El debate sobre la propiedad en transición hacia la paz. Fernando Vargas Valencia
mientras el gasto en funcionamiento se mantuvo relativamente estable”. Paralelamente, se desmanteló la institucionalidad rural creada en los años sesenta y setenta. Así, “en los años 1990 y principios del 2000, el sector vio fenecer gran parte de los programas institucionales creados en décadas pasadas o recientes como el DRI, el PNR y la reforma agraria; el debilitamiento de las unidades municipales de asistencia técnica (Umatas) y de la asistencia técnica gratuita a pequeños agricultores” (p. 308).
Es en este contexto en el que el gobierno de César Gaviria, bajo asesoría y apoyo del Banco Mundial, propone un borrador de Ley de Reforma Agraria. En el marco de este, se presenta la figura de reforma vía mercado de tierras, es decir, la adquisición (por compra no por extinción) por parte del Estado de haciendas y latifundios para su parcelación; y el otorgamiento de subsidios de reforma agraria a campesinos y campesinas que cumplieran con algunos requerimientos (ser mayor de 16 años, tener vocación agrícola, ser jefe o jefa de hogar, entre otros) (Fajardo, 2002).8
En este entorno, campesinos y campesinas organizadas rechazaron el proyecto de ley formulado por Gaviria e iniciaron un proceso de concertación entre diversas organizaciones rurales e indígenas, todas ellas confluyendo en una coordinadora agraria denominada Consejo Nacional de Organizaciones Agrarias e Indígenas (Conaic).9
En este escenario, elaboraron un proyecto de ley para presentar al gobierno. Tal proceso fue el producto de concertaciones entre campesinos e indígenas y de alianzas con otros sectores del movimiento social, como las principales centrales, entre ellas Sintraincoder. Sectores que respaldaron tanto el proyecto de ley presentado como las negociaciones que se establecieron con funcionarios y funcionarias del Ministerio de Agricultura y del Incora.
De acuerdo con lo anterior y desde el criterio de Mondragón (2002, p. 5), en la ley que finalmente es sancionada por el Estado, si bien se introducen muchas de las propuestas del proyecto presentado por el campesinado (figura de reservas campesinas, acceso progresivo a la propiedad de la tierra mediante subsidios, Sistema Nacional de Reforma Agraria), en el marco de esta se acaba con la figura de extinción de dominio como mecanismo para obtener tierras destinadas para la dotación a población campesina. Mediante este cambio se perdía un derecho adquirido como era “el que a los tres años de estar inexplotado un predio procedía la extinción de dominio”.
El deterioro de la guerra durante la primera mitad de la década de los noventa condiciona de doble manera la negociación de la Ley 160 de 1994. Por un lado, al tener efectos desmedidos sobre la población civil, en particular sobre las y los habitantes de las zonas rurales del país, limita la capacidad de acción de las organizaciones sociales, sobre todo las campesinas; y, por ende, su capacidad de incidir en la negociación de la ley referenciada. Por otra parte, dado los efectos particulares que el conflicto tiene sobre hombres y mujeres, los intereses y reivindicaciones pasan a estar modelados por estos efectos, lo mismo que su lucha y las representaciones de género que se ponen en escena.
Para mediados de la década referida, en Colombia la guerra tiene manifestaciones y actores diferentes a los de la época precedente (setenta y ochenta), ajustándose a lo que Kaldor (2001, p. 15) ha denominado “nuevas guerras”, es decir, aquellas donde se produce “el desdibujamiento de las distinciones entre guerra, crimen organizado y violaciones a gran escala de los derechos humanos”; y, por otro, en las que opera una transformación en 1) los objetivos de la guerra, 2) los métodos de lucha y 3) los métodos de financiación. Particularmente en Colombia, al comienzo se evidenciaban los siguientes rasgos del conflicto: el resquebrajamiento del monopolio del Estado sobre la fuerza y la violencia legítima y organizada, esto es, la privatización de la violencia asociada al auge del crimen organizado y del paramilitarismo, el deterioro de la legitimidad política en un contexto de crisis económica, fiscal y de corrupción, y el control territorial por parte de actores armados a través del uso de la violencia con miras al control político de la población (PNUD, 2003).
Es en este contexto que se formula la Ley 160 de 1994, la que se constituye en la segunda norma mediante la que se introduce el principio de igualdad para los procesos de titulación de la tierra. Esta ley da continuidad a lo establecido en la norma precedente (Ley 30 de 1988) (titulación conjunta y el reconocimiento del derecho de las mujeres jefas de hogar al acceso individual a la tierra), pero, a diferencia de la anterior, en esta se matiza aún más el sujeto que se prioriza como beneficiario, es decir, mujeres campesinas jefes de hogar, que además se encuentren en estado de desprotección social y económica por causa de la violencia, el abandono o la viudez y carezcan de tierra propia o suficiente.10
Sin embargo, cabe aclarar que dada la tendencia política del gobierno: la que estaba enfocaba en avanzar en la apertura económica y la reconversión del agro, y en un contexto de escalonamiento del conflicto con especiales efectos sobre las mujeres rurales, el derecho a la tierra para este grupo poblacional no se concibió como una medida de carácter afirmativo, sino como estrategia para brindar a los sujetos las condiciones necesarias para incorporarse al nuevo modelo (Cajamarca, 2013). Además, al constituir a las mujeres como sujetos vulnerables, implícitamente se estableció el reconocimiento de su derecho a la tierra como uno de los mecanismos para facilitar su ingreso al mercado y así ellas por sí mismas podrían constituir las condiciones para salir de la fragilidad en las que las sumía la pobreza y la guerra.
Una cuestión por resaltar es que mediante la focalización de las mujeres rurales como sujetos de atención en razón de su vulnerabilidad y por su potencialidad como sujeto activo en la producción se omiten las condiciones estructurales que reproducen la situación de inequidad que condicionan el acceso a la propiedad de la tierra.
En este sentido, la inclusión de las mujeres rurales en la Ley 160 de 1994 reafirma tres supuestos: se constituyen en sujetos de este derecho dado que encarnan la maternidad (o el cuidado) como el rol más importante desempeñado por ellas; son sujetos vulnerables en la medida en que no cuentan, por un lado, con las condiciones para ejercer a cabalidad el rol de crianza de los hijos; y porque no han sido capaces de insertarse efectivamente en el mercado, aspecto que se supone minimizará su fragilidad.
En conexión con el concepto de tecnología de género neoliberal, esta ley se constituye en una estrategia para, a través de la articulación de estas en lo productivo, producir tipos de sujetos cuyas características o rasgos les permitirán ser funcionales al sistema. Esta norma pone en circulación nuevas representaciones de género, ligadas a la capacidad de las mujeres para ser productivas y aportar al desarrollo rural y a la dinamización de la economía, por medio del reconocimiento de su derecho a la tierra, aspecto que posibilita la asimilación de una serie de imágenes y representaciones ‘convenientes’ sobre los sujetos y su papel en el nuevo modelo. Como argumenta De Lauretis (1989, p. 25), “la construcción de género prosigue hoy a través de varias tecnologías de género y de discursos institucionales con poder para controlar el campo de significación social y entonces producir, promover e implantar representaciones de género”.
3. El sujeto femenino de la restitución de tierras
Frente a los resultados de la puesta en marcha de la Ley 160 de 1994, es clave considerar varios aspectos. León y Deere (2000) especifican que, si bien mediante la implementación de la norma se incrementa el acceso de las mujeres a la tierra (a través del subsidio y la titulación conjunta), este siguió siendo marginal. Tan solo el 19 % de la totalidad de los sujetos beneficiados por el subsidio fueron mujeres. Por otra parte, el deterioro de la guerra tuvo efectos sobre el acceso. Estos deben considerarse en dos niveles. Por un lado, quienes tuvieron la posibilidad de acceder fueron víctimas de despojo o tuvieron que abandonar la tierra; por otro lado, las dinámicas del conflicto condicionaron, por ejemplo, la solicitud del subsidio (Sañudo, 2015).
La conexión entre género y despojo es compleja, y para comprenderla Meertens (2016) sugiere atender a que “el acceso a la tierra de las mujeres ha sido una larga historia de exclusiones”, las que no han sido resueltas con la implementación de la Ley 160 de 1994, y se han exacerbado con el escalonamiento de la guerra y la reorientación del modelo de desarrollo rural (este como producto de la convergencia entre irregularización del conflicto y neoliberalismo).
Las históricas exclusiones se conectan con los arreglos tradicionales