticas de restricción en la refacción, y otras similares con la misma capacidad de impacto.

      En términos prácticos, la conducta está dirigida a asegurar que los consumidores acudan al mercado una y otra vez a adquirir productos semejantes más actuales y renovados que presten la misma funcionalidad –o una similar–, al observar que aquellos que ya poseen han devenido obsoletos (Soto Pineda, 2015a: 42; Waldman, 1993: 273-283; Bulow, 1986: 732; Guiltinan, 2009: 20). La tasa de reposición de los productos se incrementa mediante la garantía alcanzada por el sector industrial, y la actividad comercial adquiere una dinámica circular que permite aumentar los beneficios, logrando mantener al consumidor en la mecánica de adquisición2.

      La obsolescencia planificada es el resultado de un recorrido industrial extendido durante más de setenta años en el siglo XX, conforme al cual se emprendió una batalla contra las “calidades infinitas” de los productos, que amenazaban con convertirse en la razón principal del declive del emprendimiento y la sostenibilidad económica (Ramírez López, 2010: 1). La perennidad de los productos fue interpretada por los precursores de la obsolescencia como una tragedia que desembocaría en el estancamiento económico3. La conducta poco a poco ha tomado fuerza en el entorno comercial (Bartels et al., 2012: 15-17), asentándose en la realidad social. La innovación y la alta “especialización” en el desarrollo de productos han permitido dicha progresión, pues ha favorecido la adhesión de la información de obsolescencia en múltiples niveles de la cadena de valor (Singh y Sandborn, 2006: 115-139; O’Dowd, 2010: 80-81). Los productos con elementos tecnológicos y/o informáticos de importancia han demostrado ser los aliados naturales de la conducta (Hindle, 2008: 149; Cassia, 2007: 1) por la facilidad


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